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—¿Estás lista? —pregunta Mors.

Ya han pasado dos días desde el entierro de mis padres, algo que solo significa una cosa: es jueves, el día de la misión de Vancouver.

Según lo previsto, esta mañana Carter y Olympia acompañarán a los siete mortems novatos a Vancouver para matar a todos los vitaes posibles que se concentran allí. Riley sigue aguardando a que lleguen para tener suficientes refuerzos y poder atacar.

—Sí, vamos —respondo mientras acabo de atarme mis deportivas.

Salimos del cuarto de Mors y, justo cuando yo iba a girar la esquina para llegar al corredor donde está el ascensor, él me retiene y me hace rotar en la dirección contraria.

Lo miro interrogativamente.

—Es por aquí. —Señala una puerta que siempre ha pasado desapercibida para mí—. No vamos abajo, los esperaremos directamente arriba.

—¿Arriba? —pregunto.

—Sí, en una de las azoteas.

—¿Cómo? —digo, y lo miro perpleja—. ¿Por qué van a venir a la azotea?

—En treinta segundos lo entenderás —dice él con un gesto de superioridad.

Me guía por seis tramos de escaleras (en los cuales me quedo sin aire, por cierto), y llegamos a una azotea plana. Desde aquí puedo observar que, arriba, a unos diez metros por sobre de nuestras cabezas, está la antena en la que estuvimos el otro día, que es el punto más alto de La Guarida.

Sin embargo, lo que más me sorprende es que Mors camina decididamente hacia unas puertas metálicas enormes. Las abre en menos de un parpadeo y, con mi mandíbula en el suelo, admiro cómo un helicóptero enorme se alza delante de nosotros.

—¿Irán con esto? —pregunto, y señalo el helicóptero.

—Claro, Carter y Olympia lo pilotarán y los demás irán atados —dice Mors.

Acto seguido, él se posiciona a mi lado justo en el momento en el que la puerta de la azotea se abre de nuevo, aunque esta vez desfilan los siete mortems nuevos, incluido mi hermano, custodiados por Carter y Olympia, quienes los miran intimidantemente.

Mi hermano ni siquiera se digna a alzar la cabeza cuando pasa por nuestro lado, lo cual no sé si tomarme bien o mal, la verdad.

Solo sé que se va. Se va a esta maldita misión, y se lo merece.

Lo último que veo de él es cómo su figura se adentra en el helicóptero. Observo su perfil y puedo deducir que su rostro tiene una mueca de pánico mezclada con ira y tristeza. No obstante, antes de que me dé tiempo a sentirme mal, la calma artificial de Mors se instala en mi cuerpo repentinamente, algo que le agradezco con un pequeño apretón en su brazo mientras los mortems siguen accediendo al vehículo.

Cuando ya están todos dentro, Olympia sale disparada hacia las escaleras de nuevo y reaparece seguida por Kim, Nikola y Spencer, quienes están atados a unas cadenas a la altura de sus cinturas.

Por desgracia, en este caso sí que recibo sus miradas, en especial la de Kim, que está cargada de odio, aunque esa sonrisa malévola suya sigue en sus labios perfectos.

Sin embargo, la pierdo rápidamente, pues se adentran en el helicóptero junto al resto de los mortems.

Suspiro de alivio, aunque, lejos de estar calmada, siento cómo mi pecho sube y baja. Y sé que se debe a mi hermano. Pese a todavía tener esa ira hirviendo dentro de mí, como bien señaló Mors, sigue siendo mi hermano, y eso también quiere decir una cosa: es la única familia que me queda.

Hasta que la vida nos separeWhere stories live. Discover now