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La temporada londinense, con su ritual de cenas, bailes, fiestas y tés, dio comienzo en marzo. Había actos para todos los estratos sociales. Los más notables de todos, las insufriblemente aburridas reuniones de personajes de sangre azul, deseosos de emparejar maridos convenientes con apropiadas esposas para garantizar la continuidad de sus linajes. Sin embargo, cualquiera con sentido común procuraba evitar las reuniones de la aristocracia, pues en ellas la conversación era lenta y basada en la autocomplacencia, y lo más probable era que uno se viese atrapado en compañía de personas pomposas e imbéciles.
Más apetecibles eran las invitaciones a los eventos de lo que podía considerarse la clase media alta, gente sin linaje pero con una considerable celebridad o riqueza. En dicho grupo se incluían políticos, ricos barones con tierras, hombres de negocios, médicos, dueños de periódicos, artistas e incluso unos cuantos comerciantes bien situados.
Desde que se trasladó a vivir a Londres, Amanda había sido bien recibida en cenas y bailes, conciertos privados y veladas de teatro, pero últimamente había rechazado todas las invitaciones.
Aunque en el pasado se había divertido en semejantes menesteres, ahora no parecía encontrarle interés alguno al hecho de acudir a ninguna parte. Nunca había entendido la frase «tener el corazón encogido», hasta ahora. Habían transcurrido cuatro semanas desde que vio a Jack por última vez, y le acuciaba la sensación de tener el corazón aplastado por una losa de plomo que ejerciese también una dolorosa presión sobre sus pulmones y sus costillas. Había ocasiones en las que incluso respirar le costaba un gran esfuerzo. Se despreciaba a sí misma por estar tan enganchada a un hombre, odiaba aquel inútil melodrama y, no obstante, le resultaba imposible no hacerlo. Estaba segura de que el tiempo lograría aplacar su angustia, pero le deprimía profundamente la perspectiva de pasar meses y años sin tener a Jack.
El hecho de que Oscar Fretwell fuese a su casa para recoger las últimas revisiones de su novela por entregas, supuso una fuente de abundante información acerca de su jefe. Jack se había vuelto insaciable en sus esfuerzos por alcanzar cotas de éxito cada vez más altas. Había adquirido un distinguido periódico, el London Daily Review, que presumía de contar con una tirada que alcanzaba la mareante cifra de ciento cincuenta mil ejemplares. También había abierto dos tiendas nuevas y acababa de adquirir otra revista. Se rumoreaba que disponía de más dinero en efectivo que casi ningún otro hombre de Inglaterra, y que el flujo de fondos de Devlin's se acercaba al millón de libras esterlinas.
—Es como un cometa — le confió Fretwell, ajustándose las gafas con su habitual ademán—, va más deprisa que nadie ni nada de lo que le rodea. No recuerdo cuándo fue la última vez que lo vi comer en condiciones. Y estoy seguro de que no duerme nunca. Se queda en la oficina hasta mucho tiempo después de que se haya ido todo el mundo, y está allí por la mañana antes que nadie.
—¿Por qué está tan acelerado? — Inquirió Amanda—. Pensaba que Devlin querría relajarse y disfrutar de lo que ha conseguido.
—Eso es lo que cabría esperar — repuso Fretwell con gesto grave—. Pero lo más probable es que él mismo se vaya a la tumba de forma prematura.
Amanda no pudo evitar preguntarse si Jack la echaría de menos. A lo mejor estaba intentando mantenerse tan ocupado para que le quedase poco tiempo para recapacitar sobre el final de la relación entre ambos.
—Señor Fretwell — dijo con una incómoda sonrisa—, ¿ha mencionado Devlin mi nombre en alguna ocasión? Es decir... ¿hay algún mensaje que desee que usted me transmita?
El gerente mantuvo el semblante prudentemente inexpresivo. Era imposible discernir si Jack le habría confiado algo acerca de su relación con ella, o si le habría revelado alguna pista respecto a sus sentimientos.
—Parece estar bastante complacido por las ventas de la primera entrega de
Una dama inacabada
— dijo con un entusiasmo a todas luces excesivo.
—Ya. Gracias. — Amanda disimuló su desilusión y su angustia con una tensa sonrisa.
Se dio cuenta de que Jack estaba haciendo todo lo que podía para dejar atrás la relación que había existido entre ambos, y supo que ella tenía que hacer lo mismo. Empezó a aceptar invitaciones de nuevo y se obligó a sí misma a reír y conversar con sus amistades. Sin embargo, lo cierto era que nada lograba disipar su soledad, y que pasaba el tiempo esperando y escuchando, por ver si oía la más mínima mención referente a Jack Devlin. Era inevitable que un día los dos asistieran al mismo evento, y aquella idea la atemorizaba y la ilusionaba a un tiempo.
Para sorpresa de Amanda, la invitaron a un baile que se celebraba a finales de marzo en casa de los Stephenson, a quienes no conocía demasiado. Recordó vagamente que había visto a los ancianos señor y señora Stephenson el año anterior, cuando se los presentó en una fiesta su abogado, Thaddeus Talbot. La familia poseía una serie de minas de diamantes en Sudáfrica, lo cual había añadido el atractivo de las grandes riquezas al lustre de un apellido sólido y respetado por todos.

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