DANTE II

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Llegamos al coche y al entrar doy rienda suelta a mi furia. El volante lo paga caro, me dejo los puños, pero me alivia. No soy el único: Mattia, que se ha quedado fuera, le está dando bruscas patadas a una de las ruedas traseras del automóvil. Raffaele es el único que, en apariencia, parece calmado. Solo porque él desprende su enfado de otra manera. Mientras mi hermano pequeño y yo nos desquitamos físicamente, él está tecleando de manera veloz mensajes en su móvil.

Con el pulso agitado espero a que nos dé la respuesta que tanto necesitamos.

-Un topo -suelta en italiano, apretando la mandíbula.

Joder joder JODER. Esto es lo que nos faltaba, lo que le faltaba a la organización para que nuestro padre empezara a estar más atento a nuestros asuntos o, mejor dicho, a los asuntos que nos ha dejado llevar. No podemos permitir que ahora, cinco años después de haber conseguido que dejara esto en nuestras manos, se vaya todo a la mierda por esos... esos mafiosos de segunda.

Bajo la ventanilla y le ordeno a Mattia que se meta en el coche. Tenemos que irnos ya. Esto no se puede volver a repetir, nosotros mismos nos encargaremos. Este asunto ni siquiera llegará a oídos de padre.

Arranco el coche y salimos a toda velocidad del aparcamiento, avanzamos por la carretera durante media hora hasta llegar a un camino secundario de tierra. Poco después, nos recibe uno de los muchos hombres que tenemos a nuestra disposición. Se acerca al coche para revisar quienes estamos dentro del vehículo -parte del protocolo-. Al igual que el resto, lleva una navaja en el bolsillo interno de la chaqueta y una pistola guardada en la parte baja de su espalda, pillada y sostenida gracias al cinturón de sus pantalones de vestir. Cuando se acerca y ve nuestras expresiones, rápidamente nos abre las puertas, y nos introducimos en la propiedad.

Detengo el coche enfrente del gran portón de entrada y, antes de salir, el vehículo se llena con un silencio casi ensordecedor de no ser por las caladas que Mattia le está dando a un cigarrillo.

Todos estamos en tensión, pero Raffaele sabe que este es el primer año que ciertos asuntos recaen directamente sobre mí, aunque la mayoría los llevamos entre los tres. Me apoya una mano en el hombro y lo aprieta.

-No te preocupes, hermano. Pensaré en algo para poder pillar a ese capullo, y después podrás encargarte personalmente de su destino. Aunque ya esté escrito.

Le doy un par de vueltas a lo que acaba de soltar, y así será. Haré sufrir a ese trozo de mierda por ponerme en esta tesitura. Esto no se le puede hacer a alguien que en un futuro será uno de los asesores, la mano derecha del futuro Don de «L'ónore tra fratelli». Nuestra gran familia, esparcida principalmente en Italia y gran parte del mediterráneo.

Me giro sobre el asiento y miro a mis hermanos. Me devuelven la mirada y afirmo con la cabeza.

-Por la parte que me toca, seguiré adelante con el plan -refiriéndome a aquellas mocosas ricas-, y tú -señalando a Mattia- serás una parte clave para conseguirlo.

A mi hermano pequeño le brillan los ojos con ilusión. Debido a su corta edad, casi recién entrado en la veintena, no ha podido tener muchas misiones, pero si nos ayuda, padre lo tendrá en mayor consideración, y estoy seguro de que lo valorará para futuros objetivos.

Aún recuerdo mi primera misión. Acababa de cumplir los veintitrés y el Don me ordenó que, junto a unos cuantos soldados, fuera a cobrarme el pizzo -impuesto por preservar la seguridad- a un pequeño local de comida en Corleone.

Cuando llegamos allí, los clientes que lo llenaban salieron como ratas correteando sabiendo que había llegado su depredador. Me quedé frente al dueño del local, con los brazos cruzados y mirada desafiante. En verdad, pensaba que aquel hombre tan mayor entraría en razón, pero reaccionó de tal manera que, en mi fuero interno, no sabía qué hacer.

El verano que fuimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora