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Llegamos al edificio en cuestión de minutos. Sigo extendida en los asientos traseros del Bugatti de Olympia con ella a mi lado estrechándome en sus brazos mientras Carter conduce en silencio. Parece que todos estamos reflexionando sobre lo sucedido.

Una vez entramos en el garaje, Olympia me ayuda a salir del vehículo y, sin previo aviso, me coge en volandas con sus fuertes brazos, hecho que casi me mata del susto cuando lo hace.

—No tienes por qué... —empiezo.

—No pesas nada —me corta ella con una radiante sonrisa tranquilizadora—, en serio.

—Me siento como un bebé gigante.

—Siempre he querido tener un bebé, así que...

Me limito a mostrarle una sonrisa débil mientras ella me conduce hasta el ascensor en sus brazos. Me quedo embobada mirando el techo reluciente de este y cómo, cuando llegamos a la sala de estar, se produce un cambio brusco entre la lucidez del elevador y los claroscuros del techo de la sala de estar.

Olympia me tiende sobre uno de los sofás y Carter me cubre con una manta afectuosamente.

«Estos dos serían muy buenos padres», pienso.

No obstante, por lo que puedo observar, actúan cuidadosamente, muy cuidadosamente. La seguridad que he advertido en ellos durante los últimos días, siempre presente, parece haberse desvanecido desde que Carter me ha rescatado esta noche. De hecho, también reparo en alguna que otra miradita fugaz de temor entre ellos.

—¿Te apetece un té? —ofrece Carter con una sonrisa algo forzada.

—Sí, gracias —acepto.

La verdad es que cualquier cosa calentita me vendrá bien, aunque se trate de agua con sabor a hierbas. Nunca he sido una amante del té, básicamente porque no le encuentro la gracia a tomar un líquido caliente con sabor a plantas, pero supongo que ahora tiene sentido hacerlo.

Mientras Carter se dirige a la cocina junto a Olympia, que parece muy concentrada en la tarea de preparar unas tazas, examino mis muñecas amoratadas y me estremezco de dolor cuando giro una de ellas para ver cómo de mal la tengo.

Olympia parece haberlo percibido, ya que deja su exhaustiva tarea de ordenar tazas y se aproxima a mí con el repicoteo de sus botas abriéndose paso a medida que se acerca.

—Tenemos que hacer algo para curar eso, ¿no crees? —sugiere frunciendo los labios.

—Creo que puedo hacerlo sola —respondo.

Y es cierto, quizá este sea un buen momento para usar mis poderes curativos.

A ver, para buenos momentos podría haber usado mis poderes destructivos en lo alto de la Aguja Espacial, cuando esa vitae, la tal Cecilia de la Cruz, estaba a punto de tirarme por el precipicio, pero simplemente no podía concentrarme.

«Eres tremendamente idiota, Live», me digo.

—No sé si tienes las fuerzas necesarias para hacerlo... —dice Olympia.

—Al menos déjame intentarlo.

Cierro los ojos al mismo tiempo que poso una mano encima de la muñeca contraria. Intento hacer que mi mente se despeje y lo logro cuando me concentro en el tacto de mi mano sobre mi muñeca. Concretamente pongo todo mi empeño en mi pulso, que hace que me deje llevar por las pausas y el ritmo regulares.

Poco a poco, noto que una inusual calidez se concentra en el contacto de mi mano y mi muñeca y, cuando al fin abro los ojos, compruebo asombrada cómo ha funcionado. Allí donde hace menos de un minuto había un cardenal, ahora tan solo se halla la continuidad de mi piel.

Hasta que la vida nos separeWhere stories live. Discover now