Capítulo Treinta y Cinco

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Tengo que tragar saliva mientras no dejo de mirarla

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Tengo que tragar saliva mientras no dejo de mirarla. Mireia está aquí, delante de mí, y tiene esa expresión tan característica suya, con esa sonrisa que le ilumina los ojos y ese toque tan travieso que tanto me gusta en sus ojos.

Llevamos días sin hablar por mensajes ni mantener ningún tipo de contacto, seguía con mi idea de no querer agobiarla ni presionarla. Lo último que había sabido de ella es que estaba mejor, o eso me había dicho, pero eso no es una razón suficiente para estar aquí.

¿Qué se me está escapando? ¿Ha pasado algo y tengo que volver a preocuparme?

Jamesito —insiste al ver que no he dicho nada, que me he quedado en silencio—. ¿En serio no vas a dejarme pasar? —bromea—. Acabo de recorrer casi tres mil kilómetros, ¿sabías? Lo mínimo es que demostrases una vez más lo caballero y hospitalario que eres.

No sé qué decir, tampoco cómo hacerlo, por lo que me muevo para que pueda entrar y cierro la puerta. De inmediato, mi perro va a saludarla y ella se agacha para mimarlo mientras no deja de decirle algo de forma cariñosa en catalán.

Mi mente va a mil, pensando en demasiadas cosas a la vez y ninguna del todo coherente. Estoy nervioso, mucho de hecho, y no lo entiendo, no deja de ser Mireia.

Había pasado esa etapa hace mucho tiempo.

—Hola —consigo murmurar mientras aún está acariciando a mi perro.

Ella gira la cabeza para mirarme y empieza a reírse como si acabase de decir algo muy gracioso.

—Estoy teniendo un déjà vu —comenta—. ¿Sabes de cuándo? —Niego con la cabeza—. De cuando nos conocimos, de esas primeras citas que tuvimos en las que me resultabas muy adorable.

Es decir, a cuando no paraba de hacer el ridículo delante de ella y decía cosas sin sentido de las que me arrepentía una vez las había pronunciado porque estaban llenas de tópicos y cosas sin sentido.

—¿No decías que no eran citas? —rebato para recordarme a mí mismo que estamos muy lejos de esos momentos, que es Mireia, que no tengo motivos por los que estar nervioso.

—Lo decía, sí —admite y se levanta sin dejar de mirarme—. Las citas que no eran citas, pero no no engañemos, ambos sabíamos que lo eran, ¿no?

Asiento y aprovecho para fijarme mejor en ella. No sé cómo no he podido darme cuenta antes, pero lleva mi jersey puesto. Me lo había dejado en Barcelona sin querer, me había dado cuenta una vez había deshecho la maleta en Estocolmo y no lo había visto. Tampoco me había importado. Para mí ya no es mío, es suyo, le queda mucho mejor que a mí y me gusta vérselo puesto.

—¿Quieres tomar algo? —le ofrezco con mucha educación—. ¿Café, té, agua...?

Jamesito, deja de estar nervioso —me pide como si fuese posible y hace lo mismo que he hecho, examinarme—. Estás más delgado.

La verdad tras su sonrisaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora