My tears could fill the Albert Hall

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—O'Briensbridge-Montpelier, marzo de 1994

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—O'Briensbridge-Montpelier, marzo de 1994

Me miraste a los ojos y sonreíste y yo odiaba esa sonrisa por lo mucho que me gustaba. Habías vuelto a convencerme de hacer algo tan estúpido como ir un jueves hasta Cork porque querías ver a una banda de música folk que te gustaba. Me habías repetido hasta la saciedad lo bien que lo íbamos a pasar. ¿Qué iba a hacer sino creerte, eh? Siempre me prometías divertirnos y siempre lo conseguías. Falté a clases el viernes sólo porque nos emborrachamos tanto en el concierto que fuimos incapaces de volver a casa. Aunque nos daba igual, a ti te daba igual y conseguías que todo me diera lo mismo, éramos demasiado jóvenes como para preocuparnos por eso y encontramos un motel decrépito en el que pasar las pocas horas que quedaban hasta que volviese a amanecer. A veces te odiaba, porque te ponías delante de mí con tus ojos azules y media sonrisa y me decías cosas como: «eres maricón, pero no te deja tu Dios decirlo al Mundo». Estaba harto de tomarte de las mejillas y, mirándote a los ojos con una sonrisa calculada, decirte: «ya te gustaría a ti que eso que dices fuese cierto, pero lamento decirte que dos tetas tiran más que dos carretas. En este Mundo y en cualquiera en el que pise». Y te reías y yo bufaba. No te odiaba exactamente por tus palabras nocivas, sino porque me metías la lengua en la boca un segundo después y yo era incapaz de apartarme. Y aquella vez, que bebimos como si hubiésemos malgastado un bote entero de veritaserum, comenzamos a reprocharnos ese tipo de cosas, a decirnos que no nos soportábamos las manías, yo te dije que no me gustabas más de veinte veces, tú analizaste por qué estaba con Florence y yo te exigía que dejaras de hablar de ella. Sin venir a cuento comenzamos a decirnos que nos queríamos, a tirarnos la ropa a la cara y a la vez darnos el lote en una cama que, probablemente, hubiese estado alguna vez llena de chinches.

—Sólo un día conmigo, Greg... —me suplicaste después de hacerlo, abrazado a mí, cuando no podía mantener mis párpados abiertos debido al sueño.

El viernes con la resaca quizá me desperté más meloso que de costumbre y reconozco que me encantó verte a mi lado en la cama y despertarte saltándote encima. Te dije que sí, que pasaría el día contigo y hasta te santiguaste y diste gracias al techo de la habitación, como si de verdad hubieses estado rezando para que ocurriera. Siempre fuiste un imbécil con eso de reírte de mis creencias, y por supuesto te lo hice saber con un puñetazo en el hombro. No íbamos a ir a clase, ¿y qué había de malo en pasar el día con mi mejor amigo? Después de desayunar todavía fumamos más de esa mierda que habías traído. Darle una calada era como si me despegase los pies del suelo, como si pudiese dejar el peso de las preocupaciones en la superficie y me alejase de mis propias restricciones. Y, joder, me daban unas ganas inmensas de besarte. Reconozco que me tenías obnubilado con tu forma de hablar sobre la filosofía que te enseñaban en Waffling, hasta el punto de que no te dije nada cuando me agarraste la mano frente al río Lee mientras lanzabas tus teorías conspiranoicas y yo buscaba el coche que no sabíamos dónde habíamos dejado aparcado el día anterior antes del concierto. Dos tíos de la mano, ¿qué mal había con eso? Siempre hacías esa pregunta en alto, como si me leyeras la mente, y eras tan vehemente al contestar que yo te creía. Nada de malo, Dios quiere que nos queramos. Comenzaste a cantar una canción de aliento a los Kestrels y yo simplemente escuchaba sin decir nada, pero tenía una sonrisa estúpida en la cara. Estábamos hambrientos y encontramos ese sitio en el que comimos los peores sándwiches de la historia, pero me hicieron la misma ilusión que una botella de agua después de una maratón. Tu mejor idea fue visitar una calle pequeñita y llena de tiendas de las nuestras, de las que no visitaban los no-majs, donde encontraste unos nuevos guantes de guardián. «Si ya no juegas quidditch», te dije. Me sonreíste y te encogiste de hombros volviéndolos a mirar con la cara del pequeño Tim mirando el pavo en Cuento de Navidad. Yo los llevé a la caja y los pagué, me regañaste, pero me dio igual, salí corriendo de la tienda con los guantes en la bolsa y me perseguiste hasta hacerme la zancadilla y tirarme al suelo. Forcejeamos entre insultos y risas, porque así éramos. La mayor parte del tiempo disfrutábamos de hacer el hooligan y otras de comernos la boca. ¿Tenía sentido? Nada contigo solía tener sentido. Ni el primer día que me dejé besar por ti ni ninguno más.

Nos subimos en el coche y metí la primera marcha. Lo más difícil de conducir en Irlanda es esa manía que tenéis de ir por el carril contrario, pero una vez apagaba el lado izquierdo del cerebro, era más fácil. Nunca me tuve por una persona muy creativa en Ilvermorny, pero resulta que lo soy, y me di cuenta gracias a ti y todas las mentiras que por tu culpa tenía que inventar. Pusiste la radio del coche y encontraste una emisora en la que sonaban unos grupos que tú decías que eran geniales, aunque para mí tenían nombres estúpidos, como la mayoría de cosas británicas.

—Te pasas el día renegando de todo esto, puto yankee.

—Espérate a escucharte cuando vengas a Nueva York y todo te moleste. ¡Ah, que edificios tan altos! ¡Ah, cuánto ruido! ¡Ah, tenéis un tren bajo el suelo...!

—Vivo en Londres, gilipollas. Hay metro en Londres y, pocos, pero hay rascacielos. Y mucho ruido.

Lo sabía, por eso sonreí sin dejar de mirar a la carretera, aunque como sabía que me mirabas fijamente giré la cara para sonreírte a ti. Negaste con la cabeza y suspiraste después mirando el paisaje.

—Entonces, ¿quieres que vaya a Estados Unidos?

—¡Claro! ¿Es que no quieres conocer La ciudad que nunca duerme?

Sí... —Volviste a suspirar. Dejaste unos segundos un silencio que yo sabía que terminarías abruptamente con alguno de esos pensamientos que no te dejaban dormir—. Florence se pondrá celosa.

—¡Deja de mencionarla! —me quejé negando con la cabeza—. Una de las condiciones para ir contigo a Cork era que no ibas a decir su nombre.

—Pues... —Te miré y sonreíste antes de encogerte de hombros—. Déjala tú.

Se me escapó una risita que convertí en bufido y volví los ojos a la carretera. ¿Qué estaba haciendo? Estaba engañándoos a ambos, estaba engañándome a mí. Siempre dudando, siempre cayendo en la trampa. En mis trampas. Porque a ella la quería muchísimo, pero es que tú aparecías y no podía negarme a tus proposiciones indecentes. ¿Y si, de una vez por todas me tiraba a la piscina? ¿Y si elegía a uno de los dos? Suspiré. Engañar a Florence era doloroso y aceptarte a ti, aceptar que yo era..., en fin, también. Pero en ese momento con John Lennon cantando sobre el amor en la radio, contigo sentado en el asiento del copiloto de aquel viejo Bentley descapotable mientras el aire despeinaba tus rizos rubios, con el atardecer comenzando al este, los árboles frondosos a ambos lados de esa carreterucha, todo era muy bucólico. Todo eran señales.

—Debería hacerlo.

¿El qué? —preguntaste.

—Dejar a Florence... —Me encogí de hombros—. No puedo seguir mintiéndole y escapándome a Cork entre semana dejándote meterte en mi cama y luego pretender que nada ha pasado y sentirme mal durante días, mientras Ethel me invita a tomar el té y sus hermanos me hablan sobre quidditch imitando mi acento.

Vi el brillo de tu mirada. No decías nada, pocas veces eras tan prudente. Suspiré y asentí.

—La dejaré.

No decías nada. No sabía si quería escuchar algo, en realidad. Me agarraste la mano cuando la puse sobre la palanca de cambios y te miré. Y sonreímos.

—Creo que me hago pis encima... —pronunciaste entre dientes.

Te miré y solté una carcajada negando con la cabeza. ¿Eso era lo mejor que tenías para decirme? Nos estuvimos riendo como un minuto sin parar hasta que, mientras tomábamos aire para respirar, me apretaste la mano sobre la palanca otra vez, justo cuando veíamos el cartel de bienvenida a O'Briensbridge, el pueblo de donde era originaria mi familia.

—No, en serio, que creo que me meo, ¿puedes parar?

—¡Ya estamos casi en casa, Kev!

No podías ser más idiota, de verdad. Me obligaste a parar y te bajaste para esconderte tras dos matorrales. En menos de cinco minutos estaríamos en la casa de los primos de mi padre, pero no podías ser un chico normal y usar un baño, ¿para qué? Justo te montabas de nuevo en el coche, arranqué, cuando apenas unos metros de comenzar la marcha algo me hizo parar de nuevo. Te extrañaste cuando frenaba el coche al lado de una pareja que parecía de lo más perdida. Te reíste de mi amabilidad, pero te callaste al instante de escucharme decir:

—¿Papá?

¡AH, FLURRY! —exclamó mi madre justo asomándose detrás de mi padre—. ¡Mi amor, qué alegría y qué bien que nos hayas encontrado! El cabezota de tu padre estaba seguro de ir por buen camino, pero llevamos diez minutos dando vueltas a la misma plaza.

—¡De eso nada, Bonnie, recuerdo perfectamente el camino, pero han cambiado algunas cosas desde que vine aquí hace treinta años!

¡Estaban allí! Prácticamente salté del coche para dejarme abrazar y besar por mi madre. La agarré por la cintura y la levanté del suelo emocionado por verla allí. Nunca pensé que me alegraría tanto de ver a mis padres. En la vida. Mi padre puso ambas manos sobre mis carrillos y me clavó sus ojos azules. El gesto que puso a continuación era uno de esos que ponía cuando veía cosas, cuando veía el futuro. Cuando sus ojos volvieron a su sitio, no dijo nada, sólo me sonrió y yo me quedé más tranquilo.

* * *Mamá estaba tan encantada de verme y de conocer a uno de mis amigos que prácticamente fue ella la que te sentó a la mesa de los O'Brien para que cenaras con nosotros. Sabía que actuarías como el joven con desparpajo que solías ser, formal como buen chico criado en un colegio británico, e irónico y divertido como buen irlandés. Toda la cena te los ibas ganando, hasta papá encontró interesante que estudiaras filosofía y que trabajaras en esa tienda de antigüedades en Knocturn. Los primos de mi padre agregaban cosas sobre lo atento que habías sido desde el primer día conmigo y mamá te agradecía todo el tiempo haber cuidado de mí, sobre todo al principio. Le había resultado todo un detalle de tu parte que me hubieses enseñado un montón de lugares y, por supuesto, que aún le contaras los muchos sitios a los que querías llevarme. Papá se interesó por tu familia y mamá sintió una punzada de emoción al escuchar que tu madre murió cuando eras niño y que te criaste con un padre medio ausente que trabajaba en la administración del Ministerio británico. A veces, cuando los adultos hablaban, nosotros cruzábamos miradas y risitas. Sabía que era un trago para ti, pero en el fondo me resultaba muy divertido lo adorable que te veías tratando de ser el chico perfecto que yo sabía que no eras. Todo fluía, hasta que mamá dijo:

Ah, Flurry, estoy deseando conocer a la jovencita que te tiene robado el corazón, Florence. Podríamos ir mañana a conocer a los Wescott, ¿verdad Ronan?

—¡Es una chica ideal! —dijo la tía Peggy haciendo a mi madre sonreír—. Es educadísima y muy bonita.

Yo miré a mi plato y tragué grueso. No iba a mirarte.

¿Tú la conoces, Keven?

Oh, mierda. Te miré de reojo.

—Sí —dijiste—. Es ideal.

Se me escapó una sonrisilla por tu mentira piadosa, pero sabía que me costaría cara. Alcé la vista y vi a mi padre mirándome como si pudiera atravesarme.

—Sí, supongo que puedo avisarle ahora después de cenar para ver si sus padres no tienen otros compromisos. Joseph a veces viaja por trabajo.

Bien —dijo mamá—. ¿Está ella tan enamorada de ti como tú de ella? Se pasó las vacaciones del año pasado hablando sin parar de Florence —le aclaró a todos en la mesa haciéndome rodar los ojos—. ¿Tú que crees, Kev?

—¿Yo? —preguntaste. Te encogiste de hombros y me miraste—. ¿Si ella está enamorada de Greg? —Miraste a mi madre y sonreíste—. Por supuesto, ¿cómo no? Si Greg es un partidazo. Es un chico despierto de mirada inteligente, bastante divertido, con esa sonrisa irresistible y, no lo olvidemos, una cartera bien cargada en el bolsillo de los pantalones. ¿Qué chica, mínimamente respetable, podría resistirse a tanto encanto?

Negué despacio y me miraste riéndote. Lo estabas pasando mal y te propusiste hacérmelo pasar a mí también. Hooligans, eso éramos.

—Bien —soltó mi padre—. No cabe duda que Florence nos va a gustar, Bonnie— dijo. Luego le sonrió a Kev antes de cambiar de tema y preguntar por los Kestrels, lo que fue un alivio para nosotros dos, especialmente para ti.

* * *Mis padres se quedaron en la habitación contigua al baño, la que antes usaba siempre mi primo Dugan, mi primo o primo segundo de mi padre, no sé bien mi parentesco con los hijos de Peggy y Paddy. Solía escuchar sus voces cuando yo usaba el baño, pero pensaba que era porque se trataba de un chico muy ruidoso, sin embargo mientras me lavaba los dientes pude oír lo que pasaba tras la pared en la habitación que ahora ocupaban mis padres.

Parece que está contento, ¿verdad?

—Ya te lo dije, Bonnie, Irlanda es así —dijo papá—. ¿No te acuerdas lo mucho que te gustó la primera vez que te traje?

¡Ah, sí! Aunque reconozco que también me agradaron los días que pasamos en Londres—. Le dijo ella. Yo sonreí antes de escupir en el lavabo. Después abrí la ducha, pensando que ya no escucharía más, pero seguía oyendo sus voces casi como si estuviesen conmigo en el baño—. De verdad tengo ganas de conocer a los Wescott, me han parecido agradables en el poco tiempo que los hemos visto en la red flu. Puede que no sea la chica católica irlandesa que tu esperabas que el chico conociera, pero si de verdad tienen influencias y buen renombre, ¿qué más da que se haya enamorado de una chica de Manchester? Lo que más me importa es que Flurry sea feliz.

Suspiré acordándome de lo que te había dicho en el coche, de la decisión que había tomado que se desvanecía inversamente proporcional a las dudas que se amontonaban en mi pecho.

—Por supuesto, Bonnie, eso es lo único que importa, cariño.

Qué agradable era ese chico, ¿verdad? Me alegra que Flurry haya hecho amistades de esas que perdurarán en el tiempo. Parecía que lo aprecia mucho, ¿no? Muy atento y encantador.

Papá tardó un poco en contestar, imaginé que hizo uno de sus gestos que hacían a mamá rodar los ojos.

—Tú sí que eres encantadora, Bon —le dijo—. De verdad, que no te hayas dado cuenta me resulta enternecedor.

¿Darme cuenta de qué?

—Greg es despierto, divertido, tiene una sonrisa irresistible... ¿Qué chica podría aguantar tanto encanto? ¡Vamos, Bonnie! El chico está interesado en Flurry y sus pantalones, sí, pero no por la cartera de sus bolsillos.

¿Qué dices, Ronan? —mi madre parecía guardar silencio procesando lo que acababa de oír y me miré al espejo y pude ver en mi reflejo la cara que seguro mi madre estaba poniendo. Mierda. Mi padre ve cosas, no sólo el futuro, es jodidamente listo. Eso me hizo sudar y a la vez sentir un frío recorriéndome la espina dorsal—. ¿Y crees que Flurry lo sabe, que el chico lo pretende?

—¡Bonnie!

¿Qué insinúas, Ron? ¿Crees que Flurry lo sabe? ¿Crees, acaso, que nuestro hijo...

Sentí un mareo. Sí, sentí que me faltaba el aire. Mi madre no debió sentirse tan incómoda como yo a pesar del tartamudeo que acompañaba sus frases. Me mojé las manos bajo el agua de la ducha y las llevé a mi nuca para refrescarme.

—Sólo digo que Flurry sabe que ese chico lo pretende, no digo nada más.

¿Y si...? —mamá se calló un momento—. Bueno, en fin, si Flurry... en fin, si quiere...

¡Joder! Era incapaz de decirlo, un síntoma claro de que no podía aceptarlo. Suspiré notando cómo el aire se entrecortaba al entrar en mis pulmones, incapaz de hacerlo de forma normal. Y una lágrima corrió por mi mejilla. Haberme preguntado cómo sería una vida así, haber dudado de lo que soy, de cómo amo a las personas, haber sufrido la confusión sobre lo que experimentaba en el sexo no eran nada en comparación a hacer dudar a mi propia madre. ¿Qué era yo? ¿Qué tenía claro? Nada.

—¡No digas tonterías, Bonnie! Flurry no quiere a ese chico. Puede que esté experimentando una ilusión y confundido, probándose, pero no, él sabe que no hay futuro ahí.

El que ve el futuro eres tú, Ron, no Gréagóir —terció mi madre algo apagada.

—Tu hijo es inteligente y sabe lo que le conviene. Sabe cuál es su sitio y qué se espera de él. Gréagóir quiere eso que le hemos inculcado toda su vida. Es un chico ambicioso con hambre de negocios, con ganas de una vida como la que ha visto que tenemos —fruncí el ceño, nunca he sido un rebelde para los míos, pero tampoco un acomodado. ¿O sí? ¿Tendría razón mi padre, estaba en el camino de hacer una familia correcta y católica apoyada en ambiciones económicas? ¿Me habían educado así y no podía salirme del redil?—. ¿A qué crees que puede aspirar con el hijo de un funcionario del ministerio que tiene un empleo como dependiente para pagarse los estudios de filosofía? ¿Qué clase de vida le iba a esperar con él? Flurry va a hacer cosas grandes, Bon, es su destino. No se conformará a la larga con un hippy, por muy divertido que ahora le parezca colocarse de mandrágora y beberse una botella de Briennell's por noche.

No sé cómo puedes estar tan tranquilo diciendo esas barbaridades.

—Sólo digo que Flurry conduce un Bentley, Bonnie, no va a ser feliz con cualquier hijo de granjero. Además él quiere a la chica, los he visto en el futuro. Te quedarás tranquila cuando lo veas con tus propios ojos.

Mi padre me estaba haciendo daño sin darse cuenta con esa honestidad. ¿Me habría equivocado cuando te dije que iba a dejar a Florence? ¿Me había dejado llevar por tu venenoso aroma y tus ojos azules y tus cantos de sirena? Otra vez. Siempre hacías eso. Me costaba días despertar de las noches que me llevabas por ahí y me hacías probar cosas que nunca había experimentado antes. Eso eras, una novedad continua, ese era tu secreto para conquistar mi noble espíritu aventurero.

Estaba confuso y decepcionado. No sabía exactamente con quien ni por qué, pero el reflejo no me daba respuestas sobre quién era. Ya había pasado por ahí otras veces, cada vez que te dejaba llevar las riendas. Ya había tenido que decidir, pero esa vez fue más lamentable que ninguna otra, porque mis padres estaban ahí y lo sabían y no lo aceptarían, jamás. Porque aunque te quisiera, aunque aceptaran que eras un chico, no aceptarían la vida mediocre que tendría a tu lado. Y, ciertamente, quizá yo tampoco. Papá tenía razón, a la larga no iba a funcionar. Pero más miserable era elegir a Florence sólo porque Joseph Wescott levantaba torres tan altas como la luna. Me metí bajo la ducha como si el agua pudiese llevarse por el desagüe mis emociones. Me sentía culpable, porque te había visto irte desanimado, porque mis promesas se las llevó una llama verde en una chimenea mientras los Wescott contestaban al otro lado. Me sentía culpable porque la sonrisa sincera de Florence al ver a mis padres se me había clavado en el corazón. Soy una terrible persona, lo era entonces y creo que no he podido cambiarlo todavía. Me sentía perdido y desconocido. El agua no se llevaba mi desesperación, pero se mezclaba con el salado sabor de mis lágrimas silenciosas. Me sentía como si nunca acertara en lo que elegía. Sin saber el camino que mi padre esperaba que anduviese ni tampoco el que yo quería caminar. Sabía que tu rencor iba a salirme caro. Estaba seguro de que Florence no se merecía que yo estuviese allí dudando por ti.

Di muchas vueltas en la cama, viendo tu cara de decepción en mi imaginación; porque quizá no veo el futuro claro como mi padre, pero tenía esa amarga intuición apareciendo en mi mente cada vez que cerraba los ojos. Y la sonrisa y la ilusión de Florence clavándoseme en las costillas. Y no supe qué hacer ni a quién de los dos debía pedir perdón. Entonces siempre que me encontraba solo aparecía Dios, que todo lo sabe y todo lo entiende, y recé para encontrar la paz que no me merecía. Y recé pidiendo perdón y supe que tenía que perdonarme yo primero y quizá, después, podría tener el valor de deciros a los dos lo que pasaba en mi cabeza.

* * *Wescott Mannor nunca había sido tan extraña para mí, ni siquiera la primera vez que había ido. Los jardines encantaron a mi madre. Ethel nos recibió en el porche con las manos extendidas y una postura como muy británica. Entonces apareció Florence resplandeciente, con un vestido blanco un poco preppy, que la hacía lucir tan adorable como una muñeca. Nos sonreímos al cruzar nuestras miradas y noté cómo mi corazón pegaba un salto en el pecho. ¿Cómo había podido dudar de lo mucho que me gustaba? Aguantó la sonrisa, apretando los labios, nerviosa porque nuestros padres charlaban. Me acerqué hasta ella y me quedé a una distancia prudente para que no nos llamaran la atención. ¡Qué mierda, quería abrazarla y besarla y pedirle perdón a besos, aunque ella no fuera consciente de que lo estaba haciendo!

—No fuiste ayer a clase... —susurró. Yo asentí y apreté los dientes como disculpa—. Tomé notas para los dos.

—¡Eres mi pequeña ratona de biblioteca! —le dije riendo—. No habría sacado la mitad del curso de no ser por ti...

Creo que me dijo que dejara de decir chorradas y solté una carcajada. Pero si iba a clase, la mayoría de los días, era porque sabía que ella iba a estar. Le dije que me parecía que estaba preciosa y, muy sutil y comedida, me dijo que yo también estaba muy guapo. Agarré su mano, en un acto natural y educado, lo justo para no molestar a Joseph, pero agradar a Ethel al mismo tiempo. Apreté nuestros dedos para que perdiera el miedo a mis padres y ella me apretó de regreso hasta que nos miramos y soltamos una risita. La miré a los ojos, sus ojos azules, la amaba. Siempre lo iba a hacer. Lo supe entonces. Ya lo sabía de antes, pero de esa vez ya no iba a permitirme olvidarme. Sus padres comenzaron a enseñar los terrenos de la casa a los míos y nosotros fuimos rezagados varios metros por detrás, aún de la mano.

—Imagina que les gustas tanto que nos obligan a casarnos... —le dije aguantando una sonrisa—. No sé cómo iba a soportar que seas tan perfecta toda la vida.

Me dio un golpe en el hombro y me reí.

—Quiero merecerte, Florence. Merecerte de verdad.

Me paró en seco y me miró a los ojos. Sonreía y era tranquilizador verme reflejado en sus pupilas. El brillo de sus ojos decía cosas que me calmaban el alma. Sólo quería ser bueno para ella, no un hooligan ni un adicto de pasión y sexo salvaje, qué va. Quería ser perfecto, ser mi mejor versión. Sin ninguna duda Florence sacaba todo lo bueno de mí, el Greg que yo quería ser para el mundo. El que tenía un destino que le depararía cosas grandes. Y ella, sus ojos, me hablaban de lo mucho que confiaba en mí. Florence era mi mitad, la mitad que me hacía mejor. La mitad que yo me merecía y por la que debía perseverar. La mitad que me santificaba, que me redimía, que era constante y que me hacía el chico bueno que siempre fui.

Tú, sólo despertabas al Flurry malo.

Me ibas a odiar, pero... tenía que alejarte de mí.

Y no, no me lo pusiste nada fácil.


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⏰ Last updated: Jul 12, 2022 ⏰

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