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Volver a pensar en Javier corta cualquier brote de apetito. Los bizcochuelos que todavía conservan la tibieza del horno ya no me parecen apetecibles, aun cuando al partirlos en dos desprenden un aroma provocador. Vaya lástima, puesto que el último par de días las ganas de comer han sido esporádicas y si continuo por esta senda será cuestión de tiempo ser más pellejo que cuerpo.

—¡Ay qué tonta! —suelta Julieta, dejando la taza de cardamomo sobre el plato—. Olvidé tu regalo —dice, saliendo deprisa al dormitorio. Esteban, reposado en la silla contigua a la mía, se levanta y me entrega con manos trémulas una bolsa de papel de estraza que guardaba detrás del sofá.

No necesito ser un genio para adivinar que se trata de un cuaderno de dibujos empastado en cuero y de gruesas hojas ahuesadas. Descubro, además, que le acompaña un set de lápices que me hacen soltar un gritillo de alegría. Correría a abrazarlo, pero reprimo mis impulsos. Sigue incomodándome la figura de Esteban; no es el novio de mamá, por ende, considerarlo un familiar sería precipitarme a los hechos, pero tampoco es un jefe cualquiera, a no ser que hoy sea cotidiano que empleados de una misma empresa se revuelquen en las sábanas y actúen como si no hubieran dormido juntos.

Julieta vuelve y su asombro es imposible de disimular.

—Esteban, por qué no me avisaste que le comprarías algo tan caro, me hubiera ahorrado esta baratija —dice mientras sostiene en su mano una pequeña caja azul, no más grande que su diáfana palma.

Me entrega la cajita aterciopelada y me anima a abrirla, mientras agarra el cuaderno y comienza a probar los lápices en la última hoja. Evidentemente es más talentosa que yo. Y no hablo de práctica, hablo de talento innato. Ni dedicándome a tiempo completo al dibujo podría llegar a su nivel. Y está bien. No ser prodigio en algo dejó de atormentarme hace rato.

En la caja hay un relicario plateado que contiene en su interior fotografías en blanco y negro de dos niños que, a pesar de la diferencia de edad, podrían ser mellizos.

—Lo vi y no pude resistirme. Creo que es bonito que te lleves contigo a tu...

Me pongo la gargantilla a la altura de mi pecho.

Por un segundo tengo una visión, pero la pierdo.

Como la perdí a ella y ratos me pierdo a mí.

Me gustaría agradecerle a mamá, abandonar al puto mal criado que todo le resbala, pero soy incapaz. Recordarla me inquieta, me trauma, por lo que termino sonriendo y guardándome las palabras.

Entre silencios, terminamos de comer. Con Esteban recogemos los trastos sucios y dejamos lo que queda en la nevera. Se oye un ring. Luego un segundo.

Desde el baño, Julieta grita que atienda.

—¿Sí? —digo al timbre.

—Voy subiendo —Violeta, una mujer canosa, bien chaparra, que no alcanza el metro sesenta de estatura, aparece frente a la puerta sosteniendo una caja de proporciones inusitadas. La recibo antes de que la pobre vieja se desmorone.

—¡Feliz cumpleaños, lolo! —dice exhausta—. Esto es de parte de la señorita Alison; apuró a las panaderas para que su pastel saliera de los primeros.

—Podría haberlo dejado abajo...

—Se le iba a estropear.

—Gracias...

—Espere, espere, no me cierre; esto también es para usted —de uno de sus bolsillos saca algo.

¿Otro regalo? Definitivamente, lo mejor de cumplir años. Debe ser una invención para equilibrar la falta de elastina provocada por la edad.

—Lo dejaré en la mesa para que vaya a refrigerar el pastel —se inmiscuye sigilosa por la puerta y sigilosa se va—. Bonito día. No bebas mucho que no estoy dispuesta a trapear el pasillo dos veces.

Una vez listo regreso al comedor.

—¿Y esto? —susurro. Esteban, distraído, envía mensajes por el teléfono. No me oye.

En la parte superior del envoltorio, donde suele ir un listón, hay pegada una etiqueta con mi nombre impreso. Dentro hay una caja más pequeña y una carta. Me quedo petrificado al leer el remitente.

Fuck.

Julieta aparece desde la habitación con bolso al hombro y coleta demasiado tirante para mi gusto. Parece una mujer distinta a la que se servía una taza de té en pijama y se preparaba para dibujar todo el día encerrada en casa.

Habla, pero sus palabras se disipan en el aire.

—¿Ari, pasa algo? —no puedo salir del mutismo personal—. ¿Y eso?

—Un regalo. Lo trajo Violeta —logro responder sin vomitar.

—¿Violeta te dio un regalo? —dice con alegría—. Qué amorosa.

—No —busco las palabras y las encuentro, pero soy incapaz de verbalizarlas. En particular una que hace mucho tiempo dejó de significar algo.

—El regalo es de Arturo —digo por fin.

Fuck.

—¿Arturo? Ese es... —comenta Esteban.

—Sí.

¿Estas seguro? —replica mamá.

—Sí. Es de mi padre.

Un regalo del primer hombre que me abandonó.

Ahora puedes verme (versión explícita)Where stories live. Discover now