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A los ocho años era muy diferente a lo que soy ahora: y no me refiero a los cambios indiscutibles que experimenta el cuerpo cuando entra a la pubertad; no vale la pena mencionar que crecí al menos cincuenta centímetros, que mi voz adquirió un tono fragoso y que —pasado los catorce años— vellos me aparecieron en lugares que ni sabía que podían crecer, como los nudillos (aunque son tan delgados que dudo que alguien recaiga en ellos a vuelo de pájaro). En fin. No solo mi cuerpo sufrió los estragos del tiempo, sino la forma en la que me desenvuelvo en el mundo. Antes tenía una inclinación natural a entrometerme donde no me llamaban. Era un crío travieso, incapaz de quedarse quieto por más de diez minutos y con una chispa que, tal como suelta Julieta con unas copitas de más, se apagó como una llama en el agua.

Meses después de la muerte de Isabel, mi hermana, los doctores y terapeutas dictaminaron negligentemente que la mejor forma de salir del trauma infantil era continuar como si nada hubiera pasado. Julieta, que no estaba en condiciones de pensar si aquella desfachatez tenía sentido, les hizo caso creyendo que era lo mejor para mí. Spoiler, no lo fue.

Cierta tarde, mamá me retiró del colegio antes del término de la jornada escolar y me llevó a dar un paseo recreativo. La idea era que habláramos de cómo nos sentíamos y de que nos riéramos recordando a Isa, pero platicar de un muerto (al menos los primeros años) trae más lágrimas que entusiasmo. Nos quedamos callados durante varios minutos, cuando menos lo esperas las palabras pierden significado.

Con la intención de hacer que mamá subiera el ánimo, le propuse que fuéramos al cine. Julieta bajó a mi altura, me dio un beso en la frente y aceptó con una sonrisa cansada. Me di cuenta de que estaba nerviosa, o más bien asustada, era común que los acomodadores le pidieran que me retiraran de la sala por inquieto y eso la avergonzaba y la sacaba de quicio. No la culpo. Si tuviese un hijo como yo no lo exhibiría al mundo hasta cumplir la mayoría de edad.

Mamá hizo parar un taxi, pero el viejo pelado al volante ni recayó en nosotros. Un aparente desconocido que iba en el auto de atrás frenó y nos preguntó por una dirección. Julieta le dio las indicaciones y el hombre sonrió afable y preguntó si acaso era la esposa de Arturo Cid. Mamá algo pasmada por la escena fortuita asintió y le preguntó quién era. Luego de darle el pésame —las noticias se esparcen como rumores—, el hombre de unos treinta y pocos años bien puestos se presentó con voz hipnótica: era un antiguo conocido de papá que había vuelto al país luego de marcharse a estudiar una maestría en Irlanda. El hombre nos ofreció aventarnos y Julieta, tan ida de la vida que fue incapaz de considerar que frente a sus narices podría tener a un psicópata, aceptó para ser practica más que por genuina convicción. A unas cuadras del cine y, antes de despedirnos, el conocido de Arturo le entregó una tarjeta de presentación a mi madre, en la que ella no reparó hasta un par de años después cuando se vio sola y sin dinero.

La cartelera aquel año era aburrida, así que simplemente compramos entradas para una película del horario más cercano. La mayoría de las personas lucían ansiosas, menos nosotros dos, que parecía que estuviéramos en un funeral, mirando un ataúd que no termina nunca de bajar.

En la sala Julieta se extrañó de que no me diera por agarrar las palomitas y tirarlas a las cabezas de los espectadores. Lidiar conmigo solía ser complicado, pero en ese tiempo parecía un muerto.

Cuando se apagaron las luces, mi corazón comenzó a palpitar arrítmicamente. Esperé que llegará un momento de tranquilidad, pero cuando los parlantes retumbaron fue peor. Podría decirse que ahí iniciaron los malditos ataques de pánico que no me dejan a día de hoy.

Acomodado en la butaca volví al entierro, a la música fúnebre sonando, a las campanas de los chicos que llevaban el féretro, a la espesa voz del cura que rogaba por nosotros cuando yo no quería que nadie me regalara palabras, yo quería que me devolvieran a mi hermana.

Ahí pensé en Dios. Julieta no era católica, pero sí la familia de Arturo y por ende él y mi educación. Si acaso existía la posibilidad de que Dios fuera real y no una gran literatura, llegué a la conclusión de que no era tan bueno. Me parecía un sádico que gozaba del sufrimiento ajeno. ¿Por qué matar a una niña? ¿Por qué quitarle la hija a una madre? ¿Qué gana con eso? No llegué a ninguna conclusión más que al consuelo de que es preferible creer en la teoría de la evolución. De lo contrario Dios es un hijo de puta.


Ahora puedes verme (versión explícita)Where stories live. Discover now