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—Ahí, salte ahí —le indicó Pato a Laetitia sin dejar de escribir a toda prisa en su tablet, mientras de cuando en cuando echaba una ojeada al mapa que se mostraba en su teléfono celular.

La rubia se vio forzada a hacer una maniobra un tanto brusca para hacer que el transporte saliera de las vías del tren y luego tomar la amplia avenida que Patricio le señalaba. Tras su batalla a las afueras de Lubeca viajaron a casi cien kilómetros por hora un corto trecho a campo traviesa, hasta toparse con las vías de tren de la ruta RB8.

Las ruedas esféricas modulares del transporte modificado por Steelworks no tuvieron problema para adaptarse a las vías de tren y muy pronto estaban en un camino sin obstáculos y relativamente poco vigilado rumbo a Hamburgo.

Unos minutos después de salir de las vías, la Hamburger Strasse se convirtió en la Meiendorf Strasse y aunque no dejaban de toparse con miradas curiosas a lo largo del camino, la mayor parte de la gente se había acostumbrado a ver toda clase de pruebas de campo de vehículos y otros artefactos derivados de la tecnología de la Pyrsos; así que la gran mayoría seguían de largo, sin prestarle mayor atención a aquel extraño transporte que circulaba en aquel tranquilo barrio a las afueras de Hamburgo.

—Puedes apurarte —Dalel había apagado su HeMa y ahora se reclinaba sobre Dolores, cuyo cuerpo estaba surcado por brillantes zarcillos de metal dorado que recorrían los intrincados caminos de su sistema nervioso y que se adivinaban por debajo de su piel.

La chica, por su parte, parecía seguir consciente, pero había dejado de hablar hacía unos minutos, mientras sus ojos estaban abiertos todo el tiempo y recubiertos por aquella brillante sustancia.

—¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó Alba sin dejar de ver a la morena.

—Nueve minutos y 55 segundos, 54 —Roger, por su parte, no había despegado la vista del