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En la infancia no habitaba la soledad tanto como hoy.

Tampoco quiero decir que contaba con una cantidad abrumadora de amigos, pero si mirabas por la superficie era un niño normal con amistades normales. Ahora, no sabría decir cuándo llegó el punto de inflexión en que pasé de ser el chico enclenque buena onda al chico enclenque outsider que perfectamente podría haber salido del imaginario de Tim Burton. Solo tengo claro que de un momento a otro mis compañeros me parecieron unas ratas detestables cuya capacidad de burlarse de hasta el defecto más insignificante de alguien era abrumadora. Así que me aislé y refugié en bandas de rock emo que pasaban en las tardes por el MTV.

Por fortuna (¿o desgracia?) cuando cumplí doce años fui aceptado en uno de los institutos públicos más renombrados de la ciudad, cuyos alumnos y profesores se enorgullecían al decir que dieciocho —si no recuerdo mal el número— presidentes de la República estudiaron en aquellas aulas. Aunque ese dato me era insignificante pues lo único que me interesaba era desligarme de mis compañeros graciositos. Sorpresa, nada cambió. Estudiar en un colegio de hombres es el triple de agotador. Y hasta me aventuraría a decir que es una tortura si no calzas en el estereotipo «juego fútbol y miro a chicas candentes en internet».

El primer día lo cambió todo.

Para un deber de la clase de Lengua, el profesor —que aún recuerdo sinvergüenzamente alto, delgado y de labios mullidos— nos reunió en parejas aleatorias de trabajo. A diferencia de lo que ocurre con regularidad en estas situaciones tan comunes en la época escolar, todos mantuvieron el pico bien cerradito. Me incluyo. Ningún reclamo. Rápidamente el maestro nos explicó que debíamos escribir un cuento de dos carillas que debía ser entregado en no más de hora y media. La creación era absolutamente libre; el único requisito era que los cuentos se enmarcaran en el género de la ciencia ficción.

La labor era algo brusca para una primera clase, sí, pero al menos sonaba divertida e imagino que le daría al profesor una idea vaga de nuestra redacción que con doce años no creo que haya sido digna de admiración.

Con las instrucciones claras y lápices en mano salimos al pasillo a buscar inspiración.

Javier, un chiquillo gordito de cabello pinchudo —que al parecer dormía la noche entera con una gorra de lana para modelarlo—, le tocó trabajar conmigo.

Nos sentamos en las escaleras de un gris sucio próximas a uno de los tantos baños, yo con mi cuaderno apoyado en las rodillas y él jugando con un maltraído balón de fútbol. Le pregunté qué historia le gustaría contar. En mi cabeza ya tenía muchas, evidentes plagios a eventos de Los vengadores y X-men que había leído en historietas, pero no lograba decidirme por ninguna.

—Me da igual —respondió desinteresado—. No me presto para esas tonterías de niña.

¿Qué daño le habían hecho para contestar con tal antipatía? Sin prestarle mayor atención, y concentrado de forma única en no sacar un deficiente, escribí sin su ayuda. Si algo había aprendido en la vida era a no perder energía en pequeñeces e ir por mis convicciones. Aunque después de su afable respuesta, mis ideas se esfumaron.

Me devané los sesos durante media hora; masqué lápices, arrugué infinidad de hojas y estoy seguro de que llegué a echar humo por las orejas. Y esto no es hipérbole ya que la abuela aseguraba que descendíamos de una familia dotada de atributos extraordinarios. Pero ese cuento se los comento luego si es que me acuerdo.

Tras rechazar la idea de hacerme el indispuesto y rogar que me enviaran a casa, una idea llegó a mi poco agraciada cabeza, y de la forma más rara: al mirar una diminuta cicatriz en forma de luna creciente que asediaba el párpado del simpático de Javier, tuve una especie de visión.

Ahora puedes verme (versión explícita)Where stories live. Discover now