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Una suave brisa soplaba entre las hojas trayendo consigo el aroma a tierra recién removida y a flores de lavanda Amanda se adentró en un extremo de la terraza, allí donde quedaba totalmente oculta a la vista. Al recostarse contra el muro de la casa, la textura áspera del ladrillo rojo le raspó un tanto los hombros.
Llevaba puesto un vestido de seda color azul claro, con escote en la espalda y drapeados de gasa que cruzaban el corpiño formando un aspa. Las largas mangas estaban confeccionadas en una gasa más transparente y llevaba guantes blancos en las manos. La imagen de los brazos desnudos bajo la tenue seda azul le confería un aire sofisticado y atrevido.
Las puertas francesas se abrieron y volvieron a cerrarse. Amanda miró a un costado. Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, por lo que quedó momentáneamente deslumbrada debido a la luz proveniente del interior.
—Que pronto has vuelto, Charles. La fila de gente que aguardaba delante del ponche debe de haberse acortado mucho desde que llegamos.
No hubo respuesta. Al instante, Amanda se percató de que la oscura silueta que tenía enfrente no era la de Charles Hartley. El hombre que se acercaba a ella era alto, de hombros anchos, y se movía con una gracia sigilosa que no podía pertenecer a otra persona que no fuera Jack Devlin.
La noche se convirtió en un torbellino que giraba a su alrededor. Se balanceó sobre sus pies, manteniendo un precario equilibrio. Había algo alarmante y deliberado en los movimientos de Jack, como si estuviera preparándose para acorralarla y devorarla, igual que haría un tigre con su presa.
—¿Qué es lo que quieres? — le pregunto cautelosa—. Te lo advierto está a punto de regresar el señor Hartley, y...
—Hola, Amanda. — Su voz era sedosa y amenazante—. ¿Hay algo que desees decirme?
—¿Cómo? — Amanda sacudió la cabeza en un gesto de negación desconcertada—. No deberías estar aquí esta noche. Me dijiste que no pensabas venir. ¿Por qué...?
—Quería daros mi enhorabuena a ti y a Hartley.
—Oh. Muy amable de tu parte.
—Eso parece pensar también Hartley. Acabo de hablar con él hace apenas un minuto.
Amanda experimentó una oleada de inquietud cuando se inclinó sobre ella la imponente figura de Jack. De manera inexplicable, empezaron a castañetearle los dientes, como si su cuerpo fuese consciente de algo desagradable que su mente no había aceptado todavía.
—¿De qué habéis hablado?
—Adivina. — Como Amanda se obstinaba en guardar silencio, temblando dentro de su delicado vestido, Jack alzó una mano para tocarla al tiempo que dejaba escapar como un gruñido—: Pequeña cobarde.
Demasiado aturdida para reaccionar, Amanda se puso rígida cuando los castigadores brazos de Jack se cerraron alrededor de su cuerpo. Su mano la aferró por la nuca, sin prestar atención alguna al hecho de que le estaba alborotando el peinado, y la obligó a alzar el rostro.
Ella lanzó una exclamación ahogada, hizo un movimiento para zafarse, pero la boca de Jack descendió sobre ella y capturó la suya, ardiente, insistente, acaparando con ansia su calor y su sabor. Amanda se estremeció y trató de empujarlo, luchando por no hacer caso del salvaje placer que estalló dentro de su cuerpo, de la reacción vehemente que experimentó, inmune a la vergüenza y a la razón.
El calor y la presión de los labios de Jack constituían una auténtica delicia, y el deseo voraz que sintió de él fue tan grande que, de hecho, jadeaba cuando se apartó de sus labios.
Retrocedió con paso inseguro, luchando por recuperar el equilibrio en una noche que, de manera disparatada, había perdido el rumbo. Su espalda topó contra el muro de ladrillo, y ya no pudo replegarse más.

—Estás loco — susurró con el corazón retumbando con dolorosa violencia.
—Dime Amanda — dijo él con rudeza. Sus manos recorrían el cuerpo de Amanda haciéndola estremece bajo su vestido de seda—. Dime lo que deberías haberme dicho esta mañana en mi despacho.
—Márchate, van a vernos aquí fuera. Regresará Charles y...
—Charles ha accedido a aplazar el anuncio de compromiso hasta que tú y yo tuviéramos la oportunidad de hablar.
—¿Hablar de qué? — exclamó ella, aparatándole las manos. Trató desesperadamente de fingir ignorancia—. No tengo ningún interés en hablar de nada contigo, ¡y desde luego menos aún de una aventura del pasado que ya no significa nada!
—Para mí sí significa mucho. — Su enorme mano se posó sobre el vientre de ella en un gesto posesivo—. Sobre todo teniendo en cuenta el hijo que estás esperando.
Amanda se sintió debilitada por la culpa y el miedo. De no haberse sentido tan alarmada por la furia contenida de Jack, se habría dejado caer sobre él en busca de apoyo.
—Charles no debería habértelo dicho. — Le empujó desde el pecho que encontró tan rígido como la pared de ladrillos que tenía detrás—. No quería que lo supieras.
—Tengo derecho a saberlo, maldita sea.
—Eso no cambia nada. Aun así, voy a casarme con él.
—Eso ni lo sueñes — replicó Jack en tono áspero—. Si sólo fuese decisión tuya, yo no diría una palabra al respecto. Pero ahora hay alguien más implicado: mi hijo. Y tengo algo que decir respecto a su porvenir.
—No — contestó ella en un susurro vehemente—. He tomado la decisión más adecuada para mí y para el niño. Tú... Tú no puedes darme lo que me dará Charles. ¡Dios mío, si ni siquiera te gustan los niños!
—No pienso dar la espalda a un hijo mío.
—¡No tienes otra alternativa!
—¿Ah, no? — Jack la mantuvo sujeta con suavidad, pero sin aflojar un ápice—. Escucha con atención — le dijo en un tono quedo que hizo que se le pusiera de punta el vello de la nuca—. Hasta que todo esto esté arreglado, no habrá ningún compromiso entre Hartley y tú. Te espero delante de la casa, en mi carruaje. Si no vienes exactamente dentro de quince minutos iré a buscarte y te sacaré en brazos. Podemos marcharnos de forma discreta, o bien organizando una escena de la que mañana hablará todo el mundo en todos los salones de Londres. Tú decides.
Jack jamás le había hablado de aquel modo, con una suavidad que escondía un toque acerado. Amanda no tenía otro remedio que creerle. Le entraron ganas de ponerse a chillar, pues su grado de frustración iba aumentando poco a poco hasta un punto insoportable. Se encontraba al borde de las lágrimas, igual que las tontas protagonistas de las novelas de las que siempre le había gustado burlarse. Le temblaron los labios, y luchó por controlar las emociones que amenazaban con hacer estallar su pecho.
Jack percibió aquel signo de debilidad, y algo se relajó en su rostro.
—No llores. No hay necesidad de llorar, Mhuirnin— le dijo en un tono más dulce.
Ella casi no podía hablar, sentía la garganta obstruida por una tremenda congoja.
—¿Dónde vas a llevarme?
—A mi casa.
—Yo... Necesito hablar antes con Charles.
—Amanda — dijo Jack con suavidad—, ¿crees que Charles puede librarte de mí?
«Sí, sí», gritó su mente en silencio. Pero al alzar la vista y mirar el oscuro rostro del hombre que había sido su amante y ahora era su adversario, todas sus esperanzas quedaron reducidas a cenizas. Jack Devlin tenía dos caras: la de pícaro encantador y la de manipulador despiadado. Era capaz de hacer lo que fuera necesario para salirse con la suya.
—No — susurró con amargura.
A pesar de la insoportable tensión que había entre ellos, Jack no pudo evitar esbozar una sonrisa.
—Quince minutos — advirtió, y se fue dejando a Amanda temblorosa en la oscuridad.
Buena prueba de la capacidad de negociador de Jack era que permaneció callado durante todo el trayecto hasta su casa. Mientras él guardaba un silencio estratégico, Amanda bullía en una mezcla de confusión y rabia. Las varillas y los encajes parecían comprimirle la parte superior del cuerpo hasta el punto de que casi no podía respirar. El vestido de seda azul claro, que antes le había resultado tan liviano y elegante, ahora le parecía apretado e incómodo, y las joyas pesaban demasiado. Las horquillas que llevaba en el pelo le pellizcaban el cuero cabelludo. Se sentía atrapada, limitada y muy desgraciada. Para cuando llegaron a su destino, la lucha interna que estaba librando la había ya dejado exhausta.
El vestíbulo de la entrada, todo de mármol, estaba iluminado con una luz tenue, procedente de una única lámpara que hacía destacar las sombras en las delicadas superficies de varias estatuas de mármol. La mayor parte de los criados se habían retirado, excepto un mayordomo y dos lacayos. Por una alta ventana de cristales coloreados penetraba el titilar de las estrellas, proyectando haces de color lavanda, azul y verde sobre la escalinata central.
Con una mano apoyada en la cintura de Amanda, Jack subió dos tramos de escaleras. Después entraron en unas habitaciones que Amanda no había visto, un recibidor privado que daba a un dormitorio.
Su aventura amorosa había tenido lugar en casa de ella, no en la de él. Amanda observó con curiosidad aquel entorno desconocido. Era un refugio oscuro, de un lujo masculino, con las paredes forradas de cuero estampado y los suelos cubiertos por gruesas alfombras Aubusson con dibujos dorados y carmesí.
Jack encendió una lámpara con mano experta y después se acercó a Amanda. Le quitó los guantes tirando con suavidad del extremo de cada dedo. Ella se puso en tensión cuando sus manos se vieron engullidas por el calor y la fuerza de las de Jack.
—Esto es culpa mía, no tuya — le dijo en voz baja mientras le acariciaba los romos nudillos con los pulgares—. De los dos, yo era el que tenía experiencia. Debería haber tenido más cuidado para evitar que sucediera esto.

INIGUALABLEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora