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Tengo el dolor de cabeza más insoportable de la vida. No importa cuanta agua beba, las sienes bombean sin piedad. Para evitar el mareo dejo el departamento a oscuras, apenas iluminado por las luces del televisor que se proyectan en forma de mosaicos por la pared. Miro la película sin entender de qué se trata. Mi única preocupación es que se acerca la hora en la que mamá suele regresar del trabajo y el departamento huele a encierro y eso es reto seguro.

Abro ventanas y puertas.

Esa pequeña acción me deja exhausto: las piernas me tiemblan y las manos me transpiran como si estuviera en una sauna. No he probado bocado desde el desayuno. Siento asco. Arsenio diría que estoy atravesando una crisis, que vaya por un vaso de agua e intente inhalar y exhalar a ritmo sosegado, pero transpiro más. Quizás tengo una arritmia cardiaca o una conmoción cerebral. O ambas. Al mismo tiempo. ¿Qué tan común es la muerte súbita? «Muy bajas», diría Arsenio. «Mas no nulas», respondería yo. «Imagina un lugar feliz, algo divertido». Me es complicado, soy la persona menos divertida de la existencia.

Piensa, piensa.

Arsenio, Thor, eso es.

Lo imagino descansando en un baño de vapor, cubierto a penas por una toalla blanca a lo Tarzán. ¿Me divierte? No, pero me excita y eso ayuda a alejar los pensamientos mortuorios. Estoy seguro de que debajo de las camisas arrugadas que utiliza en las sesiones se esconden brazos formidables, bronceados, capaces de estrangularme. Si me lo propusiera como terapia aceptaría dichoso. Pero esto no es Sex and the City ni Cincuenta sombras de Grey. En la vida real los espacios para las fantasías y el deseo son escasos y eso me jode. Probabilidades de tener sexo con mi terapeuta. Cero. Probabilidades de acostarme con un hombre por primera vez. Las mismas.

Fuck.

En fin.

Me calmo y me largo a reír. Si mamá leyera las mentes, luego de espantarse habría reído conmigo: «Muy buena onda seré, pero no me interesa enterarme de tus perversiones», habría comentado. Contar con una madre joven es una bendición en estos casos: no se olvida que también fue polluela, incluso me apoya en algunas estupideces que se me ocurren (como ser cómplice cuando en un ataque de entusiasmo me colé en un hotel para pedirle un autógrafo a Robert Pattinson en su paso por la ciudad para la rueda de prensa de Crepúsculo). El lado negativo es que te puede dejar en vergüenza con facilidad.

Y vaya que lo hace.

Hacía unos meses le soltó a Esteban que tras mi rostro imperturbable y espinilludo se escondía una rata adicta a los cómics y a disfrazarse en convenciones de fans.

—Así que te gustan los hombres en mallas.

—También hay mujeres... —no sé ni por qué abrí la boca. La homosexualidad no me incómoda, me incomoda hablar de mí. Pero soy torpe y aún no aprendo, ni llevo a la práctica, el milenario arte de pensar antes de hablar.

—En la agencia nos regalaron un par de entradas para esto, ¿quieres ir? —me desfallecí. Eran boletos para la Comic-con de San Diego.

Hasta hoy no entendido a cabalidad a qué se dedica la oficina en la que trabaja Esteban y Julieta, pero hoteles, agencias de turismo, restaurantes, laboratorios de cremas faciales y un sinfín de empresas de lujo los agasajan en obsequios. Mamá dice que nada es gratis, que cada detalle viene con una doble intención y que es preferible no deberle el favor a nadie. Pero eso no es de mi incumbencia y trato de sacarle provecho. Lo tomo como una vuelta de mano para lo hija de puta que ha sido la vida conmigo.

