XXXIX ~ Entre la sangre y las llamas.

7 1 0
                                    


Mientras tanto...
No habían tenido la dificultad de ver la señal pero decidieron esperar un poco por si acaso.
—Es la señal, jefe—.
—Sí, lo sé—respondió el interpelado al apreciar el brillo mágico de la saeta sobre el Caráikmárg.
—Deberíamos salir de estos arbustos y acabar lo que empezamos—.
—Esperad...—suspiró el corpulento guerrero de mostacho rubio bermejo, —Si nos precipitamos, podría salir mal, y no hemos venido hasta aquí para fallar otra vez, ¿no?—.
—Es verdad—murmuró otro, —Recordemos lo que pasó la última vez—.
—Mile debe caer. Y ese sacerdote que la enloqueció, también. No olvidéis el verdadero propósito que nos ha traído aquí. Es el Destino—.
—La llamábamos Brinna, jefe. Nos fue muy querida—.
—¡Callad ya la boca, idiotas! Si os he traído conmigo es porque sé que esta vez, podemos hacerlo mejor, y porque sois los mejores luchadores y no unos charlatanes. ¡Demostradlo! ¿Dónde está vuestro orgullo?—.
—Era una de nosotros, jefe—se afligió el de antes, otro más con casco y penacho dorado entre los cuarenta guerreros de Rasháll.
—Y por eso, la mataremos en el acto. Aprovecharemos la ayuda que prestamos a esos mercenarios por nuestro señor Albartáux y terminaremos con esta guerra de sangre que estamos hartos de soportar. El Destino nos ha conducido a este momento. ¡Agarraos los mismísimos y enseñadles de qué estáis hechos!—.
—¡Bien, pues vamos allá!—.
—¡Que todavía no, mendrugo!—gruñó el jefe poniéndole a uno la mano contra el pecho, arrojándolo contra el resto y rezando por no haber dado la nota, —Llevamos aquí un buen rato tras matar a todos sus vigías en las marismas y ya les hemos visto retirarse al interior por el ritual ese, ¡que los buenos dioses nos cojan confesados! En cuanto veamos que ese lord de donde sea mueve ficha, ¡nos movemos!—.
Y así fue. Hubo conmoción en el campamento y un posterior escándalo que indicaba violencia, y Rasháll esperó un poco más, sólo un par de minutos. Podrían estar muertos o quizás no, eso no importaba. Tenía otra cosa que hacer y que unos mercenarios se prestaran a liderar la empresa le encendía de envidia. Era el mejor bajo la mirada de su señor, y no toleraría que una de sus hijas contrajera nupcias con un nuevo salvador que desplazase su figura como protector de la aldea. No quería un príncipe. Quería acabar un trabajo empezado hace tiempo y que se estaba comiendo por dentro desde hacía años al venerable Albartáux.
—¡Venga todos, seguidme!—.
De esta forma, se sumaron los cuarenta a la lucha. Arrojaron lanzas, tomaron las espadas, y se internaron en el corazón de los dominios del enemigo dispuestos a matar cuanto se les cruzara. La acuchilladora del jefe de la guardia de Jáben cayó sobre una mujer partiéndole en dos la cabeza, luego sobre un hombre al que casi despojara de medio pecho y un brazo, tajando indiscriminadamente y devolviendo el mal que les habían hecho a los humildes colonos a lo largo del tiempo.
—¡Matad, matadlos a todos! ¡Acabad con estos perros asquerosos!—vociferó el hombretón de enorme bigote, con espumarajos saltándole de la boca.
Tenía delante un niño que lo miraba desde el suelo, en su tienda, y una fémina corrió a llevárselo. Sabía que si lo dejaba vivo, si la ponzoña de estos descerebrados se había abierto camino en él, tendría que matarlo después y para entonces causaría con ello gran dolor a todo el mundo. Cogió una antorcha con el brazo del escudo, cortó los cordones que sostenían la puerta y le prendió fuego. Mejor ahorrarse el dolor.
Los guardias de Jáben se estaban cobrando su venganza sin ningún tipo de reparos, pues apuñalaban y golpeaban con la espada sin pensárselo, sin remordimiento. Estaban exterminando el mal. Cuando el jefe de ellos vio al señor Zhard de Zhalama levantó su cuchilla y tiró por ahí la antorcha, cuyas llamas se espejaron en su armadura.
Encerrando a un grupo de enemigos al formar una cuña invertida, Rasháll vio cómo aquellos mercenarios, incluso con algún herido entre ellos, machacaban carne sin contemplaciones tampoco. Realizando así un avance ofensivo, los prisioneros, que habían hecho su parte, se unieron a ellos como otra escuadra por el flanco izquierdo hasta llegar a la posición del hombretón.
—¡A por ellos y ay del que deje uno solo!—gritó a sus hombres el pelirrojo del distintivo escarlata y una pluma negra en lo alto de su casco.
Pero en esos instantes, una voz femenina se filtró por los sonidos del campo de batalla y llegó a sus oídos, pronunciando pocas palabras, pero con el tono reconocible de alguien que helaría su sangre.
—"Pobre Rasháll, ¿qué haces?"—.
—Fu-fuera... ¡fuera de mi cabeza!—.
El jefe de los guardias se apretó el casco contra la cabeza, y correteó enceguecido con la tajadora en la mano machacando a cuanto se interponía, sin importar cuántos fueran ni las heridas que coleccionara en el proceso. Hubo un momento en que, notando las punzadas y cortes en los brazos y alguna lanza en el costado bajo la armadura, se bloqueó viendo a su alrededor varios cadáveres y la tarima central del asentamiento con una gran hoguera ardiendo hacia lo alto. Una sombra femenina levantó una mano. Los cuernos en su cabeza horrorizaron al corpulento guerrero, quien en un arrebato de irracionalidad, corrió hacia ella sin ver más de la lucha que lo que tenía al frente. La mano de la mujer se cerró apenas cuando Rasháll, fuerte como un toro, sintió que le temblaban las piernas y que algo le estaba estrujando el cuello, primero con muchísima fuerza, la suficiente como para que olvidara las armas. Luego, fue algo más suave.
—"Te lo dije. Os lo dije a todos. Y ahora queréis matarme. No lo consentiré. Os entregaré a todos igual que me entregasteis a mí. Me dejasteis abandonada, me disteis por muerta. Ahora soy la más fuerte. Celebraré un festín con vuestra agonía... ¡Desesperad entre la sangre y las llamas!"—.
Por último, el veterano guardia cayó tras luchar por su vida contra aquel embrujo sin lograr evitarlo porque, pese a todo, su espíritu y mente ya habían cedido su defensa desde el principio, y aquella mujer sólo necesitaba que eso sucediera para acabar con quien se alzase en su contra. Las fuerzas abandonaban a Rasháll, justo como para no ver que alguien más, ataviado con una túnica oscura y portando un mazo de madera con un extraño cilindro de piedra encastrado en su centro de lado a lado, lo elevaba por encima de su cabeza. Llegaron las tinieblas. Su casco rodó por el suelo cuarteado y polvoriento, entre cuyas grietas corría ya una espesa mezcla roja y gris. 

La Dama de la DestrucciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora