Capítulo 9

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Celle, 2 de mayo de 1945

El ambiente se había crispado en apenas unos instantes. La muerte de Hitler creó un punto de inflexión entre los miembros de aquella casa. Liese estaba furiosa porque su amado líder había dejado este mundo, Alfred veía más claro que iban a ganar la guerra, aunque los rusos iban a sacar gran tajada del asunto, ya que habían avanzado por el este y no los veía dispuestos a ceder. Y, para colmo, la repentina aparición de aquellas dos personas no presagiaba nada bueno. Especialmente en el hombre con uniforme nazi. Si creía que lo iba a auxiliar, estaba totalmente equivocado. Para colmo, era evidente que Elmira y él ya se conocían. Se puso más alerta.

Esta seguía inconsciente tras enterarse de la noticia. Alfred la cogió y la subió al dormitorio. El nazi hizo amago de seguirlos, pero la mirada fulminante de Alfred lo disuadió. La recostó en la cama y se colocó a su lado. Tenían tanto de qué hablar y no habían tenido tiempo desde aquella noche. Cuando despertara, sería el momento. Tenía que explicarle, para empezar quiénes eran esos que habían llegado. En un rato que pareció eterno, Elmira poco a poco fue incorporándose. Al ver que Alfred estaba a su lado, tuvo el impulso de acurrucarse junto a él. Este la rodeó con sus brazos y le besó la frente.

—¿Estás bien? Me has preocupado.

—No me lo puedo creer, Hitler muerto y Berlín en manos de los rusos, ¿qué va a ser de nosotros?

—Los rusos se han quedado allí y tienen el este. Aquí todavía no han llegado y es poco probable que ocurra.

—No lo sé, pero tengo miedo. Mi padre decía en su carta que tenían sed de sangre y venganza. Era igual cuando luchó con ellos en la guerra contra los mencheviques. Eso fue lo único que me dijo después de tantos años sin hablarle. Cuando recibí su carta, ya había muerto. Se ahorcó en el árbol de nuestra antigua casa. —Elmira rompió a llorar, no sabía si por el destino de su padre o por lo que acababa de pasar—. Hay tantas cosas que me hubiera gustado poder hablar con él, pero mi maldito orgullo me lo impidió.

—Tu padre te maltrataba, es normal que no quisieras saber de él. Además, no se merece ni una sola de tus lágrimas. No tenía derecho a despojarte de tu identidad ni mucho menos a golpes. —Alfred seguía abrazando a Elmira y le acariciaba el pelo con ternura. No sentía deseo en esos momentos, sino una gran necesidad de consolar y aliviar el sufrimiento interno de aquella personita. Cuando terminó de llorar, Elmira se levantó de la cama y se dispuso a bajar.

—¿A dónde vas? —Alfred se quedó atónito de la capacidad que tenía Elmira de reponerse.

—Tengo que bajar de nuevo. No he recibido a Hilde y a Heinrich como es debido. Deben haberse llevado una mala impresión.

—Hablando de ellos, ¿quiénes son? A mí sí que me han dado mala impresión.

—No son malas personas. Hilde es una amiga de Liese y Heinrich en su hijo. Pero no son nazis y han sufrido mucho por ello.

—Pues no creo que a tu amigo Heinrich le guste precisamente disfrazarse de nazis asquerosos.

—Tuvo que alistarse en el ejército porque estaba casado con una judía. Por ella se negó a afiliarse al Partido Nazi. Gracias a Gustav, el amante de mi marido, pudo hacerlo, aunque le obligaron a divorciarse de ella y la otra alternativa era la cárcel. Liese dejó de hablarle a Hilde cuando se enteró, pero es evidente que ahora eso se ha olvidado.

—Y, ¿qué fue de la judía? supongo que la mataron.

Elmira comenzó a temblar. No sabía si contarle a Alfred otro de sus mayores secretos, el que había conseguido guardar con mayor recelo. Pero se armó de valor y le pidió que lo acompañara al sótano. Cuando bajaron, observaron algo que parecía una silueta. Elmira dio dos pequeños golpes y la silueta se movió. Era una joven que aparentaba la misma edad que Elmira, con el pelo castaño rojizo y ojos avellana. Estaba delgada y algo demacrada, pero no pasaba grandes privaciones. Llevaba un vestido de lana verde que ya estaba pasado de moda. Era evidente que permanecía allí escondida y Elmira lo sabía.

—Alfred, esta es Mila. Es la mujer de Heinrich. Él ni siquiera sabe que está aquí. Si no te lo dije antes es porque no sabía cómo ibas a reaccionar. Me ha costado mucho mantener el secreto desde que llegaste y Heike ha sido de gran apoyo en las últimas semanas. Si Liese nos hubiera descubierto, no sé qué habría sido de ella. 

Mila contemplaba a aquel soldado tan alto y volvió a esconderse. Elmira se acercó a ella y la abrazó. Habló con ella en ruso, no entendía Alfred el qué, pero algo dijo que al final la judía volvió a salir y se le quedó mirando con desconfianza.

—Le he dicho que no eres nazi y que has venido a salvarla. Tiene sus recelos, así que sé paciente con ella.

—¿Le has dicho que su marido acaba de llegar? Puede que tenga ganas de verle.

Elmira volvió a dirigirse a Mila y esta puso cara de sorpresa. Gritó el nombre de su marido y salió rápidamente del sótano. Buscó por toda la casa y encontró a su marido, a su suegra y a Liese. Heinrich puso cara de haber visto un fantasma. Cuando se recuperó de la visión, se acercó para abrazarla, pero Mila, al ver al hombre que creía haberla abandonado, se avalanzó sobre él y le propinó varios puñetazos mientras le gritaba en una mezcla de ruso y alemán. Finalmente, Heinrich le cogió los brazos para detenerla y la abrazó fuertemente. Los dos comenzaron a llorar desconsoladamente, propio de dos amantes que habían sido separados injustamente y que por fin se reunían. Alfred y Elmira, que habían llegado detrás, contemplaban la escena incómodamente. Hilde hiperventilaba, al borde del desmayo y Liese estaba aun más furiosa.

Heinrich se volvió hacia Elmira. Le cogió las manos —Alfred carraspeó— y le dio las gracias.

—Ha sido un milagro. Llevo todo este tiempo buscando a mi esposa y nunca imaginé que estaría aquí. Pensé que ya estaba muerta. No sé cómo agradecértelo. Te debo la vida.

No pudo terminar de agradecerle cuando Liese cogió a Elmira y la llevó al salón. Alfred, que las había seguido, se encontró con que la doncella le cerró la puerta en las narices y echó una llave. Esa zorra tenía muchas cosas que explicarle, pensaba con furia. Cuando se aseguró que nadie las veía, especialmente el inglesito, la abofeteó. Fue tan fuerte que Elmira cayó al suelo.

—Puta, ¿quién te has creído que eres? El otro día te oí revolcándote con el maldito inglés y ahora resulta que llevas todo este tiempo escondiendo a esa asquerosa judía. ¿Qué pensaría mi Bruno de todo esto?

—Fue idea de Bruno y Gustav esconderla aquí. Él venía dos veces por semana para traerle comida y otras cosas. Aprovechó que apenas veníamos aquí para traerla. Fue lo más seguro que se le ocurrió. No dijimos nada, ni siquiera a Heinrich para evitar delatarla.

—Mentirosa, seguro que todo ha sido un plan tuyo para destruir esta familia. Desde que llegaste no has hecho otra cosa. Incluso mi querido nieto ha fallecido. Y todo por tu culpa.

—¿Tu querido nieto? Nunca has querido a nadie más que a ti misma y esa obsesión que tienes por Bruno es enfermiza. Muchas veces me decía que lo atosigabas, que no le dejabas volar libre. —Elmira ya estaba harta de aquella mujer.

—No te atrevas a cuestionar mi amor por mi hijo. No tienes ni la menor idea de lo que he sufrido con él desde que lo traje a este mundo. Pero, ¡ay de ti cuando vuelva! Va a ver que la santurrona de su mujer es en realidad una ramera que se folla al primer inglés que le dice cuatro cosas bonitas.

Esta vez, Elmira le devolvió el bofetón a Liese. No podía más con todo aquello. Sacudió a Liese y estalló.

—Bruno está muerto. No va a volver. Se lo llevaron a uno de esos campos de concentración en Polonia. Lo metieron en una habitación con muchos hombres y los rociaron con gas el mismo día que llegó. Tu hijo está muerto, ¿lo entiendes?

Aquello era lo que había recibido Elmira días antes y que no se atrevía a decir. Después del telegrama, recibió una carta codificada donde le contaban todos los detalles de la suerte de Bruno. Aquellos días de duelo silencioso fueron un tormento y solo encontró cierto alivio cuando llegó Alfred e hicieron el amor. El Brigadier había actuado como un amnésico mientras lidiaba con ese dolor.

Alfred, que no podía evitar oír los gritos, reventó la puerta de una patada. Allí estaban las dos, Elmira llorando desconsoladamente y Liese tirándose de los pelos, con una expresión que lo asustó. Cuando vio al soldado, se le acercó a él y le arrebató la pistola que llevaba atada en su cinto. Alfred intentó quitarle el arma, pero esta se alejó unos pasos y tanteó el arma con decisión. Tras cerciorarse de que estaba cargada, la metió a la boca y apretó el gatillo. 

La dama de los ojos plateadosWhere stories live. Discover now