LXXIV

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No fue muy difícil lograr que Harold diera el primer paso hacia el exterior de su preciada casa, pues Dallon lo sostenía de un brazo como cuando le ayudaba a bajar las escaleras, sólo que ahora trataba de ser un apoyo más emocional que físico. De a poco, se acercaron al auto donde el más viejo subió vacilando y rápidamente se colocó el cinturón de seguridad. Aún cuando el otro también estuvo dentro del vehículo con el cinturón asegurado, le tomó un minuto al escritor calmarse y dejar de pensar en los peores desenlaces posibles.

El castaño esperó pacientemente por una señal que le indicara que todo estaba bien y eso obtuvo cuando su padre inhaló, exhaló y asintió con la cabeza suavemente. Encendió el motor, manipuló los cambios y ajustó el espejo retrovisor, todo esto lento y con mucho cuidado para no ejecutar movimientos bruscos que pudieran espantar al mayor y acelerar su ritmo cardíaco. Su pie presionó con mucha precaución el pedal bajo su suela y el Mazda comenzó a avanzar por la calle.

El editor se sintió como aquel día en el que realizó su examen de conducir para sacar la licencia a sus diecisiete años, aunque hoy estaba incluso más nervioso que en ese entonces, temiendo que su papá de pronto brincara en su lugar ante la más mínima cosa y le pidiera dar la vuelta. Tenía que llevarlo hasta su casa, no podía volver allá con Brendon sin el invitado especial. No habían cocinado juntos ni se habían arreglado tanto en vano.

Afortunadamente, no hubo ni una sola protesta en el camino. En una luz roja después de atravesar ya algunas avenidas, Dallon se permitió mirar por el rabillo de su ojo al opuesto y lo divisó con la vista fija en la ventana o, más bien, en lo que había más allá de ésta; cielo azul con nubes de distintas formas, árboles con pocas hojas, civiles caminando de aquí a allá, entrando y saliendo de tiendas y edificios, otros autos en la avenida haciendo sonar sus pretenciosos cláxones. Al oírlos, el castaño avanzó lentamente, pues el semáforo cambió a verde sin que él lo notara.

Su padre era un hombre de pocas palabras cuando se trataba de asuntos que no eran de su interés y, como en estos instantes estaba bastante ocupado estudiando el mundo exterior del que se había alejado por años, el Weekes joven dudaba que pudiera hacerlo hablar. Aunque, siendo sincero, no tenía ninguna intención de romper la paz del ambiente ni interrumpir al otro en su meticulosa observación de lo que se había estado perdiendo últimamente: la vida común y corriente donde lo que había afuera influía de modo distinto en cada persona.

Con el mismo silencio del principio, finalizaron el viaje. Dallon apagó el motor y se quitó el cinturón de seguridad. El contrario, por su lado, veía por la ventana la casa blanca con rojo, su semblante denotando cierta nostalgia mezclada con inseguridad y confusión.

— ¿Pintaste la fachada? — Preguntó a medida que se quitaba el cinturón también, lentamente casi no queriendo.

— Retoqué el color blanco hace un par de años. — Respondió él.

— Y cortaste el árbol cercano a la puerta trasera, el grande que se veía desde el frente. — Notó el más bajo, abriendo la puerta del vehículo y saliendo con los ojos puestos en la residencia de su hijo.

— Había una ardilla viviendo en él y una vez se metió a la casa por la ventana del baño. — Relató sonriendo a causa del recuerdo de sus hijos y Ryan ayudándolo a atrapar el roedor con una red de mariposas. — Además, tiraba muchas hojas en otoño y me molestaba tener que recogerlas cada fin de semana.

— También cambiaste las cortinas de la sala. — Para este punto, ya estaban encaminándose a la entrada y ahí el hombre canoso señaló la grande ventana del lado derecho por la que se podían ver las cortinas de las que hablaba.

El de alta estatura hizo sonar el timbre únicamente como aviso de su llegada y metió la llave a la cerradura mientras decía:

-— La lavadora rompió las viejas y Breezy me obsequió esas. Dijo que eran mejor de ese color que gris oscuro y que el cuadriculado era muy moderno.

East Wind •• BrallonWhere stories live. Discover now