XXVII ~ Acampada.

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Habían tardado hora y media más en llegar debido al encuentro de esta pasada tarde, en total, tres horas y algo más pillándoles el crepúsculo por el camino. Pero estaban donde tenían que estar, a cobijo entre los árboles.
Mientras desplegaban una lona para calcular cómo ceñirla sobre una estructura de ensamblaje, con varillas huecas de cobre y codos de bronce, Zhard observaba al grupo obrando sus quehaceres: Otine y Danndán dirigían el montaje de la vivienda de acampada así Vaakara y Kerish asistían con otra. En cada una cabían muy apretadas cinco personas, de modo que siendo once en total, con tres de guardia por turnos, no habría demasiado problema en habitarlas.
—Este armazón es un poco antiguo, pero servirá—asintió el Tirjamio, —No hay viento que sople por aquí ni tampoco va a helar que digamos, ¿no?—.
Asintiendo en silencio mientras unían una parte de la estructura juntos, el escudero de Lord Zhard pensó en que podían haber rellenado esos tubos con palos, añadiendo mayor resistencia, pero claro..., sin duda esos pertrechos donados por el señor Teléd no habían sido usados en varias décadas ni se había actualizado el material.
—Nos vendría algo mejor, como eso—señalaba Kerish con la cabeza un bastón de combate, el de este compañero al que ayudaba con el montaje de la tienda.
Otine y Hcàrai se hallaban inspeccionando el perímetro junto con Ëirim tras haber recibido ésta las órdenes de Zhard y formar los grupos. Danndán y este último comentaron sobre la posibilidad de un segundo plan de acción dadas las circunstancias. Dahgha, Dungold y Byngue casi habían terminado el ensamblaje de la estructura. Con un buen fuego encendido por Ibo, Brélidh se sentó sobre una estera poniendo sus pies descalzos y los tobillos lo suficientemente cerca para regocijarse mientras la guerrera, que le había quitado toda la ropa, la dejó colgando para que secara desde un borde del carro. Con improvisación, el Kôtan montó por sí mismo con ramas y algunos cordones sobrantes una suerte de percha para curar la piel curtida.
Con la joven rubia llevando la capa por encima de Ibo, sin mucho más debajo, Kerish se quedó mirando a la mujer de espada curva y sencilla factura. Una suerte de tela parecida a su taparrabo caía por delante y por detrás de su cintura llegándole hasta casi la mitad de los muslos, que brillaban a la luz de las llamas con belleza y robustez. Su baja espalda poseía esa suavidad y dureza en las personas cuyo físico se antojaba fuerte sin exageraciones de cuentos épicos, sino que más bien, el cuerpo de aquella mujer era épico de la realidad en sí: no pasaría mucho por una doncella de la corte de un príncipe aunque las telas sutiles, de llevarlas, las luciría igual de bien. Se la notaba acostumbrada a los esfuerzos si además no carecía de la feminidad debida. La rotundez y anchura de sus nalgas embrujó a Kerish por unos instantes en que intentaba encajar una de las barras de cobre en el orificio de un conector para unir las piezas, fallando en hacerlo varias veces. Por fin, cuando salió de su ensoñación, vio que estaba dándose golpes en la mano. Por suerte, nadie más estaba pendiente de eso o si no, se habrían pitorreado de buena gana.
"¿Qué me está pasando?".
Enfadado consigo mismo, desvió la mirada escuchando tan sólo la cercanía de los pasos de las sandalias simples y ligeras del hechicero, entre que el sonido de las suelas de cuero en las botas de Ibo se alejaban con suaves colisiones amortiguadas en dirección al empleador de esta compañía.
—Deberías castigarlo—susurró decidida Ibo.
Volviendo sus pupilas hacia ella al descargarse del mandoble, Zhard no supo cómo reaccionar al principio, ni por aquellas palabras ni por la pérdida de formalidad repentina. Tampoco hizo un mundo de ello, y se le dirigió en sus mismos términos.
—¿Con qué motivo y en qué forma gestionarías su sanción?—.
—Me mandó a buscar ayuda y se quedó a pelear. ¡No tiene cerebro! A lo mejor debíamos haber dado media vuelta los dos, no paro de pensarlo. Hasta los habríamos podido seguir y... Quién sabe, acabar esto de un único golpe—.
—Bueno, como te habrás dado cuenta, Kerish no es tonto del culo. Nunca incumple una promesa a no ser que le obliguen con alguna traición o malas acciones, y te protegerá con su vida si te toma por su amigo o compañero. Igual parece lo más extraño, pero cuando estás con Kerish no sólo viajas a su lado por tu cuenta: considera que estás bajo su protección. Dicho esto, añado que él nunca me ha abandonado—.
—¡Pero te debe la vida y lo agradece con indisciplina!—se quejó Ibo, que más que señalar algo que no le gustaba o culpar a aquél de quien hablaban, demostraba verdadera preocupación, —¿Es que su inconstancia firma de algún modo nuestra seguridad?—.
—¿Inconstante? No, no lo creo. Los errores enfriaron nuestra amistad un tiempo y aun así ha estado ahí dispuesto a darlo todo cuando le he necesitado—.
—Porque te sirve—.
—No, eso es a parte, ¡es porque decide luchar junto a mí!—.
—¿Qué quieres decir? ¿No está obligado un siervo que crece en tu casa a dar la vida por ti si las circunstancias tornan desfavorables?—.
—A lo mejor te suena raro, guerrera Ibo, pero prefiero dejar a mi criado que elija una parte de nuestro destino. ¿No corresponde al virtuoso la virtud que otros le otorgan? Si él decide blandir la espada por mí, eso vale más que si le obligara a hacerlo sólo porque soy su señor—.
—Puede hasta resultar peligroso para el grupo si no le corregimos—.
—Eso es verdad—concilió él sin más gesto que acariciar la bolsa donde algo muy preciado y misterioso reposaba esperando ser al fin desvelado.
—¿Y si decide un día cuestionar una orden e ir por su cuenta otra vez y caemos en una trampa? O si nos deja tirados. O decide volverse en nuestra contra, ¿entonces qué? ¿No cambiaría su palabra dada por algo que más le conviniera a capricho de no cumplirla, y por culpa de eso entregarnos algún sufrimiento que no merecemos, como buen traidor?—.
—Dudo mucho que ese fuera el caso. Él no es así—.
—Sé que habéis vivido mucho los dos, estoy segura, pero confías demasiado en alguien como él. ¡Estás siendo muy transigente y nos costará un disgusto!—.
—Kerish tiene la lealtad de un caballero entregado a su causa, pero el carácter impredecible de las fieras salvajes. No es el tipo de persona que rompe un juramento. Siempre lo cumple. No espera menos de los demás, y eso lo convierte en una de las mejores personas que conoceré en la vida. Le echaré mucho de menos el día que nuestros caminos se separen, más que cuando sus oscuros dioses le llamen a su sombría morada—.
Ibo notó en la voz de Zhard un notable pesar que apenas podía esconder, quizás porque ella era mujer, podía dejar salir mejor sus sentimientos hacia un compañero y por lo que parecía, un amigo. Deshaciéndose de su hombrera de cuero azul, el joven de cabello brillante y claro a la luz de la fogata se quedó viendo cómo todos intentaban poner las telas enceradas sobre los armazones. A algunos pies de distancia, Dahgha sonrió a Brélidh y le mostró varios trozos de carne que iba a espetar tan pronto preparara un par de estacas que sostuvieran un circunstancial espetón. Distraído con esto, Zhard continuó susurrando hacia la mujer de Äsir.
—Hablaré con él. Te lo prometo—.
—¿También cumples las promesas?—.
—El que no cumple lo que promete, el que altera los términos de un acuerdo luego de ser aceptado, sólo se intercambia de la dignidad recibida por él a la indignidad que entrega a los demás. No se dirá de mí que falto a la palabra dada ni que cambio a mi conveniencia las cosas que he dicho. Ya hay suficiente deshonra en el mundo como para que yo aumente el número—.
Por otra parte, asintiendo complacida, Ibo se cruzó de brazos sobre la pieza de cuero que surcaba con remates de metal la zona de sus senos hasta mitad de las costillas, a poco de la zona superior del vientre. Los músculos en la cara posterior de sus brazos dibujaron una línea ondulante en su piel por un segundo entre las sombras y la luz del fuego cuando, poco antes, no parecieran estar allí.
—Es raro de encontrar un señor que realice lo dicho y que también haga lo mismo con los dineros—sonrió ella, asintiendo con más calma y el consiguiente mecer de la alta cola en la que mantenía sujeto el cabello, —¡Te auguro un brillante futuro si esto no cambia, Lord Zhard de Zhalama!—.
—¡Bueno! Se hace lo que se puede, ¿no es así? Para dejar huella en este mundo. En realidad haces bien en preocuparte por las cosas—.
—Y tú haces bien en preocuparte por él—.
—Pero fuiste tú la que puso como condición para servirnos con tu espada el que fuese Kerish quien venciera aquel duelo—.
—¡Sólo apostaba! No era más que un juego. Me habría unido de todos modos por la paga—.
—Aun así, pareces muy interesada en él. ¿Qué esperas?—.
—No lo sé—afirmó Ibo, aunque también dudaba de sus propios pensamientos, y volvió la cabeza un momento para ver que las tiendas ya estaban montadas y se hallaban cocinando la cena, —Digamos que tengo una sensación pero que no logro saber lo que es. Me imagino que lo averiguaré—.
—Te atrae. Di la verdad...—.
—Sí, pero que no me vuelve loca—.
—Quizá sea cuestión de tiempo—.
Las cejas de Zhard subieron y bajaron varias veces contra sus ojos con cierto aire tan cómplice como gamberro, la guerrera frunció los labios intentando no reír y se dio una palmada en una de sus anchas caderas.
—Si quiere esto, ¡que se lo gane! ¡Ya veremos qué pasa!—.
—¿Y no lo ha ganado ya para ti?—suspiró el noble con un aspaviento hastiado, refiriéndose al encuentro sangriento que tuviera lugar la misma tarde.
Por un momento, Ibo dudó llevándose la yema del dedo índice de la mano derecha al labio inferior, miró hacia el suelo y luego hacia Zhard, riendo un poco entre dientes y parpadeando hasta que se quedó mirándolo de forma estrecha, los ojos sólo dos rendijas.
—Ya me ganó en aquella plaza—.
Esta confesión, que ya de por sí le había costado mucho de arrancarse a sí misma, abandonó la garganta de la mujer de piel bronceada como si algo la constriñera. Parecía tener miedo y a la vez sufrir otra emoción por el brillo de sus iris, y con el corazón en un puño, añadió: —No se lo digas. A nadie—.
—Vale. Pero, ¿cuál es la cuestión, entonces?—.
Sin más, ella se encogió de hombros con una sonrisa y se dio la vuelta.
—¡Sed buena, milady de la orgullosa espada!—le instó el mago, fingiendo que no lo era.
—¡Descuidad, señor, que así será!—.

La Dama de la DestrucciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora