Capítulo 7

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Capítulo 7

Cuando entró en la cocina, apenas podía dar crédito a sus ojos y, por un instante, pensó que se había
equivocado de casa. Todo estaba recogido, el suelo relucía recién fregado y de un par de cacerolas, que borboteaban con alegría encima del fuego, salía un olor delicioso. Leopold se había remangado la camisa, se había puesto alrededor de la cintura un delantal limpio que había encontrado en un cajón y con una cuchara de madera removía a la comida. A Catalina le pareció uno de los hombres más atractivos que había visto en su vida.

—¡Es un milagro! —exclamó, maravillada.

Leopold se la quedó mirando sin decir nada. A pesar de lo cansado que se sentía unas horas antes, pensó que haber ido a casa de su vecina había resultado un acierto. Resultaba casi increíble, pero limpiar el desastre que había organizado Catalina y hacer la cena le había relajado; le encantaba cocinar y resultaba mucho más agradable hacerlo para alguien más que él mismo. Como de costumbre, su vecina se había puesto un vestido de ese estilo algo hippie que tanto le favorecía, su pelo brillaba como la miel al sol y la alegría asomaba de nuevo en su cara. Leopold se sintió extrañamente reconfortado con solo mirarla.

—Huele fantástico. ¿Qué has preparado? —preguntó acercándose tanto a los fogones, que a su vecino también le llegó el delicioso aroma que la envolvía a ella.

El hombre se aferró más fuerte a la cuchara y contestó, procurando mantener su tono habitual:

—He seguido la receta del libro de manera aproximada para aprovechar las verduras que habías cortado. A este plato lo he rebautizado: «Pasta especial después del tsunami», ¿qué opinas?

Catalina empezó a reír de forma contagiosa y Leopold se vio obligado a esbozar una sonrisa.

—Eres una joya Leo. Alison va a tener suerte al fin y al cabo.

—No empecemos… —advirtió con severidad.

—Por supuesto que no, querido vecino, ¿crees que después de todo lo que has trabajado me voy a permitir el lujo de meterme contigo? Te estaré eternamente agradecida por lo de hoy, Leo, y ya sabes, si algún día necesitas mi ayuda, cuenta con ella —Cat se alzó de puntillas, depositó un suave beso en su mejilla y se apartó enseguida. Luego abrió la nevera y sacó la botella que había llevado Leopold, la descorchó, sirvió dos copas, y le entregó una a él.

—A la salud de este magnífico cocinero —brindó con una afectuosa sonrisa en los labios.

—A la salud de esta atolondrada vecina —respondió él chocando su copa con la de la chica, mientras percibía aún un ligero hormigueo en su mejilla.

—Voy a poner la mesa. Al menos eso se me da bien —afirmó Catalina y salió de la cocina a toda prisa.

Cuando llevó la fuente de pasta al salón, Leo entendió lo que Cat había querido decir. La habitación estaba en penumbra, el dorado resplandor de las llamas y unas cuantas velas colocadas estratégicamente eran la única iluminación de la estancia. En vez de disponerlo todo en la enorme mesa del comedor, Cat había colocado una más pequeña cerca del fuego, pero no tanto como para que el calor resultara molesto. Uno de los mejores manteles de Paul Winston cubría la mesa y había utilizado su vajilla y su cristalería más lujosas; los cubiertos de plata relucían y un par de diminutos jarrones de cristal, con una flor solitaria cada uno, decoraban la mesa. De repente, parecía como si fueran a cenar en un lugar encantado.

—Una puesta en escena preciosa —afirmó con su voz grave.

—¿Verdad que sí? —asintió la joven, complacida, examinando su obra con satisfacción.

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