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Freyja
Cabalgamos sobre el jabalí hasta que se puso el sol. La pistola se presionaba en mi espalda baja y ya no sentía el culo.
Te vas a quedar más plana que Tablón de Ed, Ed y Eddy.
Naguara, imagínate andar todo el día montado en un cepillo de acero —de esos que usan para fregar en restaurantes— sobre un camino pedregoso. Bueno, así de cómodo más o menos era viajar sobre Jab Express.
No tengo ni idea de cuántos kilómetros recorrimos, pero si sé que las montañas se desvanecieron en el horizonte y cedieron paso a una interminable extensión de tierra llana y seca. El monte se iba haciendo más y más escasos y, finalmente, nos encontramos galopando —pregunta sería, ¿los jabalíes galopan?— a través del desierto.
Ni en Apure hice está webonada.
Al caer la noche, el jabalí se detuvo junto a un arroyo con un bufido y se puso a beber aquella agua sucia. Luego arrancó un cactus y empezó a zamparselo también. Con púas y todo.
Arrecho no, arrechisimo.
—Ya no irá más lejos —dijo Grover—. Tenemos que marcharnos mientras come.
No hizo falta que insistiera. Nos deslizamos por detrás mientras él seguía hartandose su cactus y nos alejamos renqueando con el culo adolorido.
Después de tragarse tres cactus y de beber más agua sucia, el jabalí soltó un chillido y un eructo, dio media vuelta y echó a galopar hacia el este.
