Capítulo 6

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Celle, 13-15 de abril de 1945

Los soldados bajaron de los dos vehículos y exploraron la casa. Era grande y parecía que iba a ser luminosa, con esa fachada azul claro y múltiples ventanas. Eran seis y solo estarían de paso, ya que les esperaba una misión más dura. Pero todo valía la pena si con ello se extirpaba la ponzoña nazi. En su asombro por la vista de la casa, no vieron a Alfred Pierrepoint, que ya estaba en la puerta, listo para recibirlos. Asustados, se cuadraron para saludarle.

—Discúlpenos, Brigadier. No le habíamos visto —dijo el que parecía el más joven de ellos agachando sumisamente la cabeza y visiblemente avergonzado.

—No os preocupéis —Alfred se quitó el gorro y sonrió a aquel grupo.

Los seis se miraron, sorprendidos. No era común que aquel hombre quitara importancia a las formalidades y les hubiera perdonado la falta de cortesía. Otras veces había amonestado severamente incluso por no cuadrarse como era debido. Algo tenía que haberle pasado para ese repentino cambio de parecer. Y seguro que la figura que bajaba hacia el jardín y se colocaba al lado de Alfred tenía algo que ver. Elmira consideró que sería descortés no saludar a aquellos hombres y no quería enfadar a Alfred. Los soldados pudieron evitar sentirse deslumbrados por la belleza de Elmira y durante unos instantes no dejaron de mirarla. Alfred la miró también y observó que la ira pugnaba por salir de su interior. Estaba más atractiva y hermosa que nunca, pensó.

Al ver la reacción del grupo, sintió que una punzada de algo comenzaba a bullir en lo más hondo. ¿Celos? Fuese lo que fuese no le hizo mucha gracia. Elmira no era una atracción de circo. Aquellos pipiolos no tenían ningún derecho de verla así. De repente, la imagen de que alguno de ellos consiguiera llamar la atención de la mujer le nubló la mente. Tenía que alejarlos de ella cuanto antes.

—Cuando se les quite la cara de monos en celo que se les ha puesto, pueden ir a mi despacho conmigo. No está del todo listo, pero allí podremos hablar en privado sobre nuestros asuntos —Alfred se dio la vuelta y entró en la casa. Los demás le siguieron, no sin cierto embarazo. Era el mismo de siempre, lo de antes había sido un espejismo. Elmira se quedó allí, contemplando cómo entraban en su casa. Cada vez era más real que no volvería a tenerla para sí.

Una vez en el despacho, Alfred se sentó y dirigió una mirada seria a aquellos hombres. No podía negar que disfrutaba imponiendo su autoridad y cómo aquellos jovencitos —apostaba que el más mayor de todos no pasaría de los veinticinco años— bajaban la cabeza y se mostraban dispuestos a obedecerle. Pero esa franja de edad era la ideal en tiempos de guerra: aprendían lo que era la vida dura, se hacían hombres de verdad y en el mejor de los casos, volvían a casa con un gran sentido de la responsabilidad.

—Brigadier —empezó a hablar el mayor de los soldados. Nos han ordenador venir aquí y esperamos órdenes. La Undécima División es la encargada de ir al campo, pero necesitaban auxiliares y creo que nos han encasquetado a nosotros la misión.

—Efectivamente, como usted dice, Alférez Allen, les han encasquetado la misión —Alfred tenía facilidad para aprenderse los nombres de los hombres a su cargo. Entiendo que es usted el soldado de mayor rango del grupo, ¿o me equivoco?

—Fitzwilliams y yo somos alféreces, pero a mí me ascendieron antes, así que supongo que sí, soy el de mayor rango. El resto todavía son cadetes. —respondió Richard Allen. El otro Alférez, Matthew Fitzwilliams dio un paso y se colocó a su lado. Los cadetes permanecían en segundo plano, atentos a la conversación.

—Muy bien. Tengo entendido que estarán agotados, ya que acaban de llegar. Estoy disponiendo todo para que puedan pasar el día aquí e incluso la noche. No hemos tenido tiempo aún para organizar las habitaciones, pero el salón es amplio y espero que puedan ponerse cómodos.

La dama de los ojos plateadosМесто, где живут истории. Откройте их для себя