CAPÍTULO 2

41 5 0
                                    

Este medio día está siendo intenso, se nota que el buen tiempo hace salir a la gente de sus casas y que aprovecha para comer fuera. Hoy me han colocado en la ventanilla del servicio a los coches. Llevamos media hora a tope con los pedidos, y yo lo estoy dando todo, procurando no cometer fallos.

Trabajo en una zona que está repleta de restaurantes de comida rápida. Habrá, en total, unos seis o siete. No dejan de construir edificios de esta índole por aquí.

Estoy entregando el pedido del último coche que pasa por ventanilla cuando me da por mirar justo enfrente. Veo que en el restaurante de al lado no está la persona que suele estar, sino un chico joven, que también está entregando un pedido. Pero lo que realmente me llama la atención, es que lleva un traje, ni rastro del uniforme. ¿Quién narices lleva un traje de vestir mientras trabaja en un restaurante? Qué tipo más raro, seguramente sea un superior o algo así. Pongo los ojos en blanco, cosas más raras se han visto.

Decenas de pedidos después, no puedo evitar dirigir otra vez mi mirada a la ventanilla de enfrente, la curiosidad me puede. Sin embargo, me agacho con rapidez, quedando escondida por la pared.

El chico me estaba mirando. Más bien observando. Y me ha impactado, no sé por qué, quizás porque tenía una mirada un tanto... espeluznante. No suelo reaccionar de esta manera. Estoy acostumbrada a que me miren, pero había una intensidad extraña en su mirada, una que me ha puesto de los nervios. Y no en muy buen sentido.

La encargada, que justo pasa a mi lado revisando que todo vaya bien, se encuentra conmigo en el suelo cuando todos los demás compañeros están dándolo todo en la cocina.

Oh, oh.

***

Cuando estoy apunto de terminar mi turno, me llama.

-Altea, acompáñame un momento a la oficina.

La sigo, sin rechistar, hasta la sala que está acondicionada para que funcione como almacén y despacho a la vez.

Ella se apoya en la mesa, cruza un pie sobre el otro y repite la acción con los brazos. Yo no sé a dónde mirar, me agarro las manos por encima del trasero y espero a que comience a hablar.

-No sé qué ha ocurrido antes, pero no puedes perder el tiempo así y menos cuando hay tanta gente que atender. Hoy es sábado y ya deberías saber cómo se llena el local.

Suspiro porque sí, sí que lo sé.

-También sé que queda poco para que tu contrato finalice, y que quizás has decidido que ya no tienes que hacer el mismo esfuerzo que cuando entraste, pero si quieres que te renovemos el contrato, no puedes aflojar así. Espero que lo entiendas.

Espera, espera, ¿qué? Esta mujer no tiene ni idea de las ganas que tengo de que llegue el domingo que viene. Este sitio es un infierno, literalmente: aquí hace mucho calor y pagan una miseria por tantas horas. Casi me cuesta un par de asignaturas en la universidad. Si algo se salva, es la comida -que para los trabajadores es casi como un bufet libre-.

Me disculpo sin dar voz a mis pensamientos. Solo afirmo con la cabeza y, como ya ha terminado mi turno de hoy, me dirijo directamente a los vestuarios.

Abro la puerta y... vaya por Dios. Casi se me olvida que aquí son unisex. Acabo de pillar a Santiago bajarse los pantalones en mitad de la estancia. Me cubro los ojos con la mano porque no me interesa lo más mínimo ver qué hay ahí y no quiero que se haga ideas equivocadas.

-Vaya, vaya. Si tenías tantas ganas de verme así, solo tenías que decírmelo -suelta en un intento por parecer seductor, aunque a mí me suena repugnante.

El verano que fuimosWhere stories live. Discover now