Capítulo 34

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Lysandra sentía que desconocía por completo al hombre con el que llevaba más de veinte años casada. Por accidente se había enterado de lo que Abraxas planeaba junto a Armand, para obligar a Alyssa a que se casara con él. Estaba indignada, así que irrumpió en la habitación que compartían y se quedó mirando a Armand como si fuera alguien despreciable.

—Es que no puedo creer que te hayas atrevido a hacer algo tan terrible —le dijo, en claro tono de reproche—. Es como si le estuvieras vendiendo a tu propia hija al mejor postor.

Él se sorprendió al escucharla, pues ella nunca se había atrevido a hablarle de esa manera. A pesar de eso, la miró con toda calma y se levantó despacio de la cama donde estaba sentado.

—Eso no es verdad, Lysandra —se limitó a decirle.

Ella pareció enfurecer todavía más.

—Claro que es verdad —levantó considerablemente la voz—. Por tu culpa ella va a despertar cada día del resto de su vida al lado de alguien a quien no ama.

—Hay cosas más importantes que el amor.

—Estás arruinándole la vida.

—La arruinaría realmente si dejo que siga con ese don nadie.

—Que se haya enamorado de ese chico no es ningún pecado.

—Tal vez eso no lo sea, tienes razón, pero esto es algo que va mucho más allá de sus sentimientos. Está comprometiendo la pureza de sangre de la familia, y ese es un asunto serio.

Lysandra lo miró con decepción.

—Es increíble que te importe más eso que la felicidad de tu hija.

Armand estaba casi convencido de que, si su esposa no estaba en contra de la relación de Alyssa con Tom, al menos se quedaría callada, pero ella lo increpaba con tanta vehemencia, que estaba más que seguro de que se pondría de parte de su hija.

«Otro problema más —pensó, con cansancio—, tendré que encargarme también de ella».

Miró el reloj que estaba en la mesa de noche del lado de la cama donde él dormía, su hija llegaría a casa dentro de poco, y tenía que hablar seriamente con ella.

Alyssa salió de su trabajo en Gringotts sin sospechar nada de lo que le esperaba en casa. Echaba mucho de menos a su hermano, y no veía la hora de que regresara. Cuando llegó, su padre estaba en el comedor, solo, eligiendo con cuidado las palabras que luego había de decirle.

—Padre —le dijo a modo de saludo.

—Tenemos que hablar, Alyssa —respondió él, yendo directo al grano.

Alyssa lo miró con desconfianza, pero se sentó en su lugar habitual en la mesa. Armand se acomodó en el asiento y miró a su hija con aquellos ojos oscuros que se negaban a dejar ver lo que estaba pensando.

—He estado hablando con Abraxas —dijo, y al escuchar ese nombre, Alyssa puso una expresión de fastidio—, él sigue muy interesado en casarse contigo, y yo no le veo ningún problema. Pertenece a una antigua familia de magos de sangre pura, tiene una excelente posición económica y social... en fin, creo que es el esposo ideal para ti.

—Pues lo lamento mucho, padre —se apresuró a decir ella, sintiéndose cada vez más molesta—, pero yo no me voy a casar con Abraxas porque no lo quiero, es más, ni siquiera lo soporto. No hay manera de que eso funcione y tú no tienes por qué obligarme.

—Antes que el amor, está el deber que tienes para con tu familia.

Armand no levantaba la voz, porque había previsto esa reacción en su hija, simplemente esperó, dejando en el aire aquella última frase.

—¿El deber que tengo para con mi familia? —repitió ella, a punto de perder los estribos. Armand asintió.

—No sé cómo hacer que entiendas que ese mestizo no te conviene. En realidad, no le conviene a nuestra familia, que se ha preocupado tanto por no tener nada que ver con muggles.

Eso fue suficiente para que Alyssa perdiera su poco autocontrol.

—Yo no voy a casarme con Abraxas —gritó—, y no va a haber forma de que me obligues a eso.

Su padre esbozó una fría sonrisa.

—No estés tan segura de eso.

Ella no quería estar ni un segundo más en su presencia, de manera que dio media vuelta para salir.

—¡Imperio! —exclamó Armand en cuanto ella le dio la espalda.

Tan pronto la maldición la impactó, Alyssa se sintió como si hubiera entrado en un trance, completamente calmada, y libre de toda preocupación, solo una vaga sensación de felicidad que no sabía de dónde había salido, se apoderó de ella.

«Ahora vas a ir a Londres, a decirle a ese mestizo tres veces maldito, que no lo quieres en absoluto, y que todo entre ustedes debe terminar —escuchó la voz de su padre, dentro de su cabeza».

No se resistió, había perdido todo control sobre sí misma, de manera que hizo lo que le dijo. Se desapareció y apareció cerca de donde vivía Tom. Recorrió a paso rápido la distancia hasta su puerta y tocó dos veces. Tom acababa de llegar, y estaba quitándose la capa para dejarla en el perchero de la entrada. Frunció el ceño, preguntándose quién sería. Abrió la puerta y la vio. La sonrisa apareció sin que pudiera controlarla, como siempre que la veía. Se acercó, con intención de besarla, pero ella se apartó un paso, y él supo que algo muy raro, y muy malo, estaba pasando.

—Tengo que decirte algo —dijo ella.

Él se apartó de la puerta y la dejó entrar, aunque solo dio unos pocos pasos adentro, y lo miró fijamente.

«Dile que no lo quieres, y que nunca lo has querido —insistió su padre—, dile que esa relación entre ustedes debe terminar ahora mismo y que te casarás con Abraxas».

Pero ella comenzaba a resistirse a la maldición.

«No puedo decirle eso porque no es verdad —dijo, en su mente».

«¡Tienes que hacerlo ahora mismo! —insistió Armand, desesperado al ver que perdía el control sobre su hija».

«¡No!»

Dicho eso, se vio por completo liberada de la maldición, y en control de sí misma. Tom la miraba desconcertado, sin saber qué decirle o que hacer. Lo primero que ella hizo fue saltar hacia él y rodearlo con los brazos.

—¿Ocurre algo? —preguntó él, confundido, mientras le devolvía el abrazo.

Ella se apartó para mirarlo a los ojos.

—Nunca vayas a pensar ni por un momento que yo no te quiero —le dijo—, porque sí te quiero, y mucho.

Él salió de su confusión, porque escuchar esas palabras le había causado una emoción inmensa e indescriptible. Nunca había escuchado a nadie decirle que lo quería, ella era la primera.

—Yo también te quiero —le dijo, y luego la tomó de la cintura para besarla.

A muchos kilómetros de distancia, Armand Rosier recitaba improperios mientras golpeaba fuertemente la mesa con el puño.

—Vamos a tener que tomar medidas más drásticas —dijo.

𝙾𝚜𝚌𝚞𝚛𝚊 𝚊𝚍𝚒𝚌𝚌𝚒𝚘́𝚗 || 𝚃𝚘𝚖 𝚁𝚒𝚍𝚍𝚕𝚎Where stories live. Discover now