II

37 6 1
                                    

PRIMER ESBOZO DE DOS FIGURAS AMBIGUAS


Bien pobre era el ratón cogido; pero el gato se alegra aun por el ratón más flaco.

¿Quiénes eran los Thénardier?

Digámoslo en una palabra, ahora. Más tarde completaremos el croquis.

Estos seres pertenecían a esa clase bastarda, compuesta de gentes groseras que se han elevado y de gentes inteligentes que han decaído, que está entre la clase llamada media y la llamada inferior, y que combina algunos de los defectos de la segunda con casi todos los vicios de la primera, sin tener el generoso impulso del obrero ni el honesto orden del burgués.

Eran de esas naturalezas enanas que, si por azar las caldea un fuego sombrío, llegan con facilidad a hacerse monstruosas. En la mujer había el fondo de un bruto, y en el hombre la estofa de un bribón. Ambos eran, en el más alto grado, capaces de cierta especie de repugnante progreso que se hace en el sentido del mal. Existen almas como el cangrejo, que retroceden continuamente hacia las tinieblas, retrogradan más que adelantan en la vida, empleando su experiencia en aumentar su deformidad, impregnándose cada vez más de una negrura creciente. Aquel hombre y aquella mujer eran de esta clase de almas.

Thénardier, particularmente, era repugnante para el fisonomista. A ciertos hombres, no hay más que mirarlos para desconfiar de ellos, porque se los ve tenebrosos por sus dos lados. Inquietan por detrás y son amenazadores por delante. Hay en ellos algo desconocido. No se puede responder de lo que han hecho ni de lo que harán. La sombra que tienen en la mirada los denuncia. Con oírlos pronunciar una palabra, o con verlos hacer un gesto, se entrevén sombríos secretos en su pasado y sombríos misterios en su porvenir.

El tal Thénardier, de creer lo que decía, había sido soldado; sargento según afirmaba; probablemente, había hecho la campaña de 1815, e incluso se había comportado bastante valientemente, según parece. Después veremos lo que en esto había de cierto. La enseña de su figón era una alusión a uno de sus hechos de armas. La había pintado él mismo, porque sabía hacer un poco de todo; por supuesto, mal.

Era la época en que la antigua novela clásica, que después de haber sido Clelia, no era más que Lodoïska, siempre noble, pero cada vez más vulgar, después de caer de Scudéry a Barthélemy-Hadot, y de madame de Lafayette a madame Bournon-Malarme, incendiaba el alma amante de las porteras de París, y tal vez arrastraba un poco a los arrabales. La Thénardier era justo lo suficientemente inteligente como para leer tal especie de libros. Se alimentaba de ellos. Ahogaba en ellos el poco seso que tenía. Aquello le había dado, mientras fue joven, e incluso un poco más tarde, una especie de aire pensativo respecto a su marido, pícaro de cierta profundidad, rufián letrado, menos en gramática, grosero y fino al mismo tiempo, pero que, en punto a sentimentalismo, leía a Pigault-Lebrun, y para «todo lo que toca al sexo», como decía en su jerga, era un alcaraván perfecto y sin mezcla. Su mujer tenía como doce o quince años menos que él. Más tarde, cuando los cabellos novelescamente llorones comenzaron a blanquear, cuando la Megera se desprendió de la Pamela, la Thénardier no fue más que una gruesa y mala mujer que había saboreado estúpidas novelas. Pero no se leen necedades impunemente, y de aquella lectura resultó que su hija mayor se llamó Éponine. En cuanto a la menor, la pobre niña estuvo a punto de llamarse Gulnare; aunque gracias a no sé qué feliz diversión producida por una novela de Ducray-Duminil, no llegó a llamarse más que Azelma.

Por lo demás, dicho sea de paso, todo no es ridículo y superficial en esta curiosa época a la cual aludimos aquí, y a la que podríamos llamar la de la anarquía de los nombres de pila. Al lado del elemento novelesco, que acabamos de indicar, se halla el síntoma social. No es nada raro, hoy, que un zagal boyero se llame Arthur, Alfred o Alphonse, y que un vizconde —si aún existen vizcondes— se llame Thomas, Pierre o Jacques. Esta dislocación, que pone el nombre «elegante» al plebeyo, y el nombre campesino al aristócrata, no es otra cosa que un remolino de igualdad. La irresistible penetración del soplo nuevo se ve en esto, como en todo. Bajo esta discordancia aparente, hay una cosa grande y profunda: la Revolución francesa.

Los Miserables I: FantineDonde viven las historias. Descúbrelo ahora