Capítulo 4

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"Propio de los tipos como yo que dejan todo a último momento, cogí el vicio de dejarme abandonado en un rincón".

CAPÍTULO 4

Mew maldecía a los cuatro vientos su mala suerte, la falta de experiencia conduciendo o quizá hasta su atrofiado sentido común para haber terminado perdido de camino a la oficina.

Los sesenta minutos que recorrió Alfredo la noche anterior fueron su referencia para establecer distancias. Necesitaba llegar a la oficina, la cual estaba cerca del estadio, y estaba seguro de que seguía la ruta correcta, aun a pesar de que su celular seguía sin batería porque dentro de la inmensa casa no pudo encontrar un cargador.

Su pensamiento cambió cuando después de hora y media seguía sin haber rastro de vida inteligente a su alrededor y él seguía sin saber qué tan cerca o lejos estaba de su destino. Condujo por más de tres horas, no supo en qué momento perdió el rumbo de forma tan absurda. Ahora se encontraba en lo que parecía ser un pueblo abandonado, con el neumático pinchado y el celular sin batería.

—¡Maldita sea! —Bramó frustrado estrellando la llave de cruz contra el piso.

Por más que intentaba los tornillos simplemente no cedían, no lograba hacerlos girar ni un milímetro.

El excesivo calor era algo con lo que le estaba costando trabajo lidiar, y si a eso le sumaba que no había probado alimento o bebido agua en todo el día su buen humor se volvía tan frágil como un jarrón de cristal.

Subió las mangas de su camisa de seda ya algo húmeda y abrió otro botón del pecho para intentar equilibrar la temperatura de su cuerpo. El cabello, un poco largo, que le caía sobre la frente, acumulaba el sudor provocando una lluvia de gotas saladas que caían directo en sus ojos irritándolos . Sentía que estaba cerca de desvanecerse.

Aunque sabía cómo hacerlo, nunca antes tuvo la necesidad de cambiar una llanta y era casi un chiste del destino que la primera vez que eso pasara tuviera que estar completamente solo y en medio de la nada.

Se limpió el sudor del rostro con la manga y siguió en su tarea. No se daría por vencido, era un hombre de convicción, uno que luchaba por lo que quería hasta conseguirlo, y en ese momento lo que más deseaba era cambiar esa maldita llanta. Y lo lograría, aunque le tomara dos horas más hacerlo.

Tomó nuevamente la llave de cruz, la observó con recelo, retador, como si el objeto inanimado fuera capaz de doblegarse ante su intensa mirada y otra vez la colocó en posición. Subió un poco su pantalón azul desde los bolsillos y se puso en cuclillas frente al neumático.

—No pasaré la noche aquí. No me quedaré aquí —amenazó.

En lugar de intentar girar la llave con las manos decidió usar el peso de su cuerpo para ejercer mayor fuerza, si la superficie de apoyo era mayor, también lo sería la fuerza que podía ejercer sobre ella. Era su último recurso, después solo le quedaría la resignación.

Así que apoyándose en el capó puso ambos pies sobre el tubo de metal y comenzó a impulsarse midiendo la fuerza que necesitaría, luego dio saltos dejando ir todo su peso hasta que la hizo girar. El tornillo finalmente se aflojó, sin embargo, sus cálculos fueron errados, pues la fuerza que usó fue tanta que él mismo termino cayendo al suelo como peso muerto.

Antes de poder siquiera quejarse del dolor una risa sonora inundó la plaza; era escandalosa, liberadora, parecía que quien se reía no lo había hecho en mucho tiempo. Prefería pensar eso a que había caído de forma tan grotesca que el espectáculo resultaba humillante y cómico.

Miró de reojo al dueño del sonido estridente y, aunque sabía que no podía verlo, le lanzó también una mirada amenazante para que parara su burla. No podía hacer más, si se trataba de algún paparazzi que lo siguió terminaría en la portada de todas las revistas de chismes como alguien con problemas mentales. No parecía una buena carta de presentación para su nueva residencia.

Lunas de octubreWhere stories live. Discover now