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Por supuesto, voy atrasado a mi encuentro con Esteban. Tengo unos cuarenta minutos para hacer el trayecto de casa a la universidad cuando lo normal sería demorarme el doble así que me encomiendo a los dioses del panteón que esté escuchando.

Corro escaleras abajo evitando a uno que otro vendedor ambulante y músico callejero. Al llegar al andén jadeo en busca de aire, el tren no tarda en entrar a la estación. Al abrirse las puertas intento escabullirme entre un hombre y una mujer robusta que me incrusta sus codos regordetes y sudorosos en las costillas. No puedo darme el lujo de esperar un carro más despejado, así que aprovecho mi falta de carne y estatura para acomodarme en un recoveco al que justo le llega directo el aire acondicionado. No me doy cuenta de que estoy aguantando la respiración hasta que mi corazón se acelera —incluso más— al sentir una amalgama de sudor y perfume de hombre.

No cualquier perfume.

El perfume.

Hago un esfuerzo consciente por no pronunciar su nombre y, para llevar mi mente a un lugar seguro, saco de mi bolso el ejemplar de Eleanor & Park que Alison me regaló por mi cumpleaños, aunque tenga que posicionar el ejemplar casi pegado en mis narices lo cual de seguro me hace ver un tanto ridículo. Sumergirme en los capítulos de la novela de Rainbow Rowell surte efecto, me calmo y bloqueo a tal nivel mi propia cabeza que paso de largo de estación y debo volver a correr para tomar un carro que me lleve de regreso. ¡De seguro ningún dios me escuchó! Mientras espero otra vez en el andén veo que al frente una figura masculina no me quita los ojos de encima.

¿Es él?

Él.

Mi sangre es hielo.

Antes de corroborarlo el tren entra a la estación y la figura masculina se esfuma cual fantasma. Quiero llorar, volver a casa, meterme a la cama y no salir de ahí al menos hasta cumplir cuarenta. Pero sé que no es una opción. No al menos por ahora. Apuntaré, para no olvidar, buscar en internet los trabajos más lucrativos que pueda hacer sin moverme de casa.

Me trago las lágrimas y hasta los mocos.

Al llegar por fin al lugar en que acordamos encontrarnos con Esteban, sigo desorientado y acongojado. Le marco y al primer tono me pregunta dónde estoy; intenta disimular su estrés. No sé cómo responder, me avergüenza reconocer que estoy algo perdido, febril. Según él, no debería tomarme más de tres minutos dar con su auto, pero siento que estoy en un lúgubre túnel, en un espiral infinito, en una dimensión construida a bases de espejos de la cual no puedo salir pues se parece demasiado a mi cabeza y es sabido que de ella jamás salgo.

Por suerte, más temprano que tarde logro dar con él.

Golpeo la ventana, apresurado, y me recibe su sonrisa resplandeciente que poco a poco me va recordando a casa.

—¿Estás bien? Estás pálido —me acomodo y lo primero que hago es acercarme lo más posible al aire acondicionado que da golpecitos en mi frente y revolotea algunos mechones de mi flequillo.

Adentro huele a vainilla.

—Me mareo un poco en metro.

—¿Te llevo a casa?

—Estoy bien, gracias —me abrocho el cinturón fingiendo que no estoy temblando—. Mejor démonos prisa antes de que nos atrasemos más por mi culpa.

Es evidente que Esteban se muerde la lengua y se lo agradezco. Pocas personas cuentan con la aptitud de saber hasta cuando insistir y él la maneja a la perfección.

Camino a la universidad, los coloniales edificios del centro de la ciudad son sustituidos por grandes casonas escondidas en medio de las colinas. Las calles ahora son solo de una sola vía y a los costados está lleno árboles frondosos que se extienden en senderos. Al llegar, Esteban estaciona en el subterráneo de la universidad. Apacibles bajamos del auto y me entrega una credencial que guardada en el bolsillo izquierdo de su gabardina. No había notado lo guapo que luce.

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⏰ Last updated: Feb 12, 2023 ⏰

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