27. El mesías

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Murcia, España, 2018

— Bienaventuradas seáis, señoritas— la sonrisa del bello joven resplandeció en su rostro, antes de dar una reverencia con extrema delicadeza.
— Los misericordiosos brazos de estos niños estarán abiertos para vosotras. Siempre y cuando el plan de Dios, sea cumplido al pie de la letra— acabó por despedirse de las monjas del orfanato, dándoles un día libre por primera vez en mucho tiempo.

— La gracia de Dios inunda el lugar— comentó el muchacho, detrás de las espaldas de Emiliana. Sus brazos sostenían la sagrada escritura.
Detrás de la cruz de Cristo y todo altar, incluso por detrás de ellos dos, las bancas de la capilla se inundaban de niños dando el rezo diario con una sonrisa gigante.

— ¿Qué esperabas?— la argentina se volteó y el muchachito podría jurar que se veía totalmente imponente con las ropas negras y el cuello que indicaba su sacerdocio. 
No estaba permitido, en ningún lugar del mundo el recorrido y mando de una mujer en una iglesia. Tampoco, para el mundo de Rafael estaba permitido cualquier átomo relacionado con su padre.
Aquel escenario montado por la agente, le parecía una locura. Respiraba con la serenidad de que puertas dentro, todo estaba bien. Incluso los niños.
— Hombres y mujeres de buena fe, transitan la vida de todos los niños aquí— le sonrió tomando su rostro.

— ¿Hasta cuando?— quiso saber, en susurros. Mientras los colores del arte en vidrio de la capilla, le iluminaban los ojos de colores azul y rojo.

— Hasta siempre, Dios jamás deja desamparadas las almas de los huérfanos y vos lo sabés muy bien— respondió sinceramente, inmersa en todo su delirio.
A Rafael no le sucumbía las sienes la locura de su tía postiza, ni tampoco practicaba la deificación como sí lo hacía su padre. Emiliana, le había dado el refugio y la mano solidaria que Andrés, jamás otorgó.
No le importaba llamarla tía, madre suprema o incluso Dios. Ella era una buena persona con él, y le había abierto el camino hacia Tatiana.
Se sentía en una deuda eterna, y fuera de ser una carga. Le agradaba visitarla de vez en cuando y darle una mano como esos meses, pasada la muerte de Andrés.

— Sabes a lo que me refiero, tía— susurró alzando sus cejas.
— No es que me moleste trabajar para ti, pero necesito saber cuándo será el momento de marcharme o si necesitas de mi compañía. Ha sido muy duro para ti, la pérdida del bebé de tu esposa— expresó de buena fe, mientras la mujer lo veía conmovida

— Cualquiera que te viera así, afirmaría que eres la reencarnación de San Francisco ¿Sabés?— preguntó cálidamente.
— Pero, sobrino mío, no hay nadie que sepa mejor que yo, que eres la imagen viva del Ángel Rafael, llevando la sanación a los hijos de todos los hombres. Incluso al Mesías— sonrió en extrema santidad, cerrando sus ojos por un momento.

— Siempre estaré para ti, como tú has estado para mí— afirmó con una sonrisa.
— Tadeo y sus buenos hombres se encargan de los papeles legales. Podrías pedirles ayuda a ellos...

— No seas inocente. Esto va mucho más allá de una adopción simple...— susurró mientras dirigía su vista a la cruz de Cristo con suavidad.
— La partida de nacimiento del Mesías está en trámite, me estoy encargando de los expedientes de Ágata.

— Cuéntame. La estadía en Canarias ha sido más larga de lo que esperaba. ¿Qué esperas hacer?— indagó el joven, orgulloso de tener su confianza— ¿Y tus jefes?

— Ellos me deben demasiado a mí y además me da gusto seguir trabajando en esta causa. Llegué solamente para salvar al Mesías, pero no puedo irme sabiendo que el resto de esos chicos está en peligro— contó con cautela.
— Todos los problemas han sido resueltos, y cuando Dios impone no hay quien le frene. 

𝓐𝐆𝐄𝐍𝐓𝐄 𝐒𝐈𝐄𝐑𝐑𝐀Donde viven las historias. Descúbrelo ahora