Capítulo 11

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Capítulo 11

Durante las semanas que siguieron, Leopold cumplió su promesa y asistió a todos los eventos, cenas y compromisos sociales a los que lo invitaban. Conoció a muchas mujeres, pero en todas encontraba algo que le disgustaba: una era demasiado seria, otra demasiado baja, esa demasiado ruidosa, aquella demasiado agradable. Harry se desesperaba con él y le anunció que si seguía así, el famoso heredero del imperio Gallagher habría que encargarlo en un laboratorio.

Leopold estaba agotado; su ritmo de trabajo seguía siendo el mismo y, con tantas salidas, apenas dormía. Ya no tenía tiempo para correr, ni para jugar al ajedrez, así que no había vuelto a ver a su vecina. Ni falta que le hacía, se dijo a sí mismo.

A veces, cuando llegaba a su inmaculado y silencioso piso se sorprendía pensando que era tan acogedor como el quirófano un hospital. Últimamente siempre estaba de mal humor y lo volcaba sobre personas inocentes de forma totalmente injusta, lo que le hacía sentirse aún peor. Una intensa insatisfacción parecía reconcomerlo a todas horas y, a pesar de que se repetía a sí mismo que era una persona completamente feliz, sacudía la cabeza y maldecía a Catalina Stapleton, juzgándola responsable de su miserable estado de ánimo.

—No puedes seguir así, Leopold —le dijo un día su amigo Harry al observar sus profundas ojeras y la palidez de su rostro.

—¿Así cómo? —respondió Leopold con sarcasmo.

—Te va a acabar dando un infarto. Venga, confiesa de una vez, ¿qué es lo que ocurre? ¿Es tu madre? ¿Te sigue incordiando con sus mezquindades?

—Mi madre no tiene nada que ver. No seas estúpido, Harry, no me pasa nada en absoluto.

Harry lo dejó pasar por el momento, pero en cuanto llegó a su casa se lo comentó a su esposa.

—Me juego el cuello a que se trata de una mujer —afirmó Lisa, muy segura.

—Tonterías —respondió su marido—. Le he presentado a todas las mujeres solteras y atractivas de Londres, y no le ha gustado ninguna.

—Eso lo único que demuestra es que no se trata de una de esas estúpidas rubias pechugonas que insistes en buscarle —respondió Lisa con desdén.

—Pero, entonces ¿quién? Leopold no tiene tiempo material para conocer otras mujeres.

—Eso es verdad —afirmó su mujer con cierta perplejidad.

Entretanto, Cat seguía con su vida como de costumbre. Echaba de menos las partidas de ajedrez y las conversaciones con Leopold, pero sabía que si él no quería verla no había nada que hacer. Catalina era consciente de que Leo era un hombre extremadamente orgulloso y de que ella lo había golpeado donde más dolía. Suspiró con cierta tristeza; le daba pena haber perdido un amigo, pero esperaba que, a la larga, todo eso redundaría en beneficio de su vecino.

Las cosas hubieran seguido así eternamente si un día Leopold no se hubiera encontrado en una situación algo peculiar. Había recibido una invitación para asistir a una gala benéfica a la que iría lo más granado de la alta sociedad londinense y cuyo organizador era un poderoso hombre de negocios con el que estaba interesado en cerrar una importante operación. Se suponía que todo el mundo acudía con pareja a ese tipo de veladas, pero en esos momentos Leo no tenía ninguna. Sabía que cualquiera de las mujeres que le había presentado Harry daría lo que fuera por ir con él; no porque fuese un tipo irresistible —tampoco se hacía ilusiones al respecto— pero era rico, de buena familia y la gala prometía convertirse en el evento social del año, sin embargo no le apetecía ir con ninguna de ellas. Así que decidió tragarse su orgullo y pedírselo a su vecina; al menos ella no tendría una idea equivocada sobre sus intenciones.

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