Quise decir que sí a la propuesta de Esteban, estaría atentando contra mis principios si dijera lo contrario, pero no podía pretender ahorrar para un billete de avión estando en el culo del mundo. Con suerte un par de veces nos escapamos a Mendoza con mamá, pero en autobús. Me negué, Julieta casi se desmayó, yo no había entendido que las entradas incluían el traslado a Estados Unidos. De hecho, no contaba ni con pasaporte, pero los detalles los veré más adelante. Terminé aceptando. Aunque no tenía ni idea de qué iba a disfrazarme o de si lo iba a hacer.

A los doce años comencé a participar en concursos de cosplay locales: a los doce fui Spider-man, a los trece Loki, a los catorce —extrañamente— Wonder man cuando ni me gustaba tanto, hasta que a los quince y dieciséis me quedé pegado en Cíclope de los X-men, no obstante, hasta ahí llegó mi auspiciosa carrera. La vergüenza y la ansiedad terminaron por aguarme la fiesta. No me quedaban ánimos para armar moldes, ir en busca de telas buenas y coser hasta altas horas de la madrugada. Cierto día atravesé un umbral en donde las energías me escasean y dormir es el único consuelo que encuentro.

Ahora precisamente el cuerpo me lo pide.

Me retiro a mi habitación.

Caigo con peso muerto a la cama, golpeándome la cabeza con algo oculto bajo la almohada. Me vuelvo a tensar y siento otra vez el dolor de cabeza que había logrado disipar gracias a las bondades Arsenio en toalla.

Es el maldito regalo.

He sido incapaz de volver a abrir la caja. La inspecciono como si se tratara de una bomba que algún grupo anarquista trajo hasta mi puerta. Se me hace imposible imaginar a Arturo pensando en mí, menos acordándose de mi cumpleaños y gastando tiempo y dinero en comprarme algo. De seguro alguien más lo habrá hecho por él.

No tiene importancia, me repito.

Es una caja de cartón.

Sin darle más vueltas la abro y me vuelvo a encontrar con el papel de seda tono cerúleo. Ni siquiera había notado que la carta tenía una mancha de tinta negra estirada como una cruz. La dejo a un lado como si quemara. La caja más pequeña tiene una textura aterciopelada. Desanudo el pequeño listón. Es un domo de esos que nievan por dentro. No recuerdo el nombre preciso.

Sin poder evitar el goce, dejo la esfera en mi palma. Los copos están repartidos en la base. Lo agito. La nieve revolotean por la villa en miniatura y caen despacio gracias a la glicerina. De pronto me detengo en un sol de plástico sobre lo que sin duda es la ciudad de San Petersburgo.

«Las noches blancas», susurro con voz quebrada.

¿Qué mierda pretende con esto?

Lo dejo bruscamente sobre la mesa de luz y tomo la carta con la intención de leerla, pero soy incapaz. Huir de problemas es mi mayor talento. Hago espacio en el armario y guardo ambas cosas junto a las cajas de zapatos en donde escondo de mamá un par de revistas porno de los noventa que regateé en una tienda de segunda semana hace cuestión de días. No sé por qué las compré cuando en internet se puede encontrar mejor material, pero me pareció divertido comenzar una colección vintage. En fin. Qué Arturo agradezca que tengo la decencia de no lanzar su regalo por la ventana. Pero no lo hago por él, sino por el temor de dañar a un transeúnte inocente con una bola de nieve. Si fuera por mí se la tiraría por la cabeza. A Arturo, quiero decir.

No puedo evitar el inexorable declive.

Me largo a llorar.

El oxígeno de la habitación escasea.

Ni Arsenio en toalla ayudará en esta ocasión.

Exploto.

Quiero estar bajo los frondosos abetos de la antigua casa. Cuando Arturo cocinaba pescados con hierbas los fines de semana, cuando mamá se encerraba en el estudio de pintura que tenía en la primera planta mientras escuchaba jazz y cuando Isabel salía de la alberca para calentarse bajo el sol inclemente del verano para luego leer alguna novela que me comentaba con tanto ahínco como si la hubiera escrito ella.

Hermana, ¿por qué la muerte te arrancó tan rápido de mi vida?

Ahora puedes verme (versión explícita)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora