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Si no llevara años en terapia psicológica en este preciso instante estaría corriendo al baño, mientras me sujeto a las desgastadas paredes del departamento que a duras penas alquila mamá, para vomitar todo lo ingerido en el día —que básicamente es pizza, comida instantánea que compro en la tienda de conveniencia cercana y Coca-Cola)—. Por razones desconocidas las pesadillas me provocaban un vértigo incesante que trae consigo ganas de expulsar hasta mis pecados. Por fortuna, la sesiones con Arsenio, un psicoanalista argentino que podría medir sin problemas dos metros, dan resultados y por ahora las pesadillas que, aunque siguen tan presentes, no me provocan malditas nauseas.

Despertar es un agrado. Bueno, al menos hasta que recuerdo los malos sueños. Pero debo concentrarme en lo positivo, esa es una de las últimas tareas encomendadas por Arsenio, o Thor como lo llamo de cariño en mi mente; parece una labor sencilla pero no lo es para nada.

Un estruendo repentino de sartenes y ollas golpeándose me saca de la duermevela en la que estaba. El pelo se me eriza y me pongo en cuatro patas, alerta ante el peligro, porque por supuesto lo primero que cree mi cerebro es que ladrones han entrado a robar lo poco que tenemos en los escasos cincuenta metros cuadrados que llamamos hogar. Intentó ser realista, otra vez Thor proyectándose en mi cabeza, ¿qué diría él? «Siente el miedo, abrázalo, es normal, pero no permitas que te inhabilite. Julieta podría necesitarte. Ahora levanta el trasero y ve si necesita ayuda: es hora del combate». Pero yo no combato el crimen, yo lucho contra la vida. Aunque cada día me cuesta más.

Aguzo el oído; podría apostar que el estruendo llega desde la cocina.

Me parece raro.

No es normal que mamá esté despierta a altas horas de la mañana, menos intentando de cocinar con lo mal que se le da. Una vez estuvo al borde de incendiar la cocina buscando la forma de encender el horno para recalentar unas hogazas de pan de arroz que compramos donde los chinos, como mal los apoda Alison puesto que son inmigrantes coreanos de segunda generación, aunque la corrección política le preocupa bastante poco. Retomo. Si mamá ha vuelto a la cocina solo puede significar dos cosas:

1) Las nuevas pastillas para conciliar el sueño funcionaron, dormí un año y estamos en vísperas de Navidad o 2) llegó «el gran día». Y eso es una pésima noticia.

De pronto un tierno aroma a huevos con queso y orégano revolotea cerca de mi nariz. Podría saltar de la cama, buscar algo de ropa en el clóset y correr a desayunar, pero estoy de piedra. La angustia a veces no permite moverme.

Se oyen pasos desde el pasillo. Mamá, ocultando su pijama con un delantal de tela vaquera, enciende la luz con la espátula. Se me encoge el estómago.

—¡Feliz cumpleaños! —grita con los brazos extendidos, abarcando prácticamente toda la habitación—. ¡Hace dieciocho años fui madre! —parece al borde de soltar una lágrima; me duele verla alegre cuando yo me siento miserable—. Espero que cumplas cien años más. No, no espero. ¡Te lo exijo!

—No debías —susurro.

—Estás tan grande, Ari; al paso que vas me alcanzarás en un par de años... ¡Ay, recién me doy cuenta de que ya tienes edad para ir a la cárcel! Cuida tus acciones, yo no iré a rescatarte —por fin deja de abrazarme, camina en dirección a la ventana y la abre permitiendo que el sonido del metro se instale entre mis pertenencias—. Vamos a comer —me sonríe—, pero ponte ropa que vendrán visitas.

Se esfuma tan rápido como llegó.

Salto de la cama y tomo una sudadera de She-Hulk que la abuela compró en una tienda de segunda mano. Es de lo más vergonzosa. Y nada tiene que ver con que esté impresa una mujer de piel verde en la tela, sino que en la parte posterior destaca la frase «verde y soltera». Que me describe relativamente bien pero no creo que sea un tema que merezca ventilarse. Intento buscar algo más, pero lo que encuentro apesta a encierro y a sudor. Mamá vuelve a llamar con un grito feroz y salgo apurado antes de que me obligue a comer doble ración de su endemoniado pastel.

—Creo que te excediste —digo al notar el banquete desplegado; usualmente no tenemos más que un par de tostadas, cereales, infusiones varias y leche con miel—. ¿A caso invitaste a la reina?

—Agradece que le echo ganas.

—No le eches ganas a cosas que no pido.

—Dios, dame paciencia —susurra al cielo para luego mirarme—. Come, sonríe y da las gracias.

Gesticulo una mueca irónica.

Suena el timbre.

Julieta me pide que abra, que pueden ser de la pastelería que traen el encargo de emergencia —por supuesto quemó el intento de pastel y me alegro—. En la entrada me encuentro con un hombre de ojos profundos como el mar y con la vibra de un integrante de Backstreet Boy que no se enteró que los noventa fueron hacía varios años.

—¡Feliz cumpleaños, Ariel Simón! —Esteban tiende la mano para que pueda estrecharla cuando estaba a punto de besarme la cara.

La incomodidad es tanta que me alegraría que un terremoto desplomara los cimientos del edificio justo en este momento.

Le aprieto la mano y la suelto lo más rápido posible.

—Gracias... y por favor, evita llamarme Ariel Simón, me recuerda al colegio.

—Claro, claro —me guiña un ojo y sonríe con demasiada energía. Odio que los adultos intenten hacerse los modernos cuando no lo son, prefiero mil veces que sean demonios ávidos de sufrimiento juvenil—. Espero que no te moleste que haya pasado a saludar tan temprano.

—Ya eres parte del inventario. Te falta una copia de las llaves y dejar el cepillo de dientes en el baño de mamá —la sangre le sube a la cara y temo que en cualquier momento explote—. Es una broma. Adelante. Estamos por desayunar.

—Malas noticias —dice Julieta a la vez que saluda a Esteban con un abrazo—. Alison acaba de escribir, mi pedido de emergencia no estará hasta la tarde —Alison, un hibrido de mejor amiga de mamá y hermana mayor para mí, es dueña de la pequeña pastelería que está en la planta baja de nuestro edificio. Se instaló casi en la misma fecha en la que nos mudamos y desde que se conocieron se hicieron inseparables pese a ser polos opuestos. Mi teoría es que se encontraron en la profunda soledad de la mediana edad—. Prometieron tenerla después de las dos, ¿podrías bajar por ella?

Asiento.

—Puedo hacerlo yo, si quieren —dice Esteban dubitativo—. Seguro Ariel está invitado a mil eventos por su cumpleaños.

Con mi madre nos miramos y nos largamos a reír.

—Este niño es un topo, no hace más que ver series de superhéroes y navegar en la web.

Quiero reír otra vez, pero un nudo en la garganta me lo impide.

Vuelven las ganas de llorar.


Ahora puedes verme (versión explícita)Where stories live. Discover now