3. De domingos de resaca por Madrid

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Contra todo pronóstico, Raoul no estaba a su lado cuando Agoney se despertó.

Cuando se dio cuenta, no supo muy bien si debía sentirse decepcionado o aliviado. Decepcionado porque muy probablemente para Raoul solo había sido un polvo de una noche, pero aliviado porque no habría sabido cómo reaccionar cuando el contrario se despertase. ¿Qué le podría haber dicho? ¿"Buenos días, guapo. ¿Sabes qué? Nos conocemos de una noche pero creo que somos almas gemelas porque anoche leí un mensaje tuyo sin querer"? Si cerraba los ojos podía imaginarse la cara de confusión del rubio y su posterior carcajada, como una melodía ajeno a todo lo serio. Probablemente habría merecido la pena decírselo solo por eso.

Se permitió quedarse tumbado en la cama durante media hora más, desafiando al despertador, mirando al techo. Al fin y al cabo era domingo, tenía un dolor de cabeza enorme y nada que hacer en todo el día.

A Agoney le gustaba su habitación. A simple vista era muy básica pero, si le dedicabas algo de tiempo a contemplarla, podías reconocer cada detalle relacionado con alguna característica de la forma de ser del tinerfeño. Paredes completamente blancas, blanco de paz, de tranquilidad, de serenidad. Sobre el cabecero negro —que marcaba un contraste, al igual que en su propio ser, entre la paz y el misterio—, únicamente dos cuadros. Uno con las coordenadas y la silueta del skyline de Auckland, señal de que no quería olvidar aquella ciudad nunca, de que algo de él se había quedado allí y que, tarde o temprano, volvería. A su lado, una imagen que él mismo tomó del mar. El mar, la más pura e inmensa libertad. En la esquina de la estancia, un pequeño teclado, su más bonita inspiración.

Su habitación era puro orden, tal y como él. Pero ahora las sábanas de las noches anterior, que lucían deshechas, habían transformado el orden en caos. Raoul había traído el desorden a su vida inconscientemente. Y eso, más que disgustarle, le agradaba.

Se atrevió a levantarse media hora más tarde, cuando el reloj marcaba ya las diez y media de la mañana pero, más que intentar hacer algo útil, lo único que hizo fue prepararse un café antes de agarrar su portátil y volver al calor que le proporcionaba su edredón. Encendió el ordenador con nerviosismo y tecleó lo que tantas veces había hecho hacía años, cuando aún creía que aquello era más que la leyenda que su abuela le había contado. Almas gemelas. Suspiró ante la inmensidad de resultados que aparecieron ante sus ojos y deslizó, abriendo a su paso una cantidad considerable de webs. Dedicó tiempo a leer cada una de ellas, curioso como el primer día, como si no hubiera leído lo mismo miles de veces.

Tuvo que soltar una risa irónica y cerrar su ordenador con fuerza una hora después al darse cuenta de que, como siempre, no había encontrado nada realista. Agoney odiaba a la gente que hablaba sin saber; pero odiaba aún más a aquellas personas que, aun sin saber nada, idealizaban el tema del que hablaban. Eso es lo que ocurría cada vez que intentaba empaparse del tema del que su abuela le había hablado tanto, que no encontraba nada que fuera del todo real. Porque las almas gemelas apenas existían en pleno siglo XXI, por la hiperconexión que no permitía que existieran historias de amor reales. Su abuela le había contado que, solo algunos afortunados —o desgraciados según el punto de vista de cada cual— tenían la suerte de tener una. Las almas gemelas no son más que almas que, por una cosa o por otra, no han podido unificarse en vidas anteriores e intentan hacerlo en vidas nuevas. Sin embargo, por desgracia, muchos no tenían la suerte de saberlo tan bien como Agoney, que había tenido la suerte de conocer historias de almas gemelas dentro de su propia familia. No podía dejar de recordar los cientos de horas que había hablado de ello con su abuela que, con una sonrisa tierna, siempre le contaba la misma historia. Una historia de amor con un final aparentemente trágico, mágico para los que sabían del tema. Ojalá tengas la suerte de encontrar a tu alma gemela de nuevo, mi niño. Te lo mereces. Mereces ser feliz. Le había dicho la mujer cada tarde, abrazada a él en el viejo sofá con vistas al mar. Pero si la encuentras... cuídala, Agoney. Eres la persona ideal para llevar a tu alma a casa. Sólo espero que ese chico también lo sea.

Aunque tú no lo sepasWhere stories live. Discover now