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Venimos a cantar villancicos,
Entre las hojas tan verdes;
Venimos paseando,
Qué gusto da veros,
Os deseamos amor y dicha,
Y también una feliz Navidad...


Amanda de pie en el umbral, sonreía temblando de frío mientras Sukey, Charles y ella escuchaban a los pequeños cantar el villancico delante de la puerta. El pequeño grupo de niños y niñas, media docena en total, iba desgranando la melodía con sus trinos, envueltos en bufandas y gorros de lana que casi les tapaban la cara por completo; sólo se les veía la punta enrojecida de la nariz y las nubecillas blancas que formaba su aliento.
Cuando acabaron la canción, sosteniendo la última nota el máximo tiempo posible, Amanda y los criados les agradecieron la interpretación con vivos aplausos.
—Aquí tenéis — dijo Amanda entregando una moneda al niño más alto e todos—. ¿Cuántas casas tenéis pensado visitar hoy?
El muchacho respondió con un marcado acento cockney:
—Hemos pensado llamar a otra más, señorita, y después nos iremos a casa, para la cena de Navidad.
Amanda sonrió a los pequeños, dos de los cuales golpeaban el suelo con los pies para aliviar sus entumecidos dedos. Eran muchos los niños que, como aquéllos, cantaban villancicos por la calle el día de Navidad para sacar algún dinero extra para la familia.
—Pues entonces — dijo Amanda, hurgando en el bolsillo de su vestido en busca de otra moneda — tomad esto y marchaos a casa enseguida. Hace demasiado frío para que estéis fuera.
—Gracias, señorita — dijo el muchacho encantado, seguido por un coro de agradecimientos de sus camaradas—. ¡Feliz Navidad, Señorita!
Los chicos se apresuraron a bajar los escalones de la puerta y echaron a correr, como si temieran que ella cambiara de opinión.
—Señorita Amanda, no debería regalar así el dinero — la reprendió Sukey, entrando tras ella y cerrando la puerta para impedir que se colara una ráfaga de frío viento—. A esos chicos no les pasará nada por estar ahí fuera un rato más.
Amanda rió y se ciñó un poco más el chal de punto.
—No me regañes, Sukey. Hoy es Navidad. Vamos, hay que darse prisa, pronto llegará el carruaje del señor Devlin a recogerme.
Mientras Amanda tenía pensado asistir a la fiesta de Navidad en casa del señor Devlin, Sukey, Charles y la cocinera, Violeta, celebrarían la ocasión en otra parte, junto a sus amistades. Al día siguiente, conocido como Boxing Day, porque era cuando se regalaban monedas a los pobres y cajas llenas de ropa usada y otros utensilios, Amanda y sus criados se desplazarían a Windsor para pasar una semana de vacaciones en casa de su hermana Sophia.

A Amanda le alegraba pensar que iba a ver a sus familiares al día siguiente, pero estaba muy contenta de pasar aquel día en Londres. Qué agradable le resultaba hacer algo diferente aquel año. Se sentía realmente dichosa de que, a partir de entonces, sus familiares no siempre fueran a estar tan seguros de lo que cabía esperar de ella. "¿Amanda no va a venir?" — Le parecía oír exclamar a su arisca tía abuela—. "Pero si siempre viene en Navidad, pues no tiene familia propia. ¿Y quién va a preparar el ponche de coñac?" En lugar de eso, estaría cenando y bailando con Jack Devlin. Tal vez incluso le permitiera darle un beso bajo una ramita de muérdago.
—Bueno, señor Devlin — murmuró, llena de ilusión—, vamos a ver qué nos depara a ambos este día de Navidad.
Después de darse un lujoso baño caliente, se enfundó una bata y se sentó frente a la chimenea de su dormitorio. Estuvo peinándose el cabello hasta que se le secó formando una explosión de rizos de color castaño cobrizo. Después se lo recogió con gran habilidad en un rodete en lo alto de la cabeza y dejó que unos mechones sueltos le enmarcaran la frente y el rostro. Después, con ayuda de Sukey, se puso un vestido de seda color verde esmeralda con dos bandas de terciopelo también verde, en el borde de la falda. Las mangas largas de terciopelo estaban remata en las muñecas por brazaletes de cuentas de jade, y el escote cuadrado era lo bastante bajo para dejar al descubierto el seductor nacimiento de los senos. Como concesión al frío, se echó sobre los hombros un chal color borgoña ribeteado de seda. Se puso también unos pendientes de estilo Flandes que le colgaban de las orejas como lágrimas doradas que se balanceasen su cuello.
Estudió el efecto de conjunto en el espejo y sonrió porque sabía que nunca había estado tan guapa. No había necesidad de que se pellizcara las mejillas porque ya las tenía sonrosadas a causa de la emoción. Unos pocos polvos sobre la nariz, una gota de perfume detrás de las orejas, y lista.
Fue hasta la ventana mientras bebía un poco de té ya templado. Procuró controlar el brinco que le dio el corazón al ver aparecer el carruaje que le había enviado Jack.
—Qué tonta soy, a mi edad, por sentirme igual que Cenicienta — se dijo secamente, pero mientras bajaba las escaleras corriendo en busca de su capa, seguía experimentando aquel bullir en su interior.
Una vez que el lacayo la dejó dentro del carruaje, equipado con brasero para los pies y manta de piel para el regazo, Amanda vio que sobre el asiento había un regalo con su correspondiente envoltorio. Tocó tímidamente el llamativo lazo rojo de aquel paquetito de forma cuadrada y extrajo la tarjeta doblada que aguardaba sujeta bajo la cinta. Sus labios se curvaron en una sonrisa al leer la breve nota.
Aunque esto no es en absoluto tan estimulante como las memorias de Madame B, puede que lo encuentre curioso. Feliz Navidad. J. D
El carruaje rodaba ya por la calle helada cuando Amanda desenvolvió el regalo y se lo quedó mirando desconcertada. Un libro, uno pequeño y muy viejo, con una antigua cubierta de cuero y de páginas frágiles y amarillentas. Manipulándolo con extrema delicadeza, leyó el título.
—Viajes a varias naciones remotas del mundo — dijo en voz alta — cuatro partes. Por Lemuel Gulliver...
Amanda se detuvo un momento y entonces rió encantada.
—¡Los viajes de Gulliver!
En cierta ocasión, le había confesado a Devlin que aquella obra «anónima» de Jonathan Swift, el clérigo y autor de sátiras irlandés, había sido una de sus historias favoritas siendo niña. Aquella edición en particular era la impresión original de Motte, del año 1726, sumamente rara.
Sonriendo, Amanda se dijo que aquel pequeño volumen la complacía más que el rescate de un rey en joyas. Estaba claro que debía rechazar regalo de valor tan incuestionable, pero no quería separarse de él.
Sostuvo el libro en el regazo mientras el carruaje se encaminaba a la zona de moda de St. James's. Aunque nunca había estado en casa de Jack Devlin, sabía algo de la misma gracias a Oscar Fretwell. Devlin había comprado aquella mansión a un ex embajador destinado a Francia, el cual, en sus años de vejez, había decidido establecer su residencia en el continente y renunciar a sus propiedades en Inglaterra.
La casa se hallaba situada en un área de marcada tendencia masculina, con hermosas propiedades, alojamientos para solteros y tiendas exclusivas. Resultaba inusual que un hombre de negocios poseyera una mansión en St. James's, ya que la mayoría de los profesionales ricos se hacía construir casas al sur del río o en Bloomsbury. Pero Devlin llevaba algo de sangre aristocrática en sus venas, y tal vez eso, combinado con sus considerables riquezas, hacía que su presencia resultara más agradable de soportar para sus vecinos.
El carruaje aminoró la marcha para unirse a la fila de vehículos, alineados a lo largo de la calle, que iban dejando a sus pasajeros junto a la acera que conducía a la magnífica casa; Amanda no pudo evitar que se le descolgara la mandíbula de puro asombro al contemplarla a través de la ventanilla cubierta de escarcha.
El edificio era una espléndida e imponente mansión georgiana de ladrillo rojo, cuya fachada lucía unas enormes columnas blancas con frontón y varias hileras de ventanas de estilo clásico. Los costados de la casa que daban enmarcados por inmaculados setos de hayas y tejos, que conducían a un bosquecillo de árboles bajo los cuales crecía una alfombra de fresco y blanco ciclamen.
Era un hogar del que se sentiría orgullosa cualquier persona relevante. La imaginación de Amanda cobró vida mientras aguardaba a que el carruaje alcanzara la entrada principal. Se imaginó a Jack Devlin siendo estudiante, soñando cómo sería la vida más allá de los lúgubres muros del colegio. ¿Habría imaginado que un día viviría en un lugar como aquel? ¿Qué sentimientos le habían motivado a lo largo de la prolongada y penosa ascensión que le había llevado hasta allí? Más aún, ¿hallaría algún día respiro su infinita ambición, o continuaría viéndose arrastrado por ella sin piedad hasta el fin de sus días?

INIGUALABLEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora