Todo lo que fuimos

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Mayo de 1997

La lluvia desgarró el cielo. Los truenos repiqueteaban en nidos vacíos, aterraban a niños temerosos de sombras y demonios, jugaban entre grietas y goteras. Resonaban estruendosos, silenciando palabras viciadas de dolor y de placer, de mentiras, de glorias, de penas. Solo se oía el tremor del mundo y el desapacible sonido del agua borrando recuerdos.

Jonah observaba en silencio desde la comodidad de su nueva morada. La ventana empañada le devolvía un vago reflejo de lo que él era: un hombre desgajado por los avatares de un tiempo demasiado corto, pero de una vida que semejaba ridículamente larga. Se mantuvo inmóvil, abstraído en el incesante ajetreo de su mente. La mudanza había desgastado las pocas energías con las que contaba, tapándolo de obligaciones y tareas que parecían no acabar jamás. Los de la compañía de mudanzas se habían retirado poco antes de que la tormenta hubiera abandonado el horizonte para envolver la ciudad en su abrazo de furia. Su mejor amigo también se había marchado, luego de insistir una docena de veces en que podía ayudarlo a desembalar y acomodar sus pertenencias.

Él se negó hasta el cansancio. Quería estar solo, disfrutar de la calma —si bien escasa— que le proveía estar en un nuevo lugar, por fin. Un lugar al que podría llamar hogar, así fuera en soledad. No pedía más. No necesitaba más. Después de una adolescencia de rebeldía, rencor y huidas, sus huesos añoraban un refugio en el que descansar. Con esfuerzo, podría hacerlo funcionar, podría escribir un punto y aparte en su historia. Empezar de nuevo. Darse la clase de chance que se había negado en los últimos años.

No eran más que deseos. Profundos y fuertes y arraigados en el centro de su pecho, pero no más que eso. Por ahora, en su haber tenía contadas realidades: un departamento de dos ambientes que algunos considerarían sofocantes, decorados con el gusto particular de distintas épocas y sin renovaciones desde los setenta. Tenía eso y un puñado de cajas que encerraban sus veintisiete primaveras entre cartón y papel de embalar, algunas a medio vaciar, acumuladas a su alrededor. Apiladas de manera desordenada, casi amenazantes con sus bocazas abiertas, dejaban asomar sus magros contenidos. Vajilla comprada en bazares de ofertas que a nadie interesaban, ropa raída y descolorida, discos robados de la colección de su padre —lo único que se atrevió a tomar antes de irse, hace tanto ya—, un par de VHS de películas que habían solido ser sus favoritas... Restos, eso eran. Y se aferraba a ellos, como si fueran a protegerlo. Como si fueran a recordarle que estaba allí, presente, que todavía existía.

Que no había muerto.

Debería haber desempacado todo a estas alturas. Pero, habiendo abandonado su puesto junto a la ventana, Jonah se dedicó a recorrer los mismos metros cuadrados que había analizado con la empleada de la inmobiliaria el mes pasado. A diferencia de ese entonces, las únicas marcas que quedaban de haber sido habitado anteriormente eran un par de rayones distribuidos por la sala de estar, algunos muebles que conservaría a falta de algo mejor que colocar y, medio escondido en uno de los armarios, un cuaderno de cuerina negra. Allí, arrumbado en un rincón, esperando a ser recogido por una mano que jamás llegó.

Se lo quedó mirando por un buen rato, toqueteando los bordes desgastados de sus tapas, trazando el material con el tenue roce de sus dedos. Cuando estuvo satisfecho con su primera inspección, lo hojeó de manera descuidada, buscando. ¿Buscando qué, precisamente? No parecía tener nada particular. Sus páginas amarilleadas no escondían flores secas, ni billetes, ni otros papelillos como él solía conservar.

Pero escondía tanto más en las palabras trazadas en esas mismas páginas maltratadas. Tinta borroneada y unos trazos fuertes y toscos lo saludaron, invitándolo a leer.


Este diario pertenece a Ava Dare.

Recuérdame, ahora y siempre.

1992 – 1996

Los fragmentos olvidados de Ava Dare (Instantes perdidos #1)Where stories live. Discover now