III

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JAVERT CONTENTO


He aquí lo que había sucedido.

Acababan de dar las doce y media de la noche cuando el señor Madeleine salió de la sala de Audiencia de Arras. Había regresado a su albergue con el tiempo justo para salir con el coche-correo, en el que, según se recordará, había reservado su plaza. Un poco antes de las seis de la mañana había llegado a Montreuil-sur-Mer, y su primer cuidado fue el de poner en el correo su carta al señor Laffitte y, después, entrar en la enfermería y ver a Fantine.

No obstante, apenas había abandonado la sala de Audiencia cuando el abogado fiscal, repuesto de la primera sorpresa, había tomado la palabra, para deplorar el acto de locura del señor alcalde de Montreuil-sur-Mer, y declarado que sus convicciones no se habían modificado en nada por aquel extraño incidente, que se aclararía más tarde, esperando la condena de aquel Champmathieu, que evidentemente era el verdadero Jean Valjean. La insistencia del abogado fiscal estaba visiblemente en contradicción con el sentimiento de todos, del público, del tribunal y del jurado. El defensor tuvo poco trabajo en refutar esta arenga y establecer que, debido a las revelaciones del señor Madeleine, es decir, del verdadero Jean Valjean, el aspecto de la cuestión había cambiado profundamente, y que el jurado no tenía ante sus ojos más que a un inocente. El abogado había utilizado algunos epifonemas, desgraciadamente poco nuevos, sobre los errores judiciales, etc., etc., el presidente, en resumen, se había unido al defensor, y el jurado, en pocos minutos, había liberado a Champmathieu.

Sin embargo, al abogado fiscal le hacía falta un Jean Valjean y, como ya no tenía a Champmathieu, se asió a Madeleine.

Inmediatamente después de la puesta en libertad de Champmathieu, el abogado fiscal se reunió con el presidente. Conferenciaron acerca «de la necesidad de apoderarse de la persona del señor alcalde de Montreuil-sur-Mer». Esta frase, en la que se repite muchas veces la palabra «de», es del abogado fiscal, enteramente escrita por su propia mano en la minuta de su informe al procurador general. Pasada la primera impresión, el presidente apenas puso objeciones. Era preciso que la justicia siguiera su curso. Y, además, ya que todo debe decirse, aunque el presidente fuera un hombre bueno y bastante inteligente, era también partidario del rey, y acérrimo, y se había sorprendido de que el alcalde de Montreuil-sur-Mer, hablando del desembarco de Cannes, dijera «el emperador» en vez de «Bonaparte».

Así pues, la orden de detención fue expedida. El abogado fiscal la envió a Montreuil-sur-Mer por un expreso, a galope tendido, y dirigida al inspector de policía Javert.

Se sabe que Javert había vuelto a Montreuil-sur-Mer inmediatamente después de haber hecho su declaración.

Javert se acababa de levantar cuando le entregaron la orden de arresto y mandato de comparecencia.

El enviado era un competente policía que, en dos palabras, puso al corriente a Javert de lo que había sucedido en Arras. La orden de arresto, firmada por el abogado fiscal estaba concebida en estos términos: «El inspector Javert hará prisionero al señor Madeleine, alcalde de Montreuil-sur-Mer, quien, en el curso de la audiencia de hoy, ha declarado ser el presidiario liberado Jean Valjean».

Cualquiera que no hubiese conocido a Javert y le hubiera visto en la antecámara de la enfermería, no habría podido adivinar lo que ocurría, y le habría encontrado el aire más normal del mundo. Estaba frío, tranquilo, grave, tenía sus cabellos grises perfectamente alisados sobre las sienes y acababa de subir las escaleras con su lentitud habitual. Pero alguien que le hubiese conocido a fondo y le hubiese examinado atentamente, se habría estremecido. La hebilla de su cuello de cuero, en lugar de estar sobre la nuca, estaba bajo su oreja izquierda. Esto revelaba una agitación inaudita.

Javert era todo un carácter, y no permitía ninguna irregularidad en su deber ni en su uniforme; metódico con los maleantes, rígido con los botones de su traje.

Para que hubiera puesto mal la hebilla de su cuello, era preciso que existiera una de esas emociones que podrían llamarse temblores de tierra internos.

Había requerido un cabo y cuatro soldados del puesto más próximo, había dejado los soldados en el patio y se había hecho guiar hasta la habitación de Fantine por la portera, que no desconfió, acostumbrada a ver gente armada preguntar por el señor alcalde.

Una vez llegado a la habitación de Fantine, Javert hizo girar la llave, empujó la puerta con una suavidad de enfermo o de polizonte y entró.

Hablando con propiedad, no entró. Permaneció en pie en la puerta entreabierta, el sombrero sobre la cabeza, la mano izquierda en su redingote cerrado hasta el mentón. En el pliegue del codo se podía ver la empuñadura de plomo de su enorme bastón, que desaparecía detrás de él.

Permaneció así cerca de un minuto, sin que nadie se apercibiera de su presencia. De repente, Fantine levantó los ojos, le vio e hizo volverse al señor Madeleine.

En el instante en que la mirada de Madeleine se encontró con la de Javert, éste, sin moverse, sin cambiar de postura, parecía espantoso. Ningún sentimiento humano logra ser tan horrible como la alegría.

Fue el rostro de un demonio que vuelve a encontrar a su condenado.

La certeza de tener por fin a Jean Valjean hizo aparecer en su fisonomía todo lo que contenía su alma. El fondo removido subió a la superficie. La humillación de haber perdido un poco la pista, y de haber desperdiciado algunos minutos con aquel Champmathieu, se borraba bajo el orgullo de haber adivinado tan bien al principio, de haber tenido un instinto certero. La alegría de Javert estalló en su actitud soberana. La deformidad del triunfo se abría en su frente estrecha. Fue todo el despliegue de horror que puede dar un rostro satisfecho.

Javert, en aquellos momentos, se encontraba en la gloria. Sin que se diera exacta cuenta, pero no obstante con una intuición confusa de su necesidad y de su éxito, personificaba él, Javert, la justicia, la luz y la verdad en su función celeste de aplastamiento del mal. Tenía detrás de él y a su alrededor, a una profundidad infinita, la autoridad, la razón, la cosa juzgada, la conciencia legal, la vindicta pública, todas las estrellas; él protegía el orden, él hacía salir el rayo de la ley, él vengaba a la sociedad; había en su victoria un resto de desafío y de combate; en pie, altivo, resplandeciente, ostentaba la bestialidad sobrehumana de un arcángel feroz; la sombra temible de la acción que ejecutaba hacía visible, en su puño crispado, el imaginario flamear de la espada social; feliz e indignado, tenía bajo sus pies el crimen, el vicio, la rebelión, la perdición, el infierno; él resplandecía, exterminaba, sonreía, y había una incontestable grandeza en aquel monstruoso San Miguel.

Javert, aun terrible, no tenía nada de innoble.

La probidad, la sinceridad, el candor, la convicción, la idea del deber, son cosas que, al errar, pueden ser horribles, pero que, incluso horribles, siempre son grandes; su majestuosidad, propia de la conciencia humana, persiste en el horror. Son virtudes que tienen un vicio, el error. La despiadada alegría honrada de un fanático en plena atrocidad conserva no se sabe qué brillo lúgubremente venerable. Sin que él lo sospechara, Javert, en su formidable felicidad, era digno de lástima como todo ignorante que triunfa. Nada era tan angustioso y terrible como aquel rostro en el cual se ponía de manifiesto aquello que podría llamarse toda la maldad de la bondad.

Los Miserables I: FantineWhere stories live. Discover now