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—Le enviaré un carruaje a buscarla mañana a las diez.
—No pienso ir.
—Vendrá.
El recuerdo de aquel diálogo tuvo a Amanda preocupada toda la noche, resonando en sus sueños, y la hizo despertar más temprano que de costumbre a la mañana siguiente. ¡Oh, cuánto le gustaría dar su merecido al señor John T. Devlin negándose a subir a su carruaje! Sin embargo, iba a tener que enfrentarse al hecho de que hubiera adquirido de tapadillo su novela
Una dama inacabada. No quería que la publicase, ni él ni nadie.
Había transcurrido un buen puñado de años desde que escribió aquella obra y, aunque en su momento había dado lo mejor de sí misma, no cabía dudar de que la novela contenía muchos fallos de argumento y caracterización. Si llegaba a editarse Una dama inacabada, Amanda temía que sufriera una dura reseña por parte de los críticos y fuera vilipendiada por los lectores, a no ser que se hicieran numerosas revisiones. Además, no disponía de tiempo ni ganas para tomarse la penosa molestia de trabajar en una novela por la que tan sólo le habían pagado diez libras. Así pues, tendría que recuperar el libro de manos de Devlin.
También estaba la cuestión del potencial chantaje. Si Devlin hacía correr por todo Londres el rumor de que Amanda hacía uso de profesionales del sexo, su reputación y su carrera quedarían por los suelos. De alguna manera tendría que obtener de Devlin la promesa de que jamás diría una sola palabra a nadie acerca de aquel horroroso cumpleaños.
Pero también, y por más que odiase admitirlo, sentía curiosidad. Daba igual lo mucho que se reprendiese a sí misma por permitir que la dominase su maldita curiosidad: quería ver la empresa de Devlin, sus libros, su departamento de encuadernación, sus oficinas y todo lo que hubiera en el interior de aquel enorme edificio situado en la esquina de Holborn Shoe Lane.
Con la ayuda de Sukey, se recogió el cabello en un moño trenzado en lo alto de la coronilla y se puso el vestido más severo que tenía, uno de terciopelo gris perfectamente entallado y con botones hasta arriba, dotado de una regía falda ondeante. Los únicos adornos de la prenda consistían en un estrecho cinturón, que parecía hecho a base de cordones de seda entrelazados y sujetos por una hebilla de plata, y un volante de encaje blanco que se le ajustaba por debajo de la barbilla.
—Está usted igual que debió de estar la reina Isabel justo antes de ordenar que le cortaran la cabeza al conde de Essex — comentó Sukey.
Amanda rió, a pesar de su nerviosismo interior.
—A decir verdad, me gustaría cortarle la cabeza a cierto caballero — dijo—. Pero, en lugar de eso, tendré que conformarme con castigarlo con mi desaire.
—¿Va a ver a su editor, pues? — La estrecha cara de Sukey parecía la de una inquisitiva criatura de los bosques.
Amanda se apresuró a negar con la cabeza.
—No es mi editor, ni lo será nunca. Tengo la intención de dejarle eso muy claro esta mañana.
—Ah. — La expresión de la doncella se iluminó con vivo interés—. ¿Se trata de algún caballero al que conoció anoche en la cena? Cuéntemelo, señorita Amanda... ¿Es apuesto?
—No me fijé en eso — replicó Amanda en tono cortante.
Sukey corrió a buscar la capa de lana negra de Amanda, reprimiendo una sonrisa. Mientras ellas se ocupaban de ajustar la capa alrededor de hombros de Amanda, llegó el lacayo, Charles.
—Señorita Amanda, ya está aquí el carruaje.
El criado, de mediana edad, tenía el rostro enrojecido a causa de la cortante brisa de noviembre. Su librea desprendía un olor fresco, casi helado, que se mezclaba con el seco aroma de los polvos blancos que usaba para el pelo. Tomó un chal de la silla del vestíbulo, se lo echó con garbo sobre el brazo y acto seguido acompañó a Amanda al exterior.
—Tenga cuidado con dónde pisa, señorita Amanda — le advirtió—. Hay una placa de hielo sobre el primer escalón... Hace un día húmedo e invernal.
—Gracias, Charles.
Amanda apreciaba la preocupación del lacayo. Aunque carecía de la estatura deseable, pues la mayor parte de las buenas familias preferían contratar sólo a aquellos que medían como mínimo un metro ochenta, Charles, compensaba aquella falta de envergadura física con una excelente eficiencia. Había prestado a la familia Briars, y ahora a la propia Amanda, un servicio leal y sin queja alguna durante casi dos décadas.
El débil sol matinal hacía lo que podía para alumbrar las estrechas casas adosadas de Bradley Square. Entre las dos filas de viviendas encaradas, se extendía un pequeño jardín con una valla de hierro, y la escarcha se adhería con terquedad a las plantas y los árboles dormidos que crecían entre los senderos de gravilla. Aun siendo las diez de la mañana, continuaban cerradas muchas de las ventanas de los pisos superiores de las viviendas de la ciudad, ya que sus ocupantes dormían todavía para expiar los excesos de la noche anterior.
Aparte de un trapero que caminaba por la acera que conducía a la vía principal y de un agente de policía de largas piernas que paseaba con su cachiporra sujeta bajo el brazo, la calle se veía silenciosa y solitaria. Contra las fachadas de las casas soplaba una brisa helada pero con olor a limpio. Pese a la aversión que sentía Amanda por el frío invernal, agradecía que los olores de basura y desagües fueran mucho menos intensos que en los cálidos meses de verano.

INIGUALABLEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora