IX

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EL HERMANO DESCRITO POR LA HERMANA


Para dar una idea del gobierno casero del obispo de Digne y de la manera en que aquellas santas mujeres subordinaban sus acciones, sus pensamientos y hasta sus instintos de mujeres fácilmente asustadizas, a las costumbres y hábitos del obispo, sin que éste tuviera ni aun que tomarse el trabajo de hablar para expresar su deseo, nada mejor podemos hacer que transcribir aquí una carta de la señorita Baptistine a la señora vizcondesa de Boischevron, su amiga de la infancia. Esta carta obra en nuestro poder y dice así:

Digne, 16 de diciembre de 18...

Mi buena señora: No pasa un día sin que hablemos de vos. Es por lo regular nuestra costumbre y existe ahora, además, una razón para ello. Figuraos que al lavar y desempolvar los techos y paredes de nuestras habitaciones, la señora Magloire ha hecho varios descubrimientos; en el momento presente, nuestros dos cuartos, que estaban empapelados con viejo papel blanqueado con cal, no serían impropios de un castillo semejante al vuestro. La señora Magloire ha desgarrado y arrancado todo el papel. Debajo había cosas. Mi salón, en el que no hay muebles y que nos sirve para tender la ropa de la colada, tiene quince pies de alto y dieciocho de ancho; su techo, pintado antiguamente con dorados y a bovedilla como en vuestra casa, estaba cubierto con una tela del tiempo en que fue hospital. En fin, tiene ensambladuras del tiempo de nuestros abuelos. Pero es mi gabinete el que tiene que ver. La señora Magloire ha descubierto, a lo menos debajo de diez papeles pegados unos encima de otros, pinturas que, sin ser buenas, son, al menos, soportables; unas representan a Telémaco siendo armado caballero por Minerva; otras, al mismo en un jardín, cuyo nombre no puedo recordar; en fin, donde las damas romanas iban una sola noche. ¿Qué podré deciros? Hay romanos, romanas (aquí una palabra ininteligible) y todo su séquito. La señora Magloire ha limpiado todo esto, y este verano va a reparar algunas pequeñas averías, y a barnizarlo todo de nuevo, con lo cual quedará mi cuarto hecho un verdadero museo.

En un rincón del desván ha encontrado también dos consolas de madera, estilo antiguo. Nos pedían dos luises y seis francos por volverlas a dorar; pero vale más y es mejor dar esto a los pobres; aparte de que son muy feas y de que yo preferiría una mesa redonda de caoba.

Soy tan feliz como siempre. ¡Mi hermano es tan bueno! Todo cuanto tiene lo da a los pobres y a los enfermos. Vivimos un poco estrechos; la región es muy mala en invierno, y es menester hacer algo por los que nada tienen. Nosotros estamos casi bien abrigadas y bien alumbradas; ya veis que no es poca cosa.

Mi hermano tiene sus costumbres propias y peculiares. Cuando habla, dice que un obispo tiene que ser así. Figuraos que nunca se cierra la puerta de la casa. Entra quien quiere, y enseguida está en la habitación de mi hermano. Nada teme, ni aun por la noche. Es su valor particular, como él dice.

No quiere que teman por él, ni que tampoco tema la señora Magloire. Se expone a toda clase de peligros y no quiere siquiera que aparentemos que nos damos cuenta de ello. Es preciso saber comprenderle.

Sale lloviendo, marcha por en medio del agua, viaja en invierno. No tiene miedo, durante la noche, de los caminos sospechosos ni de los malos encuentros.

El año pasado se marchó solo a una región de ladrones. No quiso llevarnos consigo. Permaneció quince días ausente. A su regreso, nada le había pasado; se le creía muerto, pero gozaba de buena salud y decía: «¡Mirad cómo me han robado!». Y abrió una maleta llena con todas las joyas de la catedral de Embrun, que los ladrones le habían restituido.

Esta vez, al volver, no pude por menos que reñirle un poco, teniendo cuidado de hacerlo cuando el coche hacía mucho ruido, para que nadie nos oyera.

En los primeros tiempos, yo me decía: no hay peligro que le detenga, es terrible. Ahora, he terminado por acostumbrarme. Hago señas a la señora Magloire para que no le contraríe. Él se arriesga como quiere. Yo me llevo a la señora Magloire, me encierro en mi habitación, rezo por él y me duermo. Estoy tranquila, porque sé muy bien que si sucediera una desgracia, ésta sería mi fin. Me iría al cielo con mi buen hermano y mi obispo. La señora Magloire ha tenido más dificultades que yo para acostumbrarse a lo que ella llama sus imprudencias. Pero ahora ya está hecha a ellas. Oramos las dos juntas, las dos juntas tenemos miedo, y juntas nos dormimos. El diablo entraría en la casa sin que nadie le molestase. Después de todo, ¿qué podemos temer en esta casa? Hay siempre con nosotros alguien que es más fuerte que él. El diablo podrá pasar por ella, pero Dios la habita.

Esto me basta. Mi hermano ya no tiene necesidad de decirme ni una palabra, ahora. Le comprendo sin que me hable, y nos abandonamos a la Providencia.

Ved cómo hay que ser, con un hombre que tiene grandeza de espíritu.

He preguntado a mi hermano acerca de las noticias que me pedís sobre la familia de Faux. Ya sabéis que él lo sabe todo, y tiene sus recuerdos, porque es siempre buen realista. Los de Faux pertenecen a una antigua familia normanda de la nobleza de Caen. Hace quinientos años hubo un Raoul de Faux, un Jean de Faux y un Thomas de Faux que eran nobles, y uno de ellos señor de Rochefort. El último fue Guy-Étienne-Alexandre, y era maestro de campo y alguna cosa más en la caballería ligera de Bretaña. Su hija Marie-Louise casó con Adrien-Charles de Gramont, hijo del duque de Gramont, par de Francia, coronel de las guardias francesas y lugarteniente general de los ejércitos. Se escribe Faux, Fauq y Faoucq.

Buena señora, recomendadme a vuestro santo pariente, el cardenal, para que me tenga presente en sus oraciones. En cuanto a vuestra querida Sylvanie, ha hecho bien en no emplear los cortos momentos que pasa junto a vos para escribirme. Ella se porta bien, trabaja según sus deseos, y me quiere como siempre. Esto es todo lo que yo quiero. Los recuerdos que me envía me hacen feliz. Mi salud no es muy mala y, sin embargo, enflaquezco cada día más. Adiós, me falta ya el papel, y me obliga a dejaros. Mil cosas buenas a todos.

BAPTISTINE.

P. D.: Vuestra cuñada está aún aquí con su familia. Vuestro sobrinito es encantador. ¡Pronto tendrá cinco años! Ayer vio pasar un caballo, al que habían puesto rodilleras, y él decía: «¿Qué tiene en las rodillas?». ¡Qué guapo es el niño! Su hermano corre por la habitación, arrastrando una escoba vieja, como si fuera un carro, y grita: «¡Hala!».

Como se ve, por esta carta, estas dos mujeres sabían acomodarse a la manera de ser del obispo, con ese genio particular de la mujer que comprende al hombre mejor que el hombre se comprende a sí mismo. El obispo de Digne, bajo aquel aire dulce y cándido que nunca se desmentía, hacía a veces grandes cosas, atrevidas y magníficas, sin aparentar que sabía lo que hacía. Ellas temblaban, pero le dejaban obrar. Algunas veces, la señora Magloire probaba a oponer alguna resistencia anticipada, pero nunca mientras ni después del hecho. Nunca se le distraía, ni con una señal ni con ninguna acción. En ciertos momentos, sin que hubiera necesidad de decirlo, cuando él no tenía conciencia de ello, tan perfecta era su sencillez, ellas presentían vagamente que obraba como obispo; entonces, las mujeres eran sólo dos sombras en la casa. Le servían pasivamente y si, para obedecerle, era menester desaparecer, desaparecían. Con una admirable delicadeza de instinto, sabían que ciertos cuidados pueden estorbar. Así, aun creyéndole en peligro, comprendían, no digo su pensamiento, sino su naturaleza, hasta el punto de no velar por él. Le confiaban a Dios.

Además, Baptistine decía, como acabamos de leer, que el fin de su hermano sería también el suyo. La señora Magloire no lo decía, pero lo sabía.

Los Miserables I: FantineHikayelerin yaşadığı yer. Şimdi keşfedin