once

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Percy Jackson.

Cebra hasta las Vegas.

El dios de la guerra nos esperaba en el aparcamiento del restaurante

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El dios de la guerra nos esperaba en el aparcamiento del restaurante.

—Bueno, bueno —dijo—. No os han matado.

—Sabías que era una trampa —le espeté. Ares sonrió maliciosamente.

—Seguro que ese herrero lisiado se sorprendió al ver en la red a un par de críos estúpidos. Das el pego en la tele, chaval.

Le arrojé su escudo.

—Eres un cretino. —le dijo Damian tranquilamente, sin embargo, en su tono de voz había una pizca de desprecio y molestia.

Annabeth y Grover contuvieron el aliento. Ares agarró el escudo y lo hizo girar en el aire como una masa de pizza. Cambió de forma y se convirtió en un chaleco antibalas. Se lo colocó por la espalda.

—¿Ves ese camión de ahí? —Señaló un tráiler de dieciocho ruedas aparcado en la calle junto al restaurante—. Es vuestro vehículo. Os conducirá directamente a Los Ángeles con una parada en Las Vegas.

El camión llevaba un cartel en la parte trasera, que pude leer sólo porque estaba impreso al revés en blanco sobre negro, una buena combinación para la dislexia: «AMABILIDAD INTERNACIONAL: TRANSPORTE DE ZOOS HUMANOS. PELIGRO: ANIMALES SALVAJES VIVOS».

—Estás de broma —dije.

Ares chasqueó los dedos. La puerta trasera del camión se abrió.

—Billete gratis, pringado. Deja de quejarte. Y aquí tienes estas cosillas por hacer el trabajo.

Sacó una mochila de nailon azul y me la lanzó. Contenía ropa limpia para todos, veinte pavos en metálico, una bolsa llena de dracmas de oro y una bolsa de galletas Oreo con relleno doble.

—No quiero tus cutres… —empecé.

—Gracias, señor Ares —saltó Grover, dedicándome su mejor mirada de alerta roja—. Muchísimas gracias.

Me rechinaron los dientes. Probablemente era un insulto mortal rechazar algo de un dios, pero no quería nada que Ares hubiese tocado. A regañadientes, me eché la mochila al hombro. Sabía que mi ira se debía a la presencia del dios de la guerra, pero seguía teniendo ganas de aplastarle la nariz de un puñetazo. Me recordaba a todos los abusones a los que me había enfrentado: Nancy Bobofit, Clarisse, Gabe el Apestoso, profesores sarcásticos; todos los cretinos que me habían llamado «idiota» en la escuela o se habían reído de mí cada vez que me expulsaban.

Miré el restaurante, que ahora tenía sólo un par de clientes. La camarera que nos había servido la cena nos miraba nerviosa por la ventana, como si temiera que Ares fuera a hacernos daño. Sacó al cocinero de la cocina para que también mirase. Le dijo algo. Él asintió, levantó una cámara y nos sacó una foto.

OCEAN EYES ¹, percy jacksonWhere stories live. Discover now