Capítulo 1

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    Siempre vi al amor como esa necesidad de entregarse a cada rato, como el deseo constante de arrancarse la ropa donde las ganas te alcanzan, o descubrir de que va el cuerpo de tu amante. Solo hasta hoy comprendo que estaba equivocada, y no por encontrarlo en los poemas de Neruda, o en las elegías de Buesa, sino por encontrarme con esa persona que tomó todo lo que sabía de la vida, y me demostró que todo era mentira. Me veo aún descubriendo tantos cuerpos sin dueños, he estado en tantas camas, en tantos ojos, en tantos besos, en tantos te quiero, o te deseo que nunca devolví, aún me veo inmersa en los camicaces de la necesidad, y aún me río al recordarme con un cigarrillo en las manos, la mirada perdida entre el cielo y el placer, preguntándome qué me falta para llegar a donde quiero llegar. Enamorarme era casi tan fácil como olvidar, por eso considero que nunca amé, al menos por lo que ahora siento no sé si es amor o obsesión de despertar cada mañana junto a sus labios, de besarlos lentamente y dejarme llevar por su habitual ritual de seducción, de perderme entre sus piernas, y ver sus caritas cómicas cuando le hacía algún cumplido a su cuerpo perfecto. Puede que eso sea, después de años probando las camas de la ciudad, de perderme en el arte de amar, encontrar a una pareja tan experta en la cama como yo me resulta interesante, más que interesante, esa noche en que al fin fue mía, descubrí que alguien me estaba echando competencia en la ciudad; pero peor fue ese sentimiento que me atacó al verla rendida entre mis brazos, cómo olvidarlo, vi su sonrisa dormida, sus pechos libres, su cabello de libre albedrío, y no volví a considerar estar en otra cama que no fuese la suya, y ese temor aún existe, el temor de que no sean sus manos las que me acaricien, y la experta rompe corazones, al fin encontró el corazón que rompería el suyo. Veo mi pasado como la escuela que me preparó para conocerla, que todas esas niñas fresas que me rompieron el alma y me condenaron a ir de cama en cama dejando antes el corazón en mi casa; solo me preparaban para conocerla y después de tanto negarlo entregarme al fin a su perfecta desnudes, a sus ojos de noche estrellada, y estrellarme contra la realidad más fantasiosa de todas, al final si existe el amor, quien lo diría, y no es la necesidad de estar junto a tu cuerpo, si no la convicción de que al estar cerca de tu cuerpo no pienso serte infiel en mi vida.

     Nací en Madrid, pero desde los cinco mi familia decidió mudarse a París por mejoras en el trabajo, un aumento, un ascenso a veces es necesario para dejarlo todo detrás. No soy de esas que se quejan de maltrato, o una familia disfuncional, todo lo contrario, mi familia era perfecta, mi madre ama de casa aburrida, mi padre el macho alfa trabajador y buen partidario del ejercicio, tanto que estoy practicando en el gimnasio desde los diez. Era perfecto, alto trigueño y de ojos tan verdes como el pasto en la casa de mis abuelos maternos, donde pasaba las vacaciones, y jugaba con los enormes labradores de la granja. Mi vida fue perfecta, o casi perfecta hasta que descubrí que mi padre le era infiel a mi madre con su secretaria francesa, al menos era francesa, preciosa, de largas piernas, y ojos profundos, labios carnosos, y esa hermosa cintura que resaltaba sus glúteos, puede que suene un poco extraño pero poco me importó al ver la infidelidad de mi madre con el plomero, alto, robusto hasta los huesos, con su juvenil faz, su barba de tres días, sus muslos marcados y un hermoso y redondo trasero de ensueño, con sus enormes manos de trabajo, su boca de pico de botella, sus labios rojos, y su espalda sin fin, sin dejar de mencionar lo bien dotado que estaba, la levantaba como si de plumas se tratara. Parecerá familia de locos sexuales o algo, pero no tenía que salir a la calle a buscar los mejores amantes, a mi casa llegaban los más solicitados, sin mencionar que a penas tenía quince cuando la curiosidad invadió mi cuerpo y rompí solo una tubería para que ese plomero tan bello me levantara como una pluma. Claro, no medí las consecuencias, luego pasé una semana sin poder sentarme, pues a quien se le ocurre estrenarlo todo el mismo día, sin embargo fue tan bueno que no paré hasta años más tarde cuando él desapareció extrañamente, en esa época aún no sabía lo que era una mujer, solo chicos, que me llevaban cerca, pero no al final. No fue hasta mis dieciocho que probé con todo el sentido de la palabra a una mujer, bastó besarla, y ya mi cuerpo como si estuviera hecho de inflamable estalló en un abismo sin final, me volví adicta a los cuerpos de las mujeres, fuesen como fuesen, bajitas, altas, robustas, delgadas, viejas, nuevas, solo quería comprobar si no era igual que mis relaciones con hombres, y así era, era todo completamente distinto; por supuesto, siempre hay sus altercados, nadie nunca me dijo que la primera regla de una lesbiana era no enamorarse de una hetero, y pues ahí fue la tonta a babearse por la niña fresa, y por mucho que tropezara, terminaba cayendo en lo mismo, aún me atraen terriblemente, es que son tan lindas, tan inalcanzables que una sigue soñando con tenerlas, supongo que eso no cambiará nunca.

Invítame a ParísDonde viven las historias. Descúbrelo ahora