XXXIV ~ La Empiedra.

2 1 1
                                    


En tanto se echaban de nuevo al camino, fue Kerish el que, tras unos minutos de guardar silencio, equilibrando su ánimo, se acercó a la guerrera con los labios entre los dientes de su boca en un gesto prieto y apurado.
—Quiero preguntarte algo—.
—Sí, lo que quieras—.
—¿Alguna vez has oído la palabra "Kevalárr"?—.
—Me suena al Kevalariano—susurró Ibo, frunciendo el ceño con expresión dubitativa, —En mi tierra alguna leyenda habla de este ser. Una especie de inmortal que vino de otro mundo y enseñó a la raza del Hombre a combatir. De algún modo, la Alondita y él están relacionados. Pero si hubiera existido más de uno, sería una especie de pequeña comunidad como de monjes muy cerrada a forasteros comunes, y además, las leyendas dicen que el Kevalariano no tiene voz, por lo que también se lo conoce como El Silencioso. ¿Cómo iba entonces a transmitir su saber? Algunas leyendas son sólo eso, imagino—.
Encogiéndose de hombros, ella dio por terminada la explicación sin saber del todo el por qué de su cuestión, si bien, Kerish le parecía a veces más ávido de conocimiento que el hombre promedio. No le dio más importancia, y él, atento al camino y preguntándose si todo saldría como debía, se acercó a Zhard al apreciar una cañada mohosa en la que se alzaban dos colinas y un camino entre ellas que rodeaba la senda en descenso. Dahgha y Byngue se acercaron junto a Hcàrai a pie para examinarlas, y volvieron sin ningún percance que tener en cuenta, el camino estaba libre.
—Pero no va a ser bonito—sonrió con pesar el fronterizo.
Tan rápido transitaron aquel estrecho pasaje, los demás supieron por qué: una extensión de tierra que en otros días estuviera salpicada de grandes dientes de roca natural dificultaba en parte la visibilidad, aunque se había practicado para mejor paso una vía de tierra. Tal obra no debió resultar muy fácil y por algún motivo, surgían varias paredes de roca como si se tratara de las fichas de un macabro juego, pues en ellas, y a su alrededor, cientos de esqueletos les observaban con sus ojos vacíos. Algunos conservaban su ropa o la tenían hecha jirones, lucían cascos y armas, vestidos y joyas de bronce y cobre, y pudiera ser que alguna de plata. Lo cierto fue que no se detuvieron para averiguarlo. Con gesto sereno, a pesar de que la baja bruma que se colaba desde otro margen de las marismas confiriendo un aspecto aterrador a la escena, Zhard encabezó junto a Ëirim la marcha con Kerish de su lado.
—Ya hemos llegado a La Empiedra—confirmaba con un asentimiento serio en tan lúgubre ambiente, —Albartáux, el padre de Brélidh, me contó que este es el límite de las tierras seguras para los viajeros. Es otro antiguo cementerio donde, a veces, han dejado los de Jáben y otras localidades cercanas a sus muertos en años anteriores. Dejaron de hacerlo porque creen que aquí, los espíritus se han reunido de alguna manera y los mortales los molestan con su presencia—.
—¡Qué bueno para nosotros pasar por aquí, entonces!—negó el bárbaro, riendo entre dientes.
—No, Kerish. ¡No conturbemos su reposo! Limitémonos a seguir nuestra misión hacia el lugar donde nos reuniremos con los refuerzos—.
—Ni se nos ocurriría alterar su serenidad, mi señor—dijo la mujer paladín, dándose un firme toque en el pecho con el puño izquierdo.
Sin embargo, Kerish revivió cierto momento del pasado al ver un muerto, allí en pie en un nicho de piedra, con las manos de hueso pelado aferrando una larga hacha antigua de combate. Un caso de cuernos negros y planos adornado con tachones le protegía la cabeza. Estaba seguro de que alguna sombra se había movido entre estas tumbas expuestas pero no halló nada entre las brumas. Ni siquiera un simple sonido. Todo lo vivo que había en aquel lóbrego paraje, eran ellos.
—No deberían dejarlos aquí—susurró con cierto tono ultrajado, ya que hacía relativamente poco, sus congéneres adoptaron la pira fúnebre para evitar que las fuerzas del mal levantaran los cuerpos de los caídos para matar y devorar a sus semejantes.
—Es un sitio muy viejo, Kerish, pero te aseguro que, tan lejos como están, es lo correcto para que estén—asintió Zhard intentando tranquilizarlo y darle explicación a lo que veían, —En otras épocas los cementerios no eran como en las ciudades y pueblos civilizados, y debían dedicar un lugar para guardar a los muertos y que no perjudicasen con sus misasmas a los vivos. Hace mucho, todos se enterraban en los templos sobre suelo sagrado, tanto que el terreno llegó a atestarse y sucedían todo tipo de hechos que afectaban a la salud y a la mente de las personas. Como cada cierto tiempo, los cadáveres debían sacarse de las tumbas y hacer la monda de cuerpos una vez por invierno, ya que ello impediría que los vapores de la descomposición y otras emanaciones de sus restos enfermaran a los ciudadanos. Los huesos, se dejaban en un lugar del templo, y las tumbas, libres para enterrar a otros. Aun así, no era suficiente, y los gobernantes tomaron la determinación de erigir cementerios en pueblos y a extramuros de las ciudades. Hay algunos registros de otras civilizaciones que los guardaban en los sótanos de sus casas, formando una cripta, cosa que llegó a ser insalubre también debido a la contaminación que se creaba. Por ello, aún perduran lugares como este elegidos por culturas antiguas donde poder reconciliar a los muertos por los rituales oportunos y darles, por así decirlo, su propia tierra, mientras que los vivos se mantenían en la suya. Hoy día, a veces acuden familiares y conocidos acompañados de sacerdotes para bendecirlos, y aplacarlos si hubiere conmoción alguna—.
—Pues a mí este sitio me parece olvidado, tanto que dudo que los vivos o los muertos mismos quieran pasar un rato recordando viejos tiempos—.
Aguantándose una risa por tal comentario, Zhard negó con la cabeza ante su falso escudero. No podía usar sus capacidades arcanas pero estaba muy seguro de que, por alguna parte de aquel paraje, los fantasmas estaban mirándoles con curiosidad pero volvían rápido a su sueño. Cierto era, muchos no parecían ni si quiera recientes de hace al menos medio siglo, sino de bastante más. Y aun en esas, estos túmulos abiertos no parecían mostrar signos de profanación. Cruzarlo sin galope por lo que pudiera pasar, les llevó poco más de media hora, tiempo que suponía bastante bueno para la partida armada de Jáben en llegar a la posición indicada e iniciar el ataque cuando se diera la señal.
Los dos fronterizos fueron muy cerca el uno del otro. Byngue susurró:
—Ey, Vaakara, es un gesto muy bonito, amigo mío. Lo que dijiste antes de salir—.
—¡Qué menos por quien ha luchado siempre junto a mí! ¿No?—.
—Me he emocionado aunque no lo parece. Y quiero que sepas, antes de que acabemos como éstos—resopló su interlocutor moviendo la cabeza hacia los esqueletos, —Que para mí, mucho antes te has convertido en mi familia—.
—Nos une la sangre derramada de nuestros enemigos, al igual que la de nuestras heridas—.
—¡No me arrepiento de nada!—.
—¡Ni yo, hermano!—.
Escuchándoles al retrasarse un poco en la marcha, Kerish sonrió con la pureza de corazón que poseen los niños pequeños. Era posible que, incluso en un mundo como el suyo, las personas dieran lo mejor de sí mismas en la adversidad y se fraguaran lazos de amistad, hermandad y fidelidad entre ellas. Lazos de acero. Madeja tendida cuando el alma de uno se medía por su coraje para unirle a hombres mejores, separándole de los peores. Un gran pórtico les aguardaba al final de la funesta avenida sombría, recordando al joven bárbaro cierto monumento en su tierra ancestral y levantándole un repentino frío en los antebrazos y la espalda. Porque en la arcada que descendía semicircular como un único marco, le observaban muchos cráneos de cuencas oscuras y pendían toda suerte de hechizos extraños en cordones y cadenillas.
—Esto apesta a brujería—.
Danndán se aproximó y le puso una mano en el hombro derecho, sonriendo y hablándole de forma tranquilizadora.
—No son más que amuletos, Kerish. Te lo puedo afirmar sin dudas porque los conozco, son para alejar a los malos espíritus y repeler a los seres que horadan la tierra en busca de despojos humanos. Parecen bastante rudimentarios, mas siento en ellos la esencia imbuída para tal finalidad—.
Y así continuaron su viaje por La Empiedra, al cabo de dos horas más entre dispares encinas, mostajos y arces, salpicando aquí y allá el paisaje que pareciera atornillado de alguna manera al suelo, pobremente rico en hierbas si bien presentaba ciertos rastros de humedades pretéritas y moho anaranjado o blanco según la orientación e intensidad.
Las rocas que formaban estos parajes agrestes traían a la mente del líder del grupo la paz y soledad de los templos olvidados, y en cierto modo, le regocijaba apenas escuchar un ave en la distancia buscando su sustento. El camino era accidentado por tramos, y parecía obra de un derrumbamiento colosal a veces, tan caótico como perfecto en su inconstancia, y otras, de no ser porque era todo caliza grisácea y sedimentos, se diría de lejos que parecía una ciudad en sí. Algunas nubes empezaban a motear el cielo cuanto más transitaban hacia el interior de este nuevo territorio, y Kerish, mirando hacia las alturas, se imaginaba viviendo allí en soledad para ostentar un trono de piedra como los reyes de antaño, mucho antes de que se inventaran las ciudades, sus muros, sus luces, su corrupción y cuanto les separaba del estado natural de la barbarie, esa invencible conquistadora de cuyo favor se había alejado tanto la humanidad para sumirse en el vicio de la codicia y los espurios fines de la política.
A sus ojos, el bárbaro también imaginaba a furibundos dragones de colosal talla dando forma a aquellas rocas con su duelo, enfrentándose y dejando las marcas de sus garras a todas las alturas en que aquel encuentro hubiera tenido lugar. Algunos zarzales, flores amarillas de tallo fuerte y vellosas hierbas de las que podría pastar el ganado, también formaban parte del entorno que estaban atravesando. Un zorrillo y una mangosta huyeron al paso tranquilo de los corceles, una suerte de buitre de cabeza y cuello verdosos pero refulgentes en varios tonos cromáticos profirió una suerte de graznido y se alejó volando.
—Un pigargo—gruñó Kerish con desdén al recordar una experiencia pasada.
No muy lejos, del techo de una covacha anexa de la que se alejaba una pareja de cuervos solitaria, pendían como ocho o diez murciélagos del mismo color que La Empiedra en sí, como si hubieran nacido para camuflarse con el ambiente. A Dahgha le gustó verlos, y también sonrió con total amplitud al ver un enorme cabrón de cornamenta estriada paseándose por otra zona de la meseta, mirándoles desde lo alto para luego desaparecer como si temiera ser cazada.
En efecto, el Kôtan no pensaba en adoptarla para colmarla a caricias, aunque sí habría querido hacerlo con alguno de los murciélagos, probablemente menos fieros y desde luego seguro mucho más diminutos que los que habitaban en su patria salvaje.
—¡Mirad!—susurró Otine de esa manera en que en realidad, llamaba la atención de todos, señalando al muflón, —Un Kerish—.
La mayoría de los compañeros rieron, incluso el aludido, que pese a estar harto de la ballestera se echó una mano a la frente uniéndose a las carcajadas en voz baja. Algo menos rígido por lo que aguardaba, Zhard recordó con precisión el relato de las tierras que le diera el señor Albartáux, así como lo hiciera Brélidh. Las descripciones de una prisionera fugada en la necesidad y la visión militar de un líder formaban para él un mapa muy fácil de seguir, además del que llevaba consigo bien copiado y detallado. Danndán se adelantó unos instantes tras hablar con el Kashi en susurros para comunicarse con su empleador, la capucha echada sobre la cabeza y el largo cabello negro bien ceñido bajo ella.
—Mi señor, díjome Hcàrai que ha oído hablar de este terreno, y que es tan traicionero que podríamos caer en una emboscada. Como su inquietud me pareció razonable, me he tomado la libertad de consultaros si nuestra líder de combate tendría a bien de mandar una avanzadilla y examinar nuestro siguiente punto de ruta—.
—Buen punto, estimado hechicero—convino Zhard, dando una señal de alto con la mano alzada, —Ëirim, ¿qué os parece?—.
—Vivo para servir a las causas dignas, mi señor, y la vuestra lo es. ¡Dahgha, Dungold, Kerish, desmontad y reconoced el terreno desde lo alto! Lo mismo de antes. La Empiedra puede guardarnos aún alguna sorpresa desagradable—.
Tan pronto ella lo dijera, los que así fueron nombrados acudieron a subir por los flancos del camino, entre que la paladina dio otras órdenes a Otine e Ibo.
—Tened listas vuestras armas a distancia para cubrirles si llega el caso—.
—Me extrañaría que, de querernos fiambre, nos consintieran llegar tan lejos sin habernos echado encima piedras, flechas y lanzas—regruñó Vaakara, asiendo a tercio de gesto su bastón armado a la vez que entrecerraba sus ojos castaños, que pugnaban por no cegarse con el sol.
Su cabello rubio parecía iluminado repentinamente al igual que el Ëirim se asemejaba a escarcha sedosa. Con una sonrisa de suficiencia, ella le espetó al Tirjamio: —Son crueles y retorcidos, no se puede esperar mesura o motivo lógico en sus acciones. Y más os digo, para que todos lo tengáis en cuenta: ¡si nos capturan vivos, les daremos más diversión!—.
A medida que los exploradores escalaban aquellas formaciones, Hcàrai y Byngue se miraron con recelo. Fue el fronterizo el que dijo lo que pensaba, acariciándose la barba confundido y entrecerrando los párpados, pues cierta preocupación ensombrecía la viva expresión de sus iris como las orillas de un mar cálido en verano.
—Ya, pero, aun así... Debe haber un motivo por el que no hayan extendido su influencia con zonas de campamento o cosas del estilo por aquí. Hasta ahora no nos hemos encontrado con ellos, tampoco—.
—Puede ser que, como este lugar no les ofrece el mismo emplazamiento llano, no les convenga y sea difícil de mantener—se encogió de hombros el Kashi.
Kerish ya estaba en lo alto a la derecha de los aventureros, agazapado con Dahgha cerca y Dungold alcanzando ya la cornisa del lado izquierdo del camino. Se pusieron de acuerdo con un gesto de las manos y caminaron entre los dispersos matojillos y las extrañas rocas que gobernaban la vista desde las alturas. Con el rudimentario arco que había encontrado y un puñado de flechas metidas por el costado de la bota derecha, el nómada de las Tierras de la Noche trató de agudizar sus sentidos para encontrar posibles trampas o amenazas. El Kôtan también tenía el suyo preparado, y justo se dieron setenta metros entre accidentes y curvas del entorno, observaron por los pasajes que daba sombra sin nada más que...
—Un momento—susurró Kerish, agachándose tras más rocas a la par que hacía una seña con la mano hacia abajo al Solkann.
Con un asentimiento, Dahgha le miró, esperando. De repente, el otro bárbaro de la máscara que lo encapuchaba supo por qué se había alarmado, ya que dos siluetas humanas parecían inclinarse sobre una tercera, que no se sabía muy bien lo que era aunque por una ligera brisa les llegaba el olor a sangre y el amargor de las entrañas. La cabra montesa que hubieran encontrado espiándoles por casualidad, estaba siendo destripada por aquellos dos hombres, que vestían de manera semejante a los que les hubieran asaltado de camino a Jáben. Las armas, eran las mismas, desde luego, y al menos uno de ellos portaba un burdo arco a la espalda como el que tenía Kerish en la mano izquierda. Mostrándoles la lanza y con la trenza rubia cayendo por el hombro derecho, por el que se podían apreciar tatuajes temporales de azul oscuro, Dungold asintió suavemente al señalarlos.
El bárbaro de piel pálida miró al otro, más bajo de estatura y de corpulencia notable, y negó a su compañero lancero, pasando la mano derecha suavemente por el aire a poco del suelo, como indicándoles que se mantuvieran tumbados. Luego de eso, susurró al Kôtan: —Esperad. Vamos a cazarlos. Se lo diré a Zhard—.
Sonriendo y mostrando su plana y ancha dentadura, Dahgha pareció emocionado y buscó cobijo tras las rojas en tanto Kerish se afanaba en deslizarse en completo silencio por donde había venido, cuidadoso con no pisar nada que delatara su presencia ni mover una sola piedra. En tanto se hallaba sobre la cornisa por la que hubiera ascendido, se quedó en cuclillas con los antebrazos apoyados en las rodillas y las manos colgando entre ellas, encorvado como un animal salvaje al mirar hacia su grupo.
—Hemos encontrado a dos. Están solos, deben ser vigías—.
—¿Saben que estamos aquí?—inquirió Zhard, frunciendo las cejas.
—Ni nos han olido—sonreía suavemente el bárbaro, pareciendo por su mirada que, como una fiera que jugaba con sus presas, sentía una satisfacción primitiva al saber que aquellas vidas serían su trofeo, —Pero yo mantendría a los animales aquí por ahora, y usaría a algunos de los nuestros a pie con arco y ballesta para cortarles la huida por si acaso. Y alguien que tirara bien las lanzas tampoco estaría de más—.
—¿Qué opináis, Ëirim de Harabel?—.
Ella tardó un momento en contestar pero después de mirar a Danndán y a Otine, asintió sin duda alguna al respecto.
—Que vuestro escudero ha sido bien instruido por vos, mi señor, a pesar de mis recelos. ¡Ibo, Hcàrai y Otine! Aligeraos en seguir el camino y controlad a los bellacos, ¡que no escapen!—.
Dicho eso, el joven bárbaro se quedó mirando al lord de Zhalama en esa postura, como observando todo con cierta diversión, preguntándole: —¿Órdenes, mi señor?—.
—Sólo necesitamos a uno. No lo malhieras, podría tener la información que buscamos—.
Ensanchando su sonrisa, Kerish dio media vuelta y volvió a ascender por la repisa rocosa de nuevo y les hizo una seña con la mano izquierda, tomando el arco circunstancialmente con la otra.
—Hay dos caminos. Uno tuerce a izquierda y es por donde está Dungold. Llegaréis a una bifurcación que rodea la formación donde ellos están, pero si vais por el de la derecha, les cortaréis el paso en la curva más próxima y tendréis mejor visión de su espalda, porque me ha parecido ver una pendiente fácil de controlar y desde la que podéis acertarles de lleno—.
Sin decir más, regresó con Dahgha para comprobar que todo seguía inalterado por el momento. El Kôtan parecía disfrutar del momento, venía de cazadores de bestias y los humanos, aunque no eran su presa, no le eran desconocidos de matar.
—Divertido. Quiero más. Otro día—.
—Seguro que sí. Cuando esto termine, nos iremos de caza—.
—Tú Kerish un bueno. Amigo—susurró golpeándose el pecho con el puño, demostrándole su aprecio.
—Amigo—fue respondido por el otro, —Vienen de los nuestros para ayudarnos. A mi señal, disparamos. Intenta no matar a uno de ellos, ¿vale? Zha-... Lord Zhard quiere a uno vivo—.
—Pero tienen mi cabra—.
Kerish lo miró sin creerse lo que había dicho y una risa muda afloró como un tosido reprimido de su boca, apretando los dientes y negando con la cabeza.
—¡La cabra es del que se la quede!—.
—¡Vi antes! ¡Me quedo la cabra!—.
—¡Trato hecho!—.
Mirando a Dungold, el hijo de los páramos le mostró el dedo índice de su mano derecha al igual que el corazón, bajándolo un par de veces para tratar de decirle que dejasen a uno. Pareciendo entenderlo, el lancero se fue irguiendo tras esperar por un par de eternos minutos, de modo que al hacerlo también Kerish, dispararon juntos Dahgha y él a la vez. Alertado porque se volvía justo hacia ambos, el bandido intentó avisar a su compadre echándole una mano al hombro pero, al mismo tiempo que las dos flechas se le clavaron una en el estómago y la otra sobre una clavícula, tampoco pudo hacer mucho pues a su compadre le sobresalía la lanza de Dungold por debajo del pecho en un chorretón de sangre que salpicó la azotea de roca en todas direcciones. Dolorido y tumbado boca arriba, viendo caer de rodillas y con cara de espanto a su compañero, el vigía restante se arrastró por la pendiente terrosa de espaldas y se incorporó cuando los dos bárbaros preparaban un nuevo disparo. No hizo falta dejar ir los vástagos, pues si bien su presa tenía la voluntad de luchar contra el dolor para evadirse, una flecha más se le hincó sobre el muslo izquierdo y el escudo de Otine lo terminó de derribar en un fallido intento de incorporarse. Ibo le pisó el arma, que ya tenía en la mano, y lo amenazó con otro proyectil listo para atravesarle la cara.
—¡Ni te muevas, estúpido! O mi flecha lo hará—.
Hcàrai rodeó la formación con una de sus jabalinas en la mano dispuesto a dar leuso, pero todos estaban bien y la situación se había controlado, por lo cual, fue a avisar a su empleador lo más rápido que pudo. Contentos por un buen trabajo, Dahgha y Kerish hicieron chocar los puños de sus manos libres y descendieron en busca de sus animales de monta retrocediendo el camino que hubieran recorrido por las alturas. Para ese momento, Zhard y Danndán ya se habían adelantado con Ëirim, de modo que quedaban con ellos Byngue y Vaakara, sosteniendo los animales de sus compañeras por las riendas.
—¡Bien hecho, chicos! ¡El señor parecía complacido!—les felicitó el Tirjamio.
Para cuando llegaron y descabalgar nuevamente, los dos bárbaros contemplaron el interrogatorio o el principio. El tipo de cabello desordenado aún era capaz demostrarse con una gran capacidad para la violencia pese a tener tres proyectiles en su cuerpo. No quería hablar la lengua común pero Kerish se adelantó a requerimiento de Zhard con la hoja sinuosa en una de sus manos.
¡Nojói! Sn-sröii tnyíjeg, nudägbaigagmiené—.
¿Biyukichígg cha daj béné?—.
Yaridájoodö—.
—Hay otro puesto...—gimoteó a regañadientes el aprehendido, —Pero el que debía venir, nunca llegó. Lo habréis matado vosotros—.
Zhard lo miró extrañado mientras Kerish le devolvía el gesto, y así, el peliblanco negó con la cabeza. No tenía sentido.
—Nosotros no—.
—¡Pero si tenéis sus armas!—rugió el reo al ver la extraña espada ponzoñosa pendiendo a un lado del corcel del joven guerrero salvaje.
Fue este último quien replicó: —Sí, ¡estaban abandonadas en una casa de esa especie de fortaleza-templo-loquesea! Las ruinas...—.
—¿Las ruinas Kevalarianas?—suspiró el vencido, ahora con menos ánimo.
—¿Esperabas a un contacto, entonces?—inquirió el supuesto señor de Zhalama.
—Si no me estáis mintiendo, alguien más anda tras nosotros—.
—Lo cual no me preocupa en absoluto, pero tú nos indicarás en el mapa dónde está tu campamento—le instaba Zhard al tomar de sus enseres un papiro y extenderlo ante el herido, acuclillándose frente a él, —Si lo haces, te dejaremos vivir—.
Por unos segundos, el tipo se lo pensó pero no parecía dispuesto del todo a colaborar. Aun en esas, les preguntó, apoyando la espalda contra una de las paredes del paso: —¿De verdad me dejaréis si lo hago?—.
El mago encubierto no hizo sino asentir a la par que le indicaba que señalase el lugar en el mapa así que, con un dedo ensangrentado, el salteador asaltado marcó una zona que rodeaba las colinas, dándole varios golpecitos con la yema.
—Aquí—.
—¿Seguro?—.
—Tan seguro como que estoy sangrando—.
—Hay vidas que dependen de ello—.
—No te preocupes por tus estúpidos infieles—tosió el prisionero, devolviéndole una mueca de amargor, —¡Ya tendréis lo que os merecéis si osáis atacarnos!—.
De nuevo erguido, Zhard fue hasta el caballo, y aun dándole la espalda, le hizo otra pregunta al tomar otro documento y examinarlo sobre la grupa del caballo como improvisada mesa.
—¿Cuántos sois en los dominios de tu sacerdote? Ese Sarúvách Sadova—.
—¡Ya le habéis conocido! O estáis a punto de conocerle. Pero no es a él a quien debéis temer de verdad si le encontráis—.
—Cuántos. Sois...—inquirió el de ojos verdosos y melena cana, de forma pausada adrede y con la paciencia menguando.
—¡Miles! ¡Os espera ulaan ükhel, idiotas!—.
Una carcajada estridente salió desde la garganta del bandido y se propagó con un eco fantasmal por toda La Empiedra, molestando a las aves y alertando a algunos roedores. Otine le agarró de la flecha que tenía clavada sobre la clavícula izquierda y torció con la mano, produciéndole un terrible dolor que le hizo gimotear y retorcerse. Ëirim, de brazos cruzados y con una leve sonrisa, le dio una patada en el pie derecho, pues estaba muy cerca, y le espetó: —¡Si fuerais miles, no estaríais dos muertos de hambre tras el cadáver de una cabra!—.
Asintiendo varias veces de mientras, Zhard tomó sendos documentos y, mirando a Kerish fijamente, hizo una pregunta levantando una ceja.
—¿Qué está diciendo?—.
—"Muerte roja". Se refiere a una muerte violenta, cruel—.
—¡Oh! Bien, entiendo—se encogió de hombros el caballero de Zhalama en tanto sus pasos iban directos otra vez al prisionero, —Mira, tienes una última oportunidad. Rectifica si antes has mentido, porque hay vidas en riesgo. ¿De verdad que tu campamento está donde dices que está y que sois miles?—.
—¡Sí, y vais a morir todos en cruces ardiendo después de que os despellejen vivos!—.
Con un simple giro de mano, Zhard le mostró el mapa que él había marcado y el otro, que traía consigo con todos los puntos de referencia y rutas posibles. El bandido abrió mucho los ojos, quejándose de no poder escapar de esa agria situación al reconocer que habían señalado correctamente el lugar y que lo habían pillado mintiendo. Su interrogador entrecerró suavemente los párpados de los ojos y habló con tono muy tranquilizador, si bien su boca presumía su superioridad con una sonrisa socarrona y de total suficiencia.
—Además, sois como unos sesenta, un poco exageradas tus afirmaciones, ¿no crees? ¿Qué pretendías, que diéramos al menos unas cuantas vueltas durante cuatro días por bosques lejanos y desviarnos a las cordilleras? Lo siento, pero no está en mis planes—.
—No, ¡no! ¡Todo esto es tierra sagrada y nos pertenece! ¡No podéis ir sin pagar el precio en sangre! ¡No podéis caminar por ella!—.
—Y es por eso, querido malandro, ¡que terminaremos con vuestra locura!—.
—Vais hacia la muerte—.
—Hacia la vuestra, sí, y nos cuidaremos de que no sea de otro modo. Has sido más útil de lo que pensaba—se encogió Zhard de hombros al devolver el mapa a su sitio y dejar la copia ensangrentada cerca del cautivo.
—¡Vuestras vidas están en peligro y crees que tienes el poder de ignorarnos! ¡Tú mismo lo has dicho!—.
—Nunca dije que fueran nuestras vidas. Me refería a la tuya, y a las de tus semejantes. Has mentido, aunque me diste algo de verdad al fin y al cabo. ¿Qué haremos contigo? No puedo dejarte ir así como así, y por si fuera poco, estás herido—.
Arrancándose la flecha del vientre, el bandido fanático se incorporó cojeando y gritó arrojándose hacia Otine, tratando de golpear por el camino a Ibo y Ëirim. En este brote de agresividad insana y rabia, Zhard se aprestó a desenfundar el mandoble y avanzar con los brazos por delante mientras la ballestera se defendía con su arma de proyectiles terciada, de modo que entre ella y la guerrera de Äsir lo empujaron notando que de repente no se movía y que todo pataleo había cesado abruptamente. La flecha que él tenía en la mano para emplearla como arma cayó de sus dedos moribundos al mismo que el acero del señor de Zhalama le traspasaba el pecho. Con gesto de desagrado, el líder de la partida sacudió la empuñadura de su mandoble y el cuerpo sin vida se deslizó como una vaina inservible a su acero, enrojecido por la sangre, para restar a un lado del camino sin más conmoción que soportar.
—Dejadlo sobre una roca y continuemos. Que las bestias de La Empiedra den cuenta de esta carroña y que sirva de ejemplo a cualquiera que pase por aquí en un futuro—. 

 

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
La Dama de la DestrucciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora