Capítulo 12

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Berlín/Celle – diciembre de 1945/abril de 1946

Alfred Pierrepoint se asombró de su rápida capacidad de adaptación. Llevaba unos meses en Berlín y ya estaba asentado en aquella gran ciudad, que estaba en ruinas. No negaba que en sus mejores días era una ciudad hermosa, a la que la locura de un fanático la había conducido a su total destrucción. No podía dejar de ver a los civiles reconstruyendo y pasando grandes necesidades. Los alemanes no solo lidiaban con el hundimiento de sus cimientos, sino también con el hundimiento moral y él sabía de primera mano que eso era lo peor. Llevaría años para que ese país recuperase su esplendor, si es que alguna vez lo tuvo.

Recordó que su madre había nacido precisamente en aquella ciudad. Logró localizar incluso su casa natal, pero por desgracia, estaba en el sector de los soviéticos y apenas pudo echarle un par de vistazos porque estos se mostraban hostiles a cualquiera que no fueran ellos. Berlín estaba dividida en cuatro sectores: británico, francés, estadounidense y soviético. Tan solo la mitad de aquella ciudad —todo el este— estaba en manos de los últimos y las tensiones se dejaban ver en el aire. Habían ganado juntos aquel conflicto, pero volvían a ser enemigos en gran medida. Los comunistas, o eso tenía inculcado, eran la peor calaña que existían y no traían nada bueno. Y eso que él compartía gran parte de su pensamiento político, sobre todo en lo que concernía a la clase obrera y sus derechos, pero tampoco sentía deseo ninguno de vivir en un país gobernado por ellos.

Pese a todo, los cuatro países cumplían juntos la tarea de desnazificar aquel lugar y liberarlo del veneno fascista, como había mencionado Alfred meses atrás a una tigresa a la que no lograba olvidar. Porque no podía sacarse a Elmira de su cabeza. ¿Qué me has hecho? Pensaba. Cuando creía que no iba a volver a amar a nadie, apareció aquella ninfa y se apoderó de su alma y corazón. Alfred también reconocía que se había enamorado perdidamente de ella. Escribió miles de cartas pidiéndole perdón que al final no enviaba. No podía reprocharle nada. Todavía notaba en su mano el bofetón que le había dado. Seguro que lo odiaba por ello y no la culpaba.

Había encontrado un ligero consuelo en Morwen, una enfermera galesa que también anhelaba el contacto masculino. No sentían ningún tipo de amor el uno del otro. Su relación se basaba solamente en el sexo. Alfred se imaginó más de una vez que era Elmira la que cabalgaba sobre él en lugar de aquella fogosa enfermera, que mientras tuviera su momento de alivio, permitía que Alfred la llamara como quisiera.

Morwen, a la que no pudo evitar contar lo ocurrido con Elmira, incluso le apremiaba para ir a Celle y buscarla. Resultó ser una gran confidente. Alfred temía que la galesa se enamorase de él, pero Morwen le aseguró que no tenía tiempo y el poco que le quedaba prefería aprovecharlo de otras formas.

—Me estoy muriendo de cáncer. Hace años me salió un bulto en el pecho y no ha parado de crecer. Cuando me di cuenta, ya no se podía hacer nada. Mi madre murió de lo mismo. No sé lo que me queda, pero ahora prefiero aprovecharlo follando y más que ahora ha acabado la guerra. Cuando follo, olvido todos mis problemas. —Morwen no se caracterizaba por ser una dama hablando. Decía las cosas directamente y sin tapujos. Pero a Alfred le gustaba así. Él también olvidaba sus problemas yaciendo con la enfermera. Se llevaban muy bien.

A mediados de noviembre, Morwen murió, pero no debido a la enfermedad. Se pegó un tiro en la sien en cuanto empezó a sentirse más débil —no quería morir en la cama como un anciano, le manifestó en una de sus noches de pasión— y Alfred volvió a sentirse solo e inmerso en sus pensamientos más oscuros, salvo cuando se encargaba de reeducar a los alemanes y eliminarles todo el vestigio nazi que quedase en ellos. Y no era tarea fácil. El Mariscal Jenkins, a quien apenas veía, lo puso todo en sus manos y volvió a Inglaterra.

La dama de los ojos plateadosWhere stories live. Discover now