X

141 13 0
                                    

EL OBISPO EN PRESENCIA DE UNA LUZ DESCONOCIDA


En una época un poco posterior a la fecha de la carta citada en las páginas precedentes, hizo el obispo algo que, según voz pública de la ciudad, fue aún más arriesgado que su paseo a través de las montañas de los bandidos.

Había cerca de Digne, en el campo, un hombre que vivía solitario. Este hombre, digamos de corrido la palabra temible, era un antiguo convencional. Se llamaba G.

Hablábase del convencional G., en el mundillo de Digne, con una especie de horror. ¡Un convencional! ¿Os podéis figurar esto? Eso existía en el tiempo en que todo el mundo se tuteaba, y en que se decía «ciudadano». Aquel hombre era poco más o menos un monstruo. No había votado la muerte del rey, pero casi lo había hecho. Era un casi regicida. Había sido terrible. ¿Cómo, a la vuelta de los príncipes legítimos, no se había llevado a aquel hombre ante un tribunal prebostal? No se le hubiera cortado la cabeza, es cierto; es menester usar de la clemencia, bueno; pero, cuando menos, un destierro perpetuo. ¡Un ejemplo, vaya!, etcétera, etcétera. Era un ateo de antaño, como toda la gente de entonces. Habladurías de gansos acerca del buitre.

¿Era en realidad un buitre? Sí, se le juzgaba por lo que había de huraño en su soledad. Al no haber votado la muerte del rey, no había sido comprendido en los decretos de destierro, y había podido permanecer en Francia.

Habitaba a tres cuartos de hora de la ciudad, lejos de toda vivienda, separado de todo camino, en no sé qué retiro perdido en un valle semisalvaje. Tenía allí, decían, una especie de campo y un agujero, una madriguera. Ni un vecino; ni siquiera transeúntes. Desde que vivía en aquel valle, el sendero que conducía hasta allí había desaparecido bajo la hierba. Se hablaba de aquel lugar como de la casa del verdugo.

Sin embargo, el obispo pensaba, y de cuando en cuando, mirando hacia el lugar en que un grupo de árboles señalaba el valle del anciano convencional, decía: «Allí hay un alma que está sola».

Y en el fondo de su pensamiento, añadía: «Yo debería hacerle una visita».

Pero confesémoslo: esta idea, a primera vista muy natural, se le presentaba, después de un momento de reflexión, como extraña, imposible y casi repugnante. Pues, en el fondo, compartía la impresión general, y el convencional le inspiraba, sin que él se diera cuenta claramente, ese sentimiento que es como la frontera del odio, y que expresa tan bien la palabra repulsión.

Sin embargo, ¿la sarna del cordero debe alejar al pastor? No. ¡Pero qué cordero!

El buen obispo estaba perplejo; algunas veces se encaminaba hacia aquel lado, pero luego retrocedía.

Por fin, un día esparciose por la ciudad el rumor de que una especie de pastorcillo, que servía al convencional G. en su vivienda, había ido a buscar un médico, que el viejo malvado se moría, que la parálisis se había apoderado de él, y que no pasaría de aquella noche. «¡Gracias a Dios!», exclamaban algunos.

El obispo tomó su báculo, se puso su balandrán, a causa de estar su sotana un tanto raída, como ya hemos dicho, y también a causa del viento de la noche, que no tardaría en soplar, y partió.

El sol declinaba y rozaba casi el horizonte cuando el obispo llegó al lugar excomulgado. Reconoció, con un latir un tanto más apresurado del corazón, que se hallaba cerca del cubil de la fiera. Saltó un foso, franqueó un seto, subió una escalera, entró en un cercado, dio algunos pasos atrevidamente y, de repente, en el fondo de un erial, tras una maleza, divisó la guarida.

Era una cabaña baja, pobre, pequeña y limpia, con un emparrado en la fachada.

Delante de la puerta, en un viejo sillón de ruedas, sillón de aldeano, había un hombre de cabellos blancos, que le sonreía al sol.

Los Miserables I: FantineWhere stories live. Discover now