Preludio

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Los humanos tienen la costumbre de culpar a sus dioses por las cosas malas que suceden, se congratulan con ellos cuando algo bueno pasa y los odian cuando les arrancan lo que querían. Axel solía actuar de esa forma, como todos las personas que conoció a lo largo de su vida.

De niño, Axel tuvo una salud delicada. Había días en los que apenas podía ponerse de pie, estaba agotado todo el tiempo, se cansaba con facilidad y tenía episodios donde la respiración le fallaba por completo. «No vivirá mucho», dijeron infinidad de doctores.

Contra todo pronóstico Axel sobrevivió doce años de su vida. No iba a la escuela como otros muchachos, no salía a jugar y pasaba su tiempo rodeado de adultos; iba de una reunión a otra con su padre, leía y se acercaba a sus hermanas cuando quería escuchar como eran las cosas en el mundo exterior.

La mañana que su vida cambió para siempre todo fue diferente. Podía respirar sin dificultad, estaba enérgico y hambriento, pero, para estar constantemente enfermo el joven siempre tenía hambre.

-¿A dónde crees que vas, Axel?

Después del desayuno escapó detrás de unos repartidores para evitar que su madre lo viese. Sin embargo, no cruzó la puerta principal cuando la mujer ya estaba mirándolo con desaprobación desde lo alto de las escaleras.

-Madre -saludó con parsimonia-, iré a la plaza. El primer día de la Invernalia está por comenzar, solo quiero echar un vistazo en el mercado.
-Sabes que no puedes salir de casa. Con el invierno tan cerca podrías tener una recaída en cualquier momento.
-Usaré un suéter.
-Cierra esa puerta, niño. Luego ven a la cocina para que me ayudes.

Axel arrojó la puerta con fuerza. Estaba molesto, no podía evitarlo. Su madre siempre lograba arrancarle el buen ánimo cuando se sentía bien. Pasó el resto de la mañana sin dirigirle la palabra, solo acataba sus órdenes sin discutir.

Equilibrando una bandeja con su almuerzo, Axel subía las escaleras con extrema lentitud. Delgado, debilucho y torpe, así era cuando tenía doce años. Lo último que necesitaba en ese momento era a su madre gritándole por romper la vajilla y hacer un desastre.

-Vaya. Si que das pena hoy -Axel levantó la cabeza, frunció el ceño. Su hermana, Harper, estaba al final de las escaleras limando sus uñas.
-Mamá no me deja salir -explicó.
-Nunca te deja.
-Sí. Pero hoy es diferente, me siento bien y es el primer día de la Invernalia. Quiero bajar a la plaza. -Pues, vamos.

Harper era tres años mayor y tenía una tendencia a romper las reglas que siempre preocupaba a sus padres. Axel admiraba como era capaz de levantar la voz y pelear por lo que quisiera.

Harper solía burlarse de Axel por su obediencia diciendo: «El día que rompas las reglas, impongas tu voluntad sobre la de otros... entonces, ese día todo habrá acabado. Estaremos jodidos», él solía ponerse furioso con ella pero sabía que era verdad todo lo que decía, no tenía un gramo de desobediencia en su interior.

-¡Vamos! ¡No seas tonto! Prometo cuidarte muy bien -subió su mano flexionando tres dedos sobre su corazón, la señal de promesa.
-No necesito que me cuides.
-Sabemos que eso no es cierto.

Axel puso la bandeja en el suelo.

El fin del mundo tendría que llegar pronto, de preferencia cuando él hubiese disfrutado del primer día de la fiesta por Invernalia. Harper soltó una carcajada complacida con la pequeña muestra de rebeldía de Axel.

Tendrían muchos problemas cuando volvieran.

Harper arrastró a Axel por las escaleras, salieron de la casa con rapidez. Si alguien del personal lo veía saliendo irían corriendo a decirle a su madre. Corrieron por el sendero que usaba el personal para acceder a la residencia, la mayoría ya estaría en sus puestos de trabajo y no tendrían que salir de la casa hasta bien entrada la noche, era la mejor forma de llegar al pueblo sin acceder a las calles principales, aunque Axel odiase llenarse los zapatos de arena.

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