Capítulo 51

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Abigaíl testificó a su favor, como Augusto, como Valeria, como Iván. Valeria dijo que conocía lo suficiente a María y Eva López para saber que no tenían ningún problema y que todo estuvo arreglado siempre para echarle al culpa a Eva, no porque fuera la culpable en serio, sino para sacarse de encima este caso lo antes posible. No buscaban la verdad. Dijo, a último momento y con lágrimas en los ojos, que Eva no había borrado información: había sido ella en un descuido. Pero no tomaron esa parte de la declaración.

Iván le llevo tappers con comida. Augusto la abrazó en silencio.

En tribunales, con dos cámaras apuntándole en la frente, Eva se guardó los sollozos en una caja fuerte. A pocos metros, Erick la observaba.

Apenas lo vio, ella no supo bien cómo reaccionar. No hizo nada. Siguió caminando con la cabeza gacha, tratando de sacarse la idea de que esa misma persona no era el Erick que le contó sobre su lupus, su relación con la familia. Era un desconocido.

Él, por su parte, no respondió preguntas, no se movió del asiento. Miraba a Eva con los ojos petrificados y un aire enfermizo. Las ojeras aparecieron otra vez. Entre ellos había una distancia distinta que con los demás, porque la energía que Eva emanaba era parecida a la de él y ambos, sin darse cuenta, pensaban en el otro con una intensidad agobiante. Eva pedía en silencio, por favor, que él dejara de mirarla. Que se alejara. Ahora que la habían metido presa, que se olvidara de haberla tenido en su cama y de haber escuchado todos sus problemas. Ahora que se había desnudado en cuerpo y alma, rogaba a un Dios, a cualquier Dios, que Erick Benjamín Leroy la despreciara sin recuerdos. Y de paso pedía que le sacaran los recuerdos a ella, que la vaciaran del amor que sentía y que le entrara un odio que borrara toda la decepción, ese corazón roto y filoso que le cortaba el pecho.

—Los teléfonos fueron intervenidos —le dijo Clara. Caminaban juntas por los pasillos de tribunales. No sabían que las perseguía Pablo Ariza con un micrófono en la mano—. La central te va a escuchar todo el tiempo. Hagas lo que hagas.

—Yo no hice nada, señora.

—Ya lo sé. —Clara la agarró de la mano—. Yo te voy a ayudar, nena. No te preocupes.

Eva no respondió. Sabía que era difícil. Sabía que Clara iba a perder porque ellos tenían todos los medios para hacerla perder: ellos eran el Estado. ¿Cómo iba a salir?

¿Cómo iba a cumplir su promesa?

—¿Qué te pasa? Ya sé qué te pasa, pero hablame. Decime algo.

—Me voy a morir ahí adentro. —Eva tragó un sollozo—. Papá tenía razón. Me voy a morir rápido.

Clara abrió los ojos.

—No digas eso.

—Me va a agarrar un brote y no me van a llevar al hospital ni me van a atender. Me van a sacar toda la herencia y no voy a poder pagarme los tratamientos.

—¿De qué tratamientos...?

—Y voy a estar sola porque por mi culpa la tía y el tío perdieron a su único hijo, y ellos van a dejarme de lado porque soy una carga. Voy a comer poco y mal y no me voy a poder mover de una celda y no voy a dar mi vuelta diaria ni voy a terminar la carrera...

—Evita.

—... y el que la mató se va a quedar afuera disfrutando de la vida y la libertad, y yo me voy a pudrir de lupus y neumonía y Alzheimer hasta que no me acuerde cómo manejar una puta moto y me trague un camión.

Clara la contempló. Frenaron justo delante de una ventana, y un rayo de sol apuntó a la cara pálida de Eva.

—Y no cumplí la promesa. Y yo no cumplí la promesa.

Heridas sin CicatrizWhere stories live. Discover now