III

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 UNA TEMPESTAD BAJO UN CRÁNEO


El lector habrá adivinado, sin duda, que el señor Madeleine no es otro que Jean Valjean.

Hemos sondeado ya las profundidades de aquella conciencia; ha llegado el momento de sondearlas de nuevo. No lo haremos sin emoción y sin sentir escalofríos. No existe nada más terrible que esta especie de contemplación. El ojo del espíritu no puede encontrar, en ninguna parte, más resplandores ni más tinieblas que en el hombre; no puede fijarse en nada que sea más temible, más complicado, más misterioso y más infinito. Hay un espectáculo más grande que el mar, es el cielo; hay un espectáculo más grande que el cielo, es el interior del alma.

Escribir el poema de la conciencia humana, aunque no fuese más que a propósito de un solo hombre, aunque no fuese más que a propósito del más insignificante de los hombres, sería fundir todas las epopeyas en una epopeya mayor y definitiva. La conciencia es el caos de las quimeras, de las ambiciones, de las tentaciones, el horno de los delirios, el antro de las ideas vergonzosas; es el pandemónium de los sofismas, es el campo de batalla de las pasiones. En ciertos momentos, si se penetra a través de la faz lívida de un ser humano que reflexiona, si se mira detrás de aquella faz, dentro de aquella alma, dentro de aquella oscuridad, se ven allí, bajo el silencio exterior, combates de gigantes como en Homero, peleas de dragones y de hidras y nubes de fantasmas como en Milton, espirales visionarias como en Dante. ¡No hay nada más sombrío que este infinito que el hombre lleva dentro de sí, y con el cual trata desesperadamente de regular las voluntades de su cerebro y las acciones de su vida!

Alighieri encontró un día una puerta siniestra, ante la cual vaciló. Nosotros estamos ahora también en el umbral de una puerta ante la cual vacilamos. Entremos, sin embargo.

Poco tenemos que añadir a lo que el lector ya conoce de lo que le sucedió a Jean Valjean después de la aventura con el pequeño Gervais. A partir de aquel momento fue otro hombre, como ya hemos visto. El deseo del obispo se vio realizado en él. Fue más que una transformación, fue una transfiguración.

Consiguió desaparecer, vendió la plata del obispo, quedándose únicamente con los candelabros, como recuerdo; se escurrió de pueblo en pueblo, atravesó Francia, llegó a Montreuil-sur-Mer, tuvo la idea que hemos explicado, realizó lo que hemos referido, consiguió hacerse desconocido e inaccesible, y desde entonces, establecido ya en Montreuil-sur-Mer, contento al sentir su conciencia pesarosa por lo pasado y por ver desmentida la primera mitad de su existencia por la segunda, vivió apacible, confiado, esperanzado, no teniendo más que dos ideas: ocultar su nombre y santificar su vida; escapar a los hombres y volver a Dios.

Estos dos pensamientos estaban tan estrechamente mezclados en su espíritu que no formaban más que uno solo; eran ambos igualmente absorbentes e imperiosos, y dominaban sus más pequeñas acciones. De ordinario, estaban los dos de acuerdo para regir la conducta de su vida; los dos le arrastraban hacia la oscuridad; los dos le hacían benévolo y sencillo; los dos le aconsejaban las mismas cosas. Pero, algunas veces disentían. En tales casos, lo recordamos, el hombre a quien toda la región de Montreuil-sur-Mer llamaba señor Madeleine no dudaba en sacrificar la primera a la segunda, su seguridad a su virtud. Así, a despecho de toda reserva y de toda prudencia, había guardado los candelabros del obispo, había llevado luto por su muerte, había llamado e interrogaba a todos los saboyanos que pasaban, se había informado sobre las familias de Faverolles y había salvado la vida al viejo Fauchelevent, a pesar de las inquietantes insinuaciones de Javert. Parecía, ya lo hemos observado, que pensara, siguiendo el ejemplo de todos aquellos que han sido prudentes, santos y justos, que su primer deber no era para consigo mismo.

Sin embargo, es preciso decirlo, hasta entonces no había pasado nada semejante a lo que le estaba sucediendo. Jamás las dos ideas que gobernaban al desdichado hombre, cuyos sufrimientos vamos relatando, se habían enzarzado en una lucha tan seria. Lo comprendió confusa pero profundamente desde las primeras palabras que pronunció Javert al entrar en su despacho. En el momento en que oyó pronunciar aquel nombre que había sepultado bajo tan espesos velos, quedó sobrecogido de estupor, y como trastornado ante tan siniestro e inesperado golpe de su destino, y a través de ese estupor tuvo el estremecimiento que precede a las grandes sacudidas; se doblegó como una encina cuando se aproxima una tempestad, como un soldado cuando se acerca el asalto. Sintió caer, sobre su cabeza, sombras llenas de rayos y de truenos. Mientras escuchaba a Javert, su primer pensamiento fue ir a Arras, denunciarse a sí mismo, sacar a Champmathieu de la cárcel y reemplazarle; esta idea fue para él tan dolorosa y punzante como una incisión en la carne viva; luego pasó, y se dijo: «¡Veamos, veamos!». Reprimió ese primer impulso de generosidad y retrocedió ante el heroísmo.

Los Miserables I: FantineWhere stories live. Discover now