IMAGENES. El castigo.

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Me excita verte en esa postura y no puedo dejar de mirarte. Estática, quieta ante mí, esperando a mi próxima orden. Tus manos posadas en el borde de la barra del bar, tratando de aguantar el peso de tu cuerpo, la blusita semitransparente que te regalé, el cinturón de eslabones que te compraste hace medio año y los zapatos de tacón; las piernas dobladas hacia afuera, para que pueda observar ese magnífico culo que abierto, se muestra ante mí.

Mi sexo está a mil, totalmente erecto. El silencio reina en la habitación y solo se oye el ruido de mis pasos y tu respiración pausada. Me acerco a ti, y con el látigo, que llevo en la mano, acaricio la raja de tu culo. Te estremeces, y me siento triunfante por lograr ese efecto en ti.

— Julio, por favor, me duelen los brazos y las rodillas — suplicas.

—Ya lo sé, pero eso forma parte del castigo, si te hubieras portado bien ahora no estarías así — contesto a tu súplica con dureza.

Suspiras al comprobar que tu ruego no obtiene resultado. Me arrodillo tras de ti, y colando mi mano por entre tus nalgas alcanzo tu sexo y empiezo a acariciarlo, mientras te susurro al oído:

— Ni se te ocurra gemir o excitarte.

Afirmas con la cabeza tratando de controlar tus emociones. Estás excitada, y en realidad, deseas que te penetre ya, que te haga mía, pero sabes que no lo voy a hacer, aún no. Te muerdes el labio inferior porque deseas gemir, pero no puedes; mis dedos hurgan en tu sexo y se introducen en tu agujero vaginal. Suspiras acallando un gemido y yo muevo mis dedos dentro y fuera, una y otra vez, acelerando cada vez más el ritmo para comprobar hasta donde eres capaz de soportar. Mueves tu cabeza hacia adelante y atrás, suspiras cada vez más rápidamente. Sé que te estás excitando y que tratas de luchar contra ello, pero no puedes y menos cuando mis labios se posan sobre tu cuello y con la lengua lo acaricio. Toda tu piel se eriza y finalmente:

— ¡Ah! — Un gemido escapa de tu garganta.

— ¿Qué te he dicho, zorrita?

— Que no gimiera ni me excitara. Señor — respondes como una gatita obediente.

— Muy bien — me pongo en pie y doy un latigazo en el suelo, muy cerca de tu hermoso culo.

Al sentir el aire que el látigo hace, te revuelves; seguidamente tiro de tu pelo obligándote a echar la cabeza hacia atrás. Me bajo la cremallera del pantalón, saco mi sexo erecto y te ordeno:

— ¡Chúpalo!

Tú, obediente, sacas tu lengua, acerco mi verga y empiezas a lamer. Sé que la postura es incómoda, que hace que te duelan las cervicales, y que el dolor de mi mano tirando de tu pelo también es molesto, pero me gusta torturarte de esta manera. Suelto tu pelo, ya que solo alcanzas a lamer un poco el tronco y eso no me satisface lo suficiente.

De nuevo me arrodillo junto a ti, y cogiendo el látigo lo paso por entre tus piernas, lo sujeto por cada extremo, lo coloco de modo que pase por entre tus labios vaginales y roce tu clítoris, y seguidamente empiezo a moverlo; primero despacio, luego aumento el ritmo adelante y atrás, oigo como empiezas a gemir. Cuando te das cuenta, intentas acallar tus gemidos resoplando y suspirando. Me detengo y te pregunto:

— ¿Te excita esto, cariño?

— Sí — musitas inevitablemente.

— Bien — añado con picardía, mientras sigo moviendo el látigo hacia delante y hacia atrás.

Oigo que te quejas por lo incómodo de la postura y finalmente te ordeno:

— Anda ponte en pie, pero con la cabeza apoyada junto a tus manos en la barra.

Mis relatos eróticosWhere stories live. Discover now