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—¿Lo he matado? — preguntó con inquietud.
—No, no lo ha matado — dijo Devlin para responder a la ansiosa pregunta de Amanda—. Es una lástima, pero vivirá.
Pasó por encima del hombre inconsciente, se dirigió corriendo hacia la puerta y, al abrirla, se encontró con el rostro expectante del matón a sueldo. Antes de que éste tuviera un instante para reaccionar, Devlin le hundió el puño en el vientre, un golpe que le hizo doblarse por la cintura con un gemido y desplomarse en el suelo.
—Fretwell — llamó Devlin, alzando apenas la voz; podría pensarse que estaba pidiendo otra bandeja de té—. Fretwell, ¿dónde estás?

El gerente apareció en menos de un minuto, jadeando a causa del esfuerzo. Se le veía muy aliviado de ver que su jefe se encontraba bien. Tras él venían dos individuos recios y musculosos.
—Acabo de llamar para que venga un ordenanza de Bow Street — dijo Fretwell sin aliento—. Y me he traído un par de chicos del almacén para echar a éste... — Lanzó una mirada de desagrado al matón—. A esta bazofia — terminó con una mueca.
—Gracias — repuso Devlin sardónicamente—. Buen trabajo, Fretwell. Sin embargo, por lo visto la señorita Briars tiene dominada la situación.
—¿La señorita Briars? — El gerente lanzó una mirada de asombro a Amanda de pie junto al cuerpo desmañado de Tirwitt—. ¿Quiere usted decir que ella...?
—Lo ha dejado inconsciente de un golpe — dijo Devlin y, de pronto le temblaron las comisuras de la boca debido al irreprimible impulso de sonreír.
—Antes de que continúe divirtiéndose a mi costa — dijo Amanda — podría ir a que le curasen esa herida, señor Devlin, no sea que se desangre delante de nosotros.
—¡Dios santo! — Exclamó Fretwell, dándose cuenta de la mancha de sangre que se extendía sobre el chaleco a rayas grises de Devlin—. Llamaré a un médico. No me había dado cuenta de que ese loco le había herido, señor.
—No es más que un rasguño — replicó Devlin restándole importancia al asunto—. No necesito ningún médico.
—Yo opino que sí. — El semblante de Fretwell se tomó pálido y ceniciento al contemplar las ropas de su jefe teñidas de rojo.
—Yo le echaré un vistazo a la herida — dijo Amanda en tono firme. Después de pasar tantos años junto al lecho de dos enfermos, no la amilanaba la visión de la sangre—. Señor Fretwell, encárguese de que saquen a lord Tirwitt de esta oficina. Yo me ocuparé de la herida. — Miró a los ojos de color índigo de Devlin—. Quítese la chaqueta, por favor, y siéntese.
Devlin obedeció. Se sacó las mangas de la chaqueta con una mueca de dolor. Amanda se apresuró a ayudarlo, suponiendo que a aquellas alturas el corte que tenía en el costado debía de estar escociéndole como un demonio. Aunque no fuera más que un rasguño, había que limpiarlo; Dios sabía para qué otros fines había sido utilizado anteriormente aquel bastón con punta de cuchillo.
Amanda tomó la chaqueta que le entregó Devlin y la dobló con cuidado sobre el respaldo de una silla cercana. El tejido aún conservaba el calor y el aroma de su cuerpo. Era una fragancia inexplicablemente seductora, casi de efecto narcótico y, durante un instante de locura, Amanda se sintió tentada de hundir la cara en aquella embriagadora tela.
La atención de Devlin estaba fija en los mozos de almacén, atareados en la labor de llevarse el cuerpo inerte de lord Tirwitt. El maltrecho atacante emitió un gemido de protesta, y Devlin hizo un gesto de perversa satisfacción.
—Espero que ese cabrón se despierte con un dolor de cabeza de mil demonios — musitó—. Ojalá que...
—Señor Devlin — le interrumpió Amanda al tiempo que lo empujaba hacia atrás hasta que quedó sentado en el borde del escritorio de caoba — No hay duda de que cuenta usted con un impresionante repertorio de palabras groseras, pero no tengo el menor deseo de oírlas.
Los blancos dientes de Devlin destellaron en una breve sonrisa. Permaneció muy quieto mientras Amanda procedía a desanudarle la corbata de seda gris introduciendo los dedos en el sencillo lazo. Tras retirar la pieza de seda tibia de su cuello y empezar a soltarle los botones de la camisa, experimentó una sensación de incomodidad al percibir el modo en que él la miraba. Sus ojos azules rebosaban calidez y sorna a un tiempo, lo cual no dejaba lugar a dudas: estaba disfrutando de la situación.
Aguardó hasta que Fretwell y los mozos de almacén salieron del despacho para hablar.
—Al parecer, siente usted cierta predilección por desnudarme, Amanda.
Amanda se detuvo en el tercer botón de la camisa. Se le inflamaron las mejillas pero se obligó a sí misma a sostenerle la mirada.
—No confunda mi compasión por las criaturas heridas con alguna clase de interés personal, señor Devlin. En cierta ocasión le vendé una pata a un perro callejero que encontré en el pueblo. Lo colocaría a usted en la misma categoría que él.
—Mi ángel de la misericordia — murmuró Devlin con la diversión reflejada en los ojos. Después guardó silencio mientras ella seguía desabrochando la camisa.
Amanda había ayudado muchas veces a su padre a vestirse y desvestirse, de modo que no era muy remilgada a ese respecto. No obstante, una cosa era ayudar a un inválido, y otra completamente distinta quitarle la ropa a un hombre viril, joven y saludable.
Lo ayudó a desprenderse del chaleco manchado de sangre y terminó de soltar la fila de botones de la camisa hasta que quedó abierta. A cada centímetro de piel que dejaba al descubierto, mayor era la intensidad con que le ardía el rostro.
—Ya lo hago yo— dijo Devlin, adoptando súbitamente una actitud brusca cuando ella fue a aferrar los puños de la camisa. Se los desabrochó con gestos precisos, pero se veía a las claras que la herida le dolía—. Maldito Tirwitt — gruñó—. Si se me infecta la herida, pienso ir a buscarlo y...
—No se infectará — replicó Amanda—. Yo se la limpiaré a fondo y se la vendaré, y dentro de uno o dos días podrá usted volver a su actividad.
Con suavidad, le retiró la camisa de los anchos hombros y vio cómo su piel dorada relucía a la luz de las llamas. Acto seguido hizo una bola con la prenda ensangrentada y la usó para taponar la herida. Era un corte de unos quince centímetros de largo, situado justo debajo del flanco izquierdo de las costillas. Tal como había dicho Devlin, sólo se trataba de un rasguño, si bien bastante severo. Amanda apretó la blanda tela de la camisa contra la herida y la sostuvo así un momento.

INIGUALABLEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora