Capítulo 30

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Eran la una y cuarto. Erick estaba acostado sobre el sillón, con las piernas estiradas y una mano sosteniendo la cabeza. Fruncía el ceño.

—Es aburrido. Lo saco —dijo Eva, y enseguida se lanzó sobre la tele.

Mientras Eva tocaba botones y buscaba sacar el disco, Erick perdió la mirada.

—¿Qué pasó? —preguntó, enderezándose.

—¿Qué pasó con qué? —Eva había sacado el disco y lo estaba guardando.

—Con tu papá. ¿Tenía Alzheimer?

—No, no. —Sonrió. Evita se había hecho una coleta que le quedaba alta, y aun así el pelo le llegaba hasta la cintura, negro y lacio—. Tenía lupus y mucho miedo a morir. Entonces inventaba enfermedades que no tenía. Era bastante pesado con esas cosas. Y mamá lo empeoraba porque hacía cosas... No sé, no sé cómo explicarte esto. Él la trataba como a un bebé. Y eso le molestaba una barbaridad.

—Uh.

A la cabeza de Erick le llegó el recuerdo de la noticia: Tomás Novak escribió un testamento, en la época de la vida en la que nadie piensa en morir. Qué raro que un hombre en sus cuarenta años haga algo así. Y todo a Eva. Cada céntimo iba dirigido a Eva, la hija más chica, la que tiembla cuando quiere pedir algo.

—Al final fue todo al pedo. No murió de Alzheimer, ni de neumonía, ni de un infarto, ni de no sé cuántas cosas más lloró. Al pedo. Pero el problema no es ese. Porque él ahora ya no está, o sea, no tiene más preocupaciones porque no existe. Pero yo... Algunas formas de pensar quedan, viste. Los papás se olvidan que los chicos copian todo lo que hacen. Y después uno arrastra lo que ellos arrastraron. Al pedo, dije. Fue todo al pedo.

Erick se había acostado sobre el sillón, con la mirada puesta en Eva. Ella sonreía. Por alguna razón. Pero no lo miraba. Guardó el disco y miró la hora y dijo "¡qué tarde!", para luego sacudirse las manos.

—¿Puedo preguntar algo? Y vos me respondés si querés —dijo él.

—Sí, obvio. —Eva quiso levantar la caja de los recuerdos, pero la soltó al primer intento.

—¿Y de qué murieron... tus papás?

Eva frenó las manos. Estaba a punto de intentarlo, otra vez; agarrar esa caja y llevarla hasta su habitación, fingir que no necesitaba ayuda, para nada, y que podía sola, tal como le había dicho a Mabi. Sacudió las manos y miró la caja.

—Los aplastó un camión. Ellos iban en moto, atrás. Y los succionó. —Giró la cabeza hacia la ventana. A Erick se le formó un nudo grueso en la boca del estómago—. Entró mucho frío, ¿no? Las voy a cerrar.

—Y todos esos estudios médicos, ¿son de tu papá?

Eva cerró la ventana y la cortina. De repente, la habitación perdió el brillo y la luminosidad, y las paredes se tiñeron del color anaranjado que traspasaba la cortina. Se quedó quieta, con la mirada pegada a la cortina.

Ella no respondió. Le sonrió y le dijo:

—A donde sea que tengas que ir, que hace que veas el reloj cada dos minutos, ya te podés ir. Te libero. Me voy a la casa de tía Mabi yo. Cualquier cosa no me llames porque Mabi después ve la llamada y me va a molestar con que sos mi novio. ¡Adiós!



...



Clara le mandó una foto del vino tinto servido en una copa redonda y gigante, y Benjamín no le contestó. Al rato le llegó otro mensaje. Él le puso "Se me complicó el plan, no voy a poder ir". Clara no le respondió esta vez, y la conversación murió.

Benjamín tenía ojeras largas, pero ya no era por el sueño. Se había sentado en el banco de cemento de la plaza a la vuelta de su departamento. Tenía en la mano derecha una botella de vino por la mitad. El pelo desprolijo le tapaba los ojos: a su alrededor no había nadie.

Se acercó caminando hasta el frente de su departamento. La luz de la ventana de Eva estaba prendida. Le crecía vértigo en la boca del estómago; el vértigo de verla, de no, de cruzarla en el pasillo, de todos los pasillos que él frecuenta; escuchar su voz de a ratos y amontonada y de golpe, escucharla sonreír, hablar de su familia, de sus amigos. Verla irse y sentir vértigo. Le gustaría no tener que verla nunca más. Sacarse de encima ese peso sobre el pecho que no lo deja respirar por la mañana. Y a la vez le gustaría que ella se acercara y le hablara más seguido. Verla mucho más.

Subió las escaleras tambaleándose. Le agarró calor en el cuerpo. Cuando cruzó la puerta y caminó hasta el living, se sacó la remera y la hizo un nudo sobre la mano. Sabía que, borracho, era muy peligroso. Tendía a hacer cosas que después se arrepentía. Le agarraba un ardor en el vientre, un fogonazo que lo hacía tomar malas decisiones. Entonces iba a entrar rápido a su habitación hasta que la escuchó reír. Estaba hablando con alguien por teléfono. A Benjamín agarró una punzada en el pecho. No pensó de qué era esa punzada. Solo se preguntó con quién, por qué a esa hora, con quién, qué la hacía reír tanto, con quién, por qué no era él, si había otro, entonces quién...

E instintivamente le tocó la puerta del cuarto. Ella frenó la risa, se acercó y abrió la puerta.

Al principio abrió los ojos. Enseguida se calmó y le dijo:

—Había una regla que decía... algo así como ir vestidos por la casa.

—¿Ya comiste? —Él alzó los ojos y observó que estaba haciendo videollamada con Mabi. La punzada desapareció.

—Sí, papá.

—¡Ah! Me muero, me muero, me muero. Con razón te querías mudar rápido. ¡Quién...! —gritó Mabi.

—¡Andate! —Eva lo empujó y cerró la puerta rápido.

Erick sonrió.

Heridas sin CicatrizWhere stories live. Discover now