Epílogo

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A veces, la vida cambia en un segundo. Algo se acciona y contienes el aire, sabiendo que, a partir de ese momento, nada va a ser igual. Que el capítulo del libro ha acabado y que no sabes si estás preparado para sacar la pluma y empezar uno nuevo. Miedo, pánico, inseguridad por el qué pasará. Y de repente... Nada. Dos brazos te recogen, te acunan y te aprietan, no te dejan ir. No te dejan pensar. Te protegen, te sanan y te envuelven. Y no puedes hacer más que desear que ese sentimiento sea eterno, porque ya no puedes imaginar una vida sin él.

Agoney y Raoul se casaron el 3 de marzo de 2022.

No fue una gran ceremonia, pero sí el mejor día de sus vidas, porque lo tuvieron todo: familia, amigos y a su alma gemela. Raoul se vistió de rosa, como siempre había querido. Agoney, de blanco. Algo sencillo para la complejidad de aquella historia. No necesitaban nada más, porque ellos mismos ya lo eran todo.

En aquellos años, habían aprendido a sobrellevar aquella locura que suponía sus vidas. Habían aprendido a respetarse, a hablar de todo lo que pudiera tratar de arrebatar la tranquilidad que habían creados entre muchas mañanas de chocolate con churros y Rastro, tardes de sofá, peli y manta, y noches de fiesta compartida con sus amigos que culminaban en sesiones de sexo infinitas antes de que cayeran sobre los brazos contrarios, que ya se habían convertido en el refugio más seguro que habían conocido. 

En aquellos años, habían logrado entender su relación como si de un cielo lleno de estrellas se tratase. En ocasiones, había días nublados, en los que aquella luz que eran capaces de desprender podía ser camuflada por los nubarrones que la vida podía ponerles en el camino, pero siempre encontraban un hueco por el que filtrarse. Un hueco por el que desprender un ápice de luz a partir del cual lograban recomponerse, porque, si algo tenían claro, es que jamás se dejarían apagar mientras se tuvieran el uno al otro.

En aquellos años, habían logrado entender que la historia que estaban escribiendo con pluma delicada difería mucho de los cuentos que habían escuchado a lo largo de sus vidas. La magia no aparecía de repente. La magia no se despertaba a consecuencia de un beso de amor, ni de bodas majestuosas, de esas que impactan al mundo entero. La magia iba más allá. La magia era creada por los pequeños detalles del día a día, aquella que venía dada de la mano por los pajarillos que canturreaban en el árbol frente a su ventana cuando el sol se filtraba travieso para anunciar que un nuevo día había comenzado. La magia era aquellos diez minutos de remolonear en la cama con besos perezosos y las risas sin sentido que les hacía ver que, aunque un huracán pudiera alterar su día, siempre tendrían aquel lugar seguro al que ir a calmar sus monstruos, a sanar sus heridas o, simplemente, a dejarse cuidar. La magia era aquella corriente eléctrica que surgía cuando unían su cuerpo en cada uno de los abrazos que les recordaba la suerte que habían tenido de encontrarse en un mundo de ilusos que no creían en las almas gemelas sin saber que, ahí fuera, había alguien que podía ayudarlos a sentirse más vivos que nunca.

Fue por ello que su boda fue justo como tenía que ser. Ricky lloraba en el hombro de Kibo, quien sonreía de ternura al ver que su futuro marido se emocionaba tanto al ver cómo aquellas almas a las que, de alguna forma, había ayudado a juntarse hoy desprendían un morado y amarillo más neón que nunca, afirmando casi seguro de su comentario que podrían destronar a la más grande de las ciudades modernas si así lo quisieran ellos. Nerea, por otra parte, se mordía el labio de la mano de Aitana, su chica, quien había sabido leer a los chicos desde el principio como si de la historia de amor más bonita del mundo se tratara y dándose cuenta de que aquel libro que aquel día cerraban de alguna forma, no podía tener un final más perfecto. Por su parte, Alfred había decidido comenzar la ceremonia anotando todos y cada uno de los gestos que su mente podía captar, pero había acabado por guardarse la libreta en uno de sus bolsillos, consciente de que aquellos dos habían creado un idioma que sólo ellos podían entender, y terminando por unirse a sus amigas en un abrazo colectivo que supo bastante a reencuentro y a "no quiero que os vayáis de mi lado" rogado sin palabras que derritió el corazón de Miriam.

Aunque tú no lo sepasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora