Capítulo 17

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Capítulo 17

Cuando Pamela le rodeó el cuello con sus brazos y lo atrajo hacia ella para besarlo, Leopold se quedó demasiado sorprendido para resistirse; pero al cabo de unos pocos segundos se apartó de ella con firmeza y, visiblemente incómodo por la situación, declaró:

—Lo siento, Pamela, pero estoy prometido.

—No seas anticuado, querido, hay muchos hombres prometidos, incluso casados, que no dan la menor importancia a mantener un pequeño coqueteo al mismo tiempo…

—Pero yo no soy uno de esos hombres —la interrumpió Leopold con firmeza, desasiéndose de esas manos que trataban de atraerlo de nuevo—. Será mejor que volvamos con el resto de la gente.

—Está bien, Leopold, no te enfades conmigo —suplicó la mujer—. Lo siento, de verdad.

Comenzaron a andar en medio de un embarazoso silencio. Leopold estaba deseando perderla de vista, así que caminó a toda la velocidad que le permitían sus largas piernas y, pocos minutos después, llegaban al belvedere de mármol.

Al ver a Catalina en brazos de Robert Atkinson, Leopold de repente lo vio todo rojo y una furia homicida le invadió. Con rapidez, avanzó hacia el hombre que abrazaba a su vecina y, sin mediar una sola palabra, le soltó un directo a la mandíbula que le hizo caer al suelo, despatarrado. A continuación, agarró con fuerza el brazo de Catalina arrastrándola tras de sí y, sin detenerse, le ordenó por encima del hombro a la pelirroja que lo miraba con la boca abierta:

—Pamela, encárgate de que los Wilson acerquen a mi madre a casa. Nosotros nos vamos ya. Muchas gracias por todo.

Catalina tuvo que apretar el paso para seguirlo.

—Me estás haciendo daño —protestó tratando de librarse de la dolorosa presión de su mano.

—¡Estate quieta! No pretendo armar una escena en este lugar. Ya hablaremos en casa.

Enseguida llegaron al coche. Leopold la obligó a sentarse en el asiento del copiloto y cerró la puerta de golpe. Arrancó en silencio y condujo a toda velocidad hasta la gran mansión de piedra. Bates les abrió la puerta sin manifestar ninguna sorpresa ante el hecho de que la madre de él no regresara con ellos y les condujo hasta uno de los salones de la casa.

—¿Desean tomar algo los señores?

—No, gracias, Bates, no necesitamos nada, puedes retirarte —contestó Leopold haciendo gala de una gran calma, a pesar de que Catalina notó que estaba a punto de estallar.

Cuando el mayordomo se fue, cerrando la puerta discretamente tras él, Leopold le preguntó con una voz distorsionada por la rabia:

—¿Qué hacías besando a Atkinson?

La joven alzó el rostro desafiante hacia él y respondió con otra pregunta:

—¿Qué ocurre, acaso tú puedes besar a Pamela y yo no puedo divertirme?

—Yo no he besado a Pamela.

—¡Claro, ahora lo entiendo! De repente, te diste cuenta de que no respiraba y decidiste practicarle un RCP de urgencia —después de lo ocurrido con su alumna, Catalina se había apuntado a un cursillo de primeros auxilios y ahora la reanimación cardiopulmonar no tenía secretos para ella.

—Quiero decir que fue ella la que me besó a mí.

—¿Ah, sí? Pues daba la sensación de que disfrutabas bastante —declaró Cat, sarcástica.

—¡No disfrutaba y no cambies de tema! Has venido aquí como mi prometida y no permitiré que me pongas en ridículo delante de todo el mundo —Catalina nunca había visto a su vecino tan enfadado, pero no solo no se arredró, sino que se enfrentó a él, retadora.

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