Well, there's three versions of this story, mine and yours...

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—Limerick, finales de mayo de 1993


Siempre hacías igual. Aquella noche de viernes estaba en la cama, tumbado boca abajo, leyendo un pasaje de San Marcos, ignoro ahora cual. Había vuelto hacía rato a la casa de mis parientes, que tan hospitalarios habían sido con Conn como lo estaban siendo aquellos días conmigo. La cena con Florence había sido entretenida. Sobre todo porque cuando ella me hablaba de preparar mi examen de animagia, yo le decía que prefería aprenderme de memoria sus lunares. Ella se resistía con esa sonrisa que solía poner de que en realidad le gustaba oírme decir cosas como aquella. Pero siempre fue tremendamente responsable, ¿sabes? Por eso me mandó a casa a estudiar. Tú no eras tan cauto para eso.

Y estaba ahí, descubriendo otra de las novedades que me regalaba aquella vieja Biblia que Peggy O'Brien se había empeñado en regalarme mi primera semana allí, cuando te apareciste de pronto en mi habitación gritando mi nombre, haciéndome dar un brinco del susto.

—¡No hagas eso más, un día vas a hacer que se me pare el corazón! —te dije, quejándome.

Tú, como siempre, llevabas esa sonrisa pícara en la cara. Ladeaste la cabeza, mirándome con condescendencia, y alzaste las manos en una vaga disculpa. Leí tu sonrisa. Era viernes y venías de tomar con tus compañeros de la Academia.

—Creía que siempre conseguía que se te parase el corazón... —me dijiste sosteniendo una sonrisa inocente, que de inocente no tenía nada. Yo rodé los ojos y te echaste a reír—. Vamos, Greg, ¿por qué no te vienes a Londres? Hay una fiesta en casa de un amigo que te va a encantar.

El lunes tengo examen...

—¿El lunes? ¡Pero es viernes! Greàgoir O'Brien, no seas Ravenclaw.

¿Qué es eso? —me reí.

—Tienes dos días para hacer eso que haces ya demasiado bien, gatito —me dijiste. Me reí. Siempre hacías como que no te importaba nada mi calendario, pero sabías perfectamente qué examen era el que tenía que hacer—. ¡Vamos, Greg! Además he traído una cosa que quiero que pruebes.

Te miré arqueando una ceja, soltaste una carcajada y, prácticamente, saltaste sobre mi cama. Me miraste fijamente creando una expectación absurda, porque viniendo de ti yo ya sabía de qué se trataba. Más o menos.

—¿Qué lees?
—preguntaste alargando la mano a por el libro. Yo intenté cerrarlo y esconderlo detrás de mí, pero forcejear no era lo mío y tú fuiste más rápido. Te fijaste en la tapa. La encuadernación era vieja. Sonreíste pasando las páginas—. Esto tan útil para ti y, a la vez, tan contradictorio. No te haces a la idea de lo mucho que me pone que leas la Biblia.

Volví a rodar los ojos. Siempre hacías esos comentarios cuando llevabas mucha cerveza en el cuerpo. Pero me gustaban. Y tú lo sabías.

—¡Venga, idiota! —te dije, arrebatándote el libro para dejarlo en mi mesilla. Cuando volví a mirarte rebuscabas en tus bolsillos de la túnica—. ¿Qué has traído? Esa mierda muggle de la última vez... ¡Jesús! Aún me duele la cabeza al recordarlo.

Te reíste muy alto. Tuve que pedirte que bajaras la voz mientras hechizaba la puerta para cerrarla y la habitación para insonorizarla. Me regañaste por blasfemar. Me recordaste el segundo mandamiento. Rodé los ojos y te di un capón. Se llamaba éxtasis y nos hizo pasarlo muy bien, pero me dejó una resaca que pensaba irrecuperable al día siguiente. Negaste con la cabeza y sacaste un cigarro liado. Me dijiste: «se te va la olla, literal». No te creí, por desgracia. Lo encendiste, inspiraste y echaste el humo sonriendo antes de dármelo. Lo agarré, confiando en ti, le di una calada y se me abrieron los ojos solos.

¡Sabe a lasagna! —exclamé impresionado. Tú asentías riéndote—. ¿Por qué sabe a lasagna? Joder y además —di otra calada y solté el humo con una carcajada— es la mejor lasagna que probado en años.

—¡Sabe a lo que más te gusta en el mundo! —me explicaste—. Y si te concentras, sabe a helado de Floreans —añadiste asintiendo. Sabías que me encanta el puto helado de ese tío—. A mí me sabe a ti.

Era la cuarta vez que me hacías rodar los ojos, pero te daba igual, siempre sonreías. Negué con la cabeza divertido y empecé a sentirme flotando. Te miré y asentías varias veces, otra vez. ¡Buah! Se te iba la olla, pero de verdad, con esa mierda. Me agarraste las dos manos y me levantaste de la cama. Escuchaba mi canción favorita, no paraba de reír mientras bailábamos dando vueltas por toda mi habitación, dando traspiés con la ropa que tenía tirada por el suelo, contagiándome de cada una de tus carcajadas. Me dolía la tripa de reír. Apenas podía seguir inspirando cada vez que me pasabas el cigarro, porque era incapaz de contener el aire de la risa. Seguían sonando en mi cabeza los acordes de Waterloo de ABBA y tenía un regusto a helado de chocolate con flor de la pasión en los labios. Todo me parecía fantástico a mi alrededor, me sentía en las nubes. Reímos de un tropiezo y de nuestra imagen en el espejo. Reímos de tu pose de Napoleón cuando usaste aquel cesto de mimbre a modo de bicornio. La habitación olía a Little Italy y tú asegurabas que olía a Glastombury. Nos reímos de lo absurdo que era mi pijama de ovejas. Hiciste marionetas con mis calcetines. Saltamos en la cama intentando tocar el techo. Me quedé sin aire al darme en la cabeza contra el suelo, aunque al caer había intentado salvarme agarrando la mesilla que volqué con el golpe. Tus carcajadas se me clavaron en las costillas. No podía dejar de suspirar entre risotadas pidiendo una tregua. Y, poco a poco, todo fue desvaneciéndose. Tomé aire más relajado y me quedé mirando al techo. Te sentaste a mi lado.

Pero dura poco —dijiste.

Te miré, recuperando el aliento y asentí. Y volví a sonreír, sin quitarte los ojos de encima.

—Pero seguro que tienes más, ¿a que sí? —pregunté animado. Muy animado. Era una de las mejores sensaciones que había vivido. Y te reíste, asintiendo de nuevo. Pero no hiciste nada. Sólo seguiste mirándome a los ojos. Mucho tiempo. Tanto tiempo que me dio la oportunidad de escuchar los grillos en la campiña, afuera, tras la ventana.

Inspiré y aparté la vista. El techo no era mejor que tu mirada.

—Florence es muy lista, ¿sabes?

No dijiste nada. Cuando te miré te mirabas los pies. Pero me cazaste y me devolviste el azul de tus ojos. Ladeaste la cabeza, condescendiente. No hacía falta que te explicara nada.

Te gusta esa chica, ¿eh?

Me gusta mucho. —Asentí sincero. No cambiaste de expresión durante un par de segundos, hasta que, al final, arqueaste una ceja con tu sonrisa endiablada y calculada.

—¿Más que yo?

No rodé los ojos esta vez.

Me gusta mucho mucho —te confesé.

No era mentira, ella me encantaba, estábamos bien juntos. Pero tampoco era mentira lo mucho que me gustabas tú. Y yo intuía que Florence lo intuía. Y sabía que tú lo sabías.

Te deslizaste hasta tumbarte a mi lado. También mirabas el techo. Tu mano siempre tuvo un tacto delicado. Cuando me rozaste la mía con tus dedos ya supe lo que iba a pasar. Cerré los ojos, suspiré profundo. Cuando sentí tus labios, me rendí.

¡Ay! —dije al notar que me clavaba algo en la espalda. Metí la mano y saqué la Biblia. Nos miramos. Arqueaste la ceja. Me encogí de hombros y la metí bajo la cama de un manotazo. Te reíste.

Suspiré otra vez con tus ojos azules mirándome. No iba a haber pasaje de San Marcos que me redimiera de lo que hicimos esa noche.

NEVER FORGETWhere stories live. Discover now