Capítulo 1

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DRACO

Muchos de vosotros podréis decirme que hice mal, que fue un acto muy egoísta por mi parte no dejar a la pequeña Nathalie por lo menos la huella del amor, con la experiencia que le serviría tal vez para futuras vidas compartidas. No tengo por qué dar explicaciones a nadie. Hice lo que hice porque me pareció lo más correcto, porque quería asegurarme de que ella no volviera de ninguna forma conmigo y frenarme a mí en caso de que fuera al revés. Porque quería ahorrarle el sufrimiento de las noches de soledad en las que el "y si..." se cuela sin querer por los resquicios de la mente y ofrece los chupitos de cianuro como la vía más asequible.

Nat seguirá su vida, amará a alguien más, tal vez alguno de esos pelirrojos pobretones, pues su pequeño cuerpo tiene todavía mucho cariño que dar y nuestro recuerdo solo le podría servir para hacer eso un poco más difícil. No puedo decir lo mismo de mí. Tal vez nunca consiga salir adelante y me muera del asco, me dé a la bebida y lleve una vida de escritor bohemio retirado que vive en Londres capital, con tendencias suicidas y que escribe pequeños párrafos con ecos de épocas mejores, añorando aquellos días de su adolescencia en los que fue feliz. No lo sé, ¿y a alguien le importa? Yo me lo tomo con humor, porque si no lo hiciera, ahora mismo sería la joven sombra de un Goethe moderno.

En verdad, ahora que lo pienso, nunca he hablado de ella de una forma objetiva. Quiero decir, de manera que el lector pueda juzgarla a su gusto, sin que mis pensamientos influyan en su juicio como las opiniones políticas de un padre en su hijo inmaduro. Aunque, para qué engañarnos, no podría describirla sin mi toque personal.

Era de estatura normal, no sé, lo convencional para una chica de su edad, su metro y medio con unos 18 centímetros añadidos. Yo le sacaba unos buenos diez dedos a ojos de un enamorado, lo justo para poder besar su frente sin problemas cuando estábamos cerca. Una nariz respingona - casi como de niña pequeña, aunque pequeña no era - se distinguía entre el color crema de su rostro. Le quedaba bien a su cara. De sus ojos tendría mucho que decir, marrones claros para cualquier persona que no supiera mirarlos bien, pues había que poner especial cuidado en la tarea. Para mí, eran soñadores, eran ojos risueños y ojos que reflejaban ganas de vivir en todas sus muchas variedades, le daban personalidad. El pelo era su punto estrella y una de las cosas que más me gustaba de ella (físicamente hablando, claro) porque la hacía única a pesar de que hubiera mucha gente en el mundo que lo tuviera parecido. Hacía que te giraras en los días de lluvia para encontrarte con un revoltijo color castaño o provocaba un entrecerramiento de ojos cuando el sol le arrancaba reflejos dorados. Su voz, que sabía a fruta en las tardes veraniegas, no era del todo femenina, tenía un toque muy suyo. El labio inferior ligeramente más grande que el superior, escondiendo siempre la risa, me había regalado en su día suspiros sonoros y sentimientos primitivos. Sabían hacer sentir dentro de su inexperiencia y me gustaba pensar que encajaban a la perfección con los míos. También tenía una sonrisa muy bonita que no era difícil sacar a la luz, aunque los dientes de abajo estaban un poco torcidos y los paletos eran considerablemente más grandes que el resto.

No todo era perfecto, está claro. A veces me irritaba que quisiera tener todo bajo control o su molesta tendencia a comparar cualquier cosa nueva con algo que ya conociera. Prefería que se dejara llevar. Me preguntaba muchas cosas que quizá no me apetecía contar y en más de una ocasión tuve miedo de herir sus sentimientos con mi humor negro en el que tan poco metida estaba. Había momentos en los que se me calentaba la sangre por su conducta infantil y un tanto ingenua, aunque era algo que se me pasaba rápido. Normalmente el amor, por lo menos esa es la conclusión que puedo sacar de los grandes escritores decimonónicos, pasa por alto ese tipo de cosas transformando las rarezas de la persona en puntos de veneración para el otro.

Me enseñó muchas cosas, además de todas aquellas que una persona tan poco letrada como yo podría describir. Me habló de sus películas favoritas y de su afición por un tal Frank Sinatra. Según ella, disfrutaba la buena pintura aunque no la entendiera, le gustaba mucho escribir en papel cuando la punta del lápiz estaba muy finita y poseía una gran colección de velas. Como toda persona normal, tenía algunas inseguridades que yo ni veía ni entendía, de las que ella no quería hablarme y que me hubiera gustado disipar en una noche de lluvia. Una vez hablamos de que le habría encantado tener algún hermano y nos burlamos de la posibilidad de uno en mi familia. La oí mencionar con miedo tácito un deseo de futuro, el de formar una familia, y yo como cruel cobarde pasé de largo deslizándome lejos de ese tema. En aquel momento el único problema era reírse demasiado alto o haber elegido un jersey muy fino para la noche.

Si decides querer (Draco Malfoy)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora