VI ~ Acero y magia. Encontronazo en el bosque.

11 2 0
                                    


Cabalgaron lejos de Kirrsav, acampando en diferentes lugares, y llegaron a unos bosques, de los cuales al norte se situaba un lugar sombrío y oscuro, al sureste unos pueblos y un pantano enorme, y al oeste, hacia donde iban, debería de estar Eriann.
En aquellos bosques donde se internaron, había algunas formaciones rocosas, de las cuales el joven broncíneo podía percibir que contenían una extraña fuerza. Intuitivo y sensitivo, el mago a lomos de su corcel miraba de un lado a otro, algo en el panorama no le gustaba ya que esas señales para un estudioso de lo arcano significaban que podía tratarse de un rival hostil.
Kerish sólo se sentía algo incómodo a pesar de que mantenía un discreto barrido de aquella localización con la mirada. Como si el instinto mismo le dijera que era ajeno a la energía arcana pero que estaba ahí, como una serpiente a punto de saltar desde el lugar más inesperado, y desde luego así se podía decir que funcionaba para el bárbaro en concreto su ancestral sentido del peligro. El mago, presintiendo esta inquietud natural en la tensión de su compañero de viaje, no sabía si achacarlo a algo en especial o es que le pasaba lo mismo que a él y no sabía interpretarlo. 
Zhard se fijó en las rocas del camino, rocas grandes, tanto que parecían señalar viejas tumbas, y por caución fue que usó sus dotes de detección, lo poco que podía, pues había gastado sus fuerzas las noches anteriores practicando conjuros y otra suerte de encantamientos para prevenirse de amenazas y hallar medios para alcanzar su meta.
Una energía rodeaba con su aura las añejas formaciones caóticas en la profundidad del bosque, aunque a veces daba la luz del sol en los claros restando ese aire de alarma a la escena.
"¿Piedras mágicas?", pensaba mientras el guerrero seguía mirando hacia delante, indiferente de lo que presintiera. Un nimio temblorcillo hizo que el caballo del mago piafara, deteniéndose, y el peliblanco en su roba azul trató de calmar a su montura al mismo que un pequeño guijarro resbaló de una de las altas rocas. Sin duda se encontraban en la llamada Espesura de Alariän, de hermosísima vista mas el lugar tenía fama de no ser la parada de ningún mercader o familia que quisiera establecerse.
—Este sitio no es que me resulte de confianza, mi bárbaro amigo. ¡En efecto hay magia en las piedras del camino!—jadeó Zhard.
—Por mí como si tienen ojos—asintió tajante el guerrero.
Eran piedras al fin y al cabo, y tanto bueno o malo, a Kerish le daba igual que las piedras tuviesen ojos o que fueran mágicas o que cantaran canciones de borrachos y réprobos.
Qué irónico.
Una de las rocas se movió y salió de entre las demás formaciones, como naciendo de la misma tierra y piedra, abriendo unos ojos inhumanos, antinaturales...y azules, sin pupilas. Apenas lo pudieron apreciar, sus monturas ya estaban alocadas por la sensación que irradiaba un ser de dos brazos anchos y rocosos, como el resto de su cuerpo. Las piernas eran bien chaparras, pero su torso era alto y robusto, más que dos de sus cilíndricas piernas juntas.
—¡Maldita sea, estas bestias se encabritan y son incontrolables! ¡Y el monstruo nos impide el paso!—exclamaba el mago con frustración.
—¡Calma, Zhard! ¡Lanza un poco de tu magia y déjalo fuera de combate!—sugirió Kerish luego de susurrar a su montura algo en el oído que la tranquilizó.
—¡Mis energías no alcanzan hoy hasta ahí, bárbaro! ¡Pero te diré algo que he aprendido de un maestro en lo suyo: aquello que no logra la magia, siempre lo puede un hombre con su espada! ¡Nuestra es la iniciativa! ¡A por él!—gritó el muchacho de cabello claro, alzando el mandoble.
—Pero..., ¡QUIETO! ¡¿Qué pedazo de loco jodidamente chiflado te ha enseñado eso?!—.
—¡Fuiste tú!—volvió a gritar Zhard, y su animal de pelaje marrón galopó hacia el monstruo de piedra, que lanzó con la diestra un puñetazo al jinete tratando de desmontarlo.
Fracasó. El mago había visto el ataque a tiempo y se coló bajo su enorme axila pétrea, lanzando un golpe bajo esta y al lado contrario del brazo, respectivamente. Si no desmontó, no fue porque supiera combatir a caballo, sino porque iba agachado y se aferraba a la silla de montar y los estribos con las piernas como si fueran su salvación en la caída a un abismo. Kerish se preguntaba por qué el mago golpeaba con una espada. Pocas armas de filo habían conseguido destrozar piedra, pero por encima de ello, admiró el coraje del mago.
En la confusión, aulló que hiciera por invocar un conjuro pero fue porque creía que Zhard haría eso como las demás veces. En el fondo, sentía un gran orgullo por aquél nulo espadachín con tal muestra de valentía: tenía algo de guerrero y de seguro recibió lecciones de algún civilizado maestro de espada, quizá Vilenio o de Tadabír.
Así las cosas, resolvió hacer lo de siempre.
—Bah...—.
Alzó el mangual de dos manos con una sola, y espoleó su caballo gris hacia el monstruo de piedra, golpeando el brazo izquierdo de éste, décimas de segundo después que Zhard pasara bajo su enorme axila izquierda en un segundo ataque, evitando sus lentos pero fatales golpes. Las piedrecillas caían como postillas al rascar una herida, y el mago no cesaba su empeño, encajando cada golpe inteligentemente en sitios determinados. La geometría nunca se le dio mal, pero al igual que Kerish, era un instinto.
El monstruo se enrabiaba más, y lanzaba descontrolados golpes de brazos a sus oponentes, que fuera por suerte o desgracia, se mantenían demasiado cerca de sus flancos, y no podía cogerlos con manos sin dedos. Soltando a mano armada rápidos estoques que no fuertes, el mago dirigió su filo y la punta de la acerada hoja en las grietas que tenía el monstruo... y éste iba desprendiéndose a pedazos, pues cada liviana brecha era fruto de la inercia, y la vibración que se oía cantar al metal que blandía Zhard se debía a que los impactos iban siendo más profundos cada vez. Y Kerish, por supuesto, remataba la faena convirtiendo esas vetas en escombros a cada vejigazo de mangual. El monstruo de piedra abrió su boca de dientes cuadrados y rojos, gritando aterradoramente, pero el bárbaro había desmontado ya, deteniendo su caballo, y golpeaba las piernas de la aberración con su arma, tensando los músculos de su tronco, forzando las fibras de sus brazos en cada poderoso embiste, mientras el sortílego galopaba alrededor de ambos siguiendo una estrategia.
El chico del pelo rojizo subió al caballo del mago una vez esquivó otro ataque de puño, y saltó a la chepa del monstruo rocoso, que a cada paso y puñetazo, hacía temblar el suelo del bosque.
Kerish alzó ambos brazos con fuerza cuando estaba en el aire, abriendo los ojos con un brillo de locura, tan desenfrenadamente gritó que su tono gutural asustó al mismo mago, que veía como su compañero estrellaba, subido en la enorme y ancha espalda del monstruo, la bola de metal contra el pecho de piedra del extraño ser.
Desafortunadamente, el monstruo lo atrapó entre sendos brazos que terminaban en redondos puños, gritando de dolor, cuando las piedras del torso caían al suelo y su volumen bajaba como si respirase bajo una piel de roca. Sin contemplaciones, el hijo de las estepas estrelló el mangual contra la cabeza del esperpento aquel, desproveyéndole de un lado de la enorme jeta que salía de unos hombros rugosos, viendo saltar gotas e hilos de nauseabundo icor y tejido pegados a la áspera y amorfa estructura de su faz. La aberración pétrea gritó lastimeramente de nuevo y se llevó el puño derecho a la cara, cuando un golpe definitivo de Zhard, que desmontó, le dio la muerte: el mago empuñó la espada con ambos brazos y entró de punta en el derruido pecho del ser, brotando rojo y rugoso líquen con un débil sifón por el orificio. En unos segundos, todo estaba chorreando de sangre inhumana sobre la hierba y la tierra, desde las juntas de las articulaciones entre las placas que el mago había golpeado tan astutamente a caballo con ayuda del bárbaro..., ¡pues sólo con la inercia, la espada ya gozaba de fuerza con un ligero golpe de contacto y hacía vibrar la piedra arrancando esquirlas! ¡Había retos que uno debía superar con astucia y aplicándose en los propios recursos, con lo que el mago demostrara una capacidad táctica digna de elogio!
Con todo y el triunfo al alcance, el guerrero de piel blanca salió despedido por el aire al lanzarlo el monstruo sin cuello en su dolor. El muchacho cayó en el mullido suelo de hierba del bosque no librándose de un buen guarrazo allí mismo donde estaban luchando, en un pequeño claro con rocas en el suelo y una diminuta colina de piedra, de la cual había salido su sobrenatural enemigo. Si este lugar albergaba tales peligros bajo su bella quietud, ¿qué otros restaban por descubrir fatalmente en el resto del mundo?
Intentando incorporarse y dispuesto a seguir combatiendo, Kerish seacariciaba el redondo y duro trasero murmurando barbaridades de las suyas,mientras que Zhard le ayudaba a levantarse, observando que el monstruo vomitabamiembros humanos y bestiales amputados, exhalando cualquier hálito de vida quehiciera brillar sus ojos.
—¡Jejeje, qué te ha parecido! Nunca... había visto golems de este tipo. Es decir, esta clase de golem se alimenta de seres. Quiero decir, ¡es tejido vivo bajo la piedra, y se comen a la gente y a los animales! Bueno... pero lo hemos derrotado—.
—Esto apesta a magia negra—susurró el guerrero salvaje, —¡Casi tenemos que pensar por un ejército!—.
—¡Más vale maña que fuerza!—convino el mago con sus brillantes ojos pardos a la luz del sol, sonriendo plácidamente.
El hijo de la nieve gruñó al levantarse, y se dirigió sin más al monstruo de piedra, que sangraba y gruñía débilmente, desplomado en el suelo con el pecho perforado, la espalda sobre sus propios vómitos, y mirando con los ojos ensangrentados al azul cielo, llegándole el final. El ser vio volar una esfera de metal que se estrelló contra su pecho de nuevo, abriéndolo y manchando sus ojos (azules y sin pupilas) de sangre roja, notó el aire escociendo sus órganos desnudos, echó un quejido que se escapaba de su destrozada boca, y expiró.
Quien portaba la contundente arma miró rabioso el cadáver pétreo y sonrió como un perturbado.
—Más vale fuerza con la maña adecuada—.
Zhard entrecerró los ojos mirando al guerrero y le respondió señalándole con un dedo acusador, aguantando el mandoble con la diestra.
—¿Te sientes satisfecho? ¡Esa cosa ya estaba muriendo del todo! ¿Encuentras placer causando el tormento hasta el fin?—.
Kerish se encogió de hombros, subiéndose al caballo, y dijo con obvio sarcasmo:
—Si lo piensas bien, lo hice por compasión—.
Al sentarse en la grupa del animal, miró a su compañero con una sonrisa de oreja a oreja, de satisfacción, por lo que el sortílego le reprendió tan incrédulo.
—Mentira, lo que pasa es que... te gusta matar—jadeó al mismo que el bárbaro se premiaba con un pellejo de vino, advirtiendo en él una profunda oscuridad.
—Heheheh... ¡Más aún cuando hay tiempo de tomar un traguito y no hay más monstruos para ponerte las cosas difíciles!—.
Y justo en ese instante, más monstruos de piedra abandonaban la espesura con sus ojos azules puestos en los humanos. Eran exactamente tres más. Sonriendo ampliamente y mostrándose con pasividad, el de mechones canos cerraba los ojos girando la cara hacia el joven armado y cruzándose de brazos.
—Vale, ¿qué piensas hacer con ésos?—inquirió señalando a los otros golems como si no representaran un reto.
A la par que valoraba la situación, el bárbaro enarcaba una ceja mirándolos con desconcierto, con una mueca muy cómica para Zhard Mareese no por nada concreto sino porque se hacía a la idea de lo que le estaba pasando por la cabeza e iba a salir por sus labios.
—¡Mierda! ¡Ojalá revienten todos!—maldijo en respuesta al mago, con un tono de incredulidad más que previsible.
El mago, desde el caballo, alzó la mano izquierda, concentrando un invisible halo, que por alguna extraña razón podía ver el indómito guerrero de cabello cobrizo. Tensando los músculos del brazo, Zhard apretó las mandíbulas, contrayendo el rostro en una mueca de fiereza y a la vez hizo lo mismo con el brazo derecho, dirigiendo esa energía casi imperceptible al ojo humano por su cuerpo, y describió un arco con ambas manos sobre su cabeza, contrayendo los brazos a los lados de la cadera. Las manos estaban abiertas, y mientras aquel poder emergía en gran cantidad, el bárbaro miraba cómo los golems se acercaban hasta pocos pasos de ellos. Apenas cinco o seis metros.
—¡Zhard, sea lo que sea, hazlo ya, que los tenemos encima!—gruñó, cuando su caballo se ponía nervioso, y relinchaba inquieto, sabiendo del peligro.
Cuando un animal no estaba adiestrado para soportar estas cosas, no servía demasiado a su jinete. No era un caballo bárbaro que galoparía ante un dragón de las montañas con el mismo valor que quien lo montaba. Ante la inquietud del animal, el guerrero de las tribus Cymyr decidió desmontar de nuevo; su par en los viajes y aventuras peligrosas sonrió enseñando los dientes y, a continuación lanzó un grito al disparar sus brazos y torso hacia delante, impulsando un poderoso golpe de viento que hizo volar a los golems hacia atrás y chocar entre ellos con terrible estruendo. 
Las costras sólidas y ásperas de sus cuerpos se desprendían, el huracanado vendaval levantó hierba del suelo así como a algunos animales pequeños, e hizo volar hojas hasta que los pesados monstruos cayeron apilados.
Tras el portentoso conjuro, les costó levantarse dando un respiro a sus rivales humanos, porque pronto estaban de pie, y el mago reía con una mezcla de satisfacción y nerviosismo, reconcentrando su poder. No era la típica risa de quien tiene la situación controlada, más bien se trataba de la risa que uno echa cuando ha imaginado su propio fin y no ve forma de evitarlo, burlándose de sí mismo y del sentido de la vida.
—Kerish, más te vale tener una buena estrategia, sólo podré contenerlos un poco más con este golpe de aire—.
—¿Ein? ¡Lánzales una maldita bola de fuego! ¡Mételes un rayo, o mejor, aplástalos como a los bálors, así morderán el polvo!—.
—No puedo... sólo tengo fuerza para esto—replicó el mago, cerrando los ojos.
—¿Qué dices, Zhard?—.
—Mi energía está por agotarse... del todo. Quedará para algún golpe de viento más. Hace un par de días agoté mi potencial casi por completo, incluso gran parte la gasté en el estudio de este hechizo de aplastar que me dices, y no podré recuperarlo hasta dormir siete días seguidos. La bola de fuego no les haría nada, y los rayos menos todavía, amigo mío. Depende de tu pericia esta vez, antes que yo me canse y caiga sin fuerzas—terminó por decir el mago, con resignación.
Para bien o para mal, el marmóreo guerrero de las estepas era su esperanza ahora, o más bien, la de los dos. El joven de verdosos iris lanzó el golpe ahora de forma diferente, los golems que iban hacia ellos de nuevo recibieron un primer pantallazo de aire desde el brazo izquierdo durante el sortilegio, así como otra ráfaga más brotaba con el brazo derecho adelantado. Las aberraciones se estrellaron contra los árboles produciendo grandes crujidos y troncos aplastados. De esa manera instintiva en que lo podía percibir, Kerish conocía el hecho de que su amigo realizaba un esfuerzo denodado dividiendo sus fuerzas a la par que aumentándolas, y en nada, no podría ni quedar consciente siquiera por el desgaste que para él suponía.
—¡Guerrero, rápido! Piensa en algo... ¡otro golpe más y quedaré exhausto!—susurró el mago para sí mismo.
Concentró todo el poder que le quedaba en sus dos fuertes brazos, y vio al bárbaro situarse con determinación, cogiendo el mangual de dos manos con fuerza en el brazo derecho, y tomando el mayal en la mano izquierda. Miró al que llamara "chamán" una vez con una sonrisa digna de alguien que sabía que encontrará a la muerte al dar el siguiente paso, con la despreocupación reflejada en sus ojos y facciones faciales, como si todo fuera la última partida de un juego.
Con el escudo en su espalda a modo de protegerla de algún golpe traicionero, el bárbaro consideró que tal vez debía haberse quedado con la armadura que se puso en Kirrsav.
"No seré clemente con ningún enemigo, ¡y menos con montones de piedra caníbales como vosotros!".
Es lo último que piensa antes de lanzarse en la violenta corriente contra los golems, que avanzaban incansables contra el viento, buscando la muerte de los aventureros, y tal vez comérselos. Kerish puso su inexpresivo semblante mirándoles con severidad, al mismo que se dirigía hacia ellos como una gran flecha arrojada desde el arco de un dios.
Zhard implicaba sus últimas fuerzas, con una mueca de esfuerzo y cansancio, mientras, el guerrero Kerish lanzó varios golpes con ambas armas a las cabezas de los golems, volando hasta ellos con una patada. Sus furiosos golpes encontraron los blancos correspondientes, así como eran arrastrados los cuatro por el aire a varios metros de la escena inicial.
Y cuando se acabó la fuerza del viento, el torbellino bárbaro gritó una plegaria a los dioses del oscuro mundo de los muertos, la batalla y el Abismo, ofreciéndoles las vidas de estos extraños seres de piel de piedra y algunos órganos en su interior que latían chorreando sangre por sus heridas abiertas. Finalmente, el bárbaro puso ambos pies sobre el pecho de uno de los impotentes golems, golpeando con ambos mayales la cabeza del monstruo, destrozándole la testa, y saltó hacia el otro a su espalda, volviéndose hacia él en el aire con un revés del mayal de pinchos a una mano.
Los clavos de metal se incrustaron en su carne bajo la roca que volaba desprendida y arrancando con fuerza la cabeza del enemigo pedregoso, saltó hacia el tercero, alzando los dos brazos con furia. Despatarrándose en el aire, Kerish atacó despiadadamente la nuca del endiablado monstruo con las dos armas de cadena. La cabeza del golem salió volando por el aire y el cuerpo aún sin vida movía los terribles puños, zumbando en el viento, buscando un sustento que habría resultado indigesto.
La poderosa ráfaga iba perdiendo el poder, y el bárbaro con la armadura acolchada giraba en el aire dando un salto de lado, habiéndose apoyado de antemano en el hombro del poderoso ser de piedra. Fue casualidad o por inteligencia, que diese adecuadamente el salto para caer a un pequeño lago adyacente. Los golems, aún flotando en la racha, llegaron hasta algo más lejos, chocando en un enorme árbol, con el consiguiente desmembramiento de los brazos del mismo, convirtiéndose las criaturas al colisionar contra su ancho tronco (que igual no lo abarcaban entre veinte hombres), en sangrantes e inertes rocas. Kerish asomó la cabeza fuera del agua, con el ahora oscuro cabello mojado cayendo por sus ojos, y salió del lago. Suerte que cayó no muy lejos de la orilla. Él no recordaba demasiado lo de nadar.
Así hizo de echar a la carrera para encontrar al mago, en la dirección opuesta de la que vino volando.
Corrió sin descanso, hasta llegar al pequeño claro rodeado de árboles de verdes hojas, y una pequeña montaña a un lado. Recogió al mago del suelo, inconsciente, llevándole en brazos unos pasos. Su sexto sentido le indicaba que alguien le observaba, que no estaban solos, así que dejó al mago junto a la montaña que fuera mimetizaje para un monstruo, y empuñó la espada de su compañero, mostrando su más feroz mueca.
—¡Salid de ahí!—gritó.
Su sexto sentido para el peligro era mejor de lo que algunos dirían.
En pocos segundos, una banda de tipos de verde y marrón abandonaron de sus escondites, apuntándole con los arcos que llevaban. Sus rubios cabellos escapaban de sus capuchas, y para llevar lorigas de tela y cuero, realmente parecía que iban a algún festival. Ya de cerca, vio que no eran demasiados, cinco extraños, armados con espadas cortas finas y curvas, y sus arcos.
Los hombros y las espinilleras híbridas parecían hojas y madera, las calzas justas a sus finos muslos o eran de cuero marrón o bien verdosas y de alguna tela. Los antebrazales de cuero; hojas y formas extrañas que recordaban a pequeños leños arrancados del suelo a hachazos, por no decir que sus capas eran del color de la hierba por un lado, y por el otro, del de la piedra de aquellos lares. El muchacho de cabello oscurecido sobre el rostro les habría lanzado el alfanje y se hubiera rebotado contra ellos con el bracamonte en las manos, pero por mala suerte, las armas estaban en su caballo, a ambos lados de la silla. Aunque aún tenía los dos cuchillos.
Desenvainó uno, el recuerdo de su tribu, y se puso ante el cuerpo de su camarada caído. Les miraba con ardiente, y a la par fría tiniebla en sus ojos oscurecidos, encorvado hacia delante como un gran felino que iba cazar, pero cazar implicaba el fallo de volver sin presas. Kerish mataría.
Los caballos no parecían asustarse con los extraños, pero el guerrero salvaje estaba muy nervioso... nunca había visto indumentaria como aquella, y los había tenido tan cerca que podían haberles asaeteado a Zhard y a él cuando quisieran. Hinchó su pecho ya preparado para emitir el gutural grito de su tribu, pero los extraños destensaron la cuerda de sus arcos muy despacio, bajándolos sin amenaza. 

La Dama de la DestrucciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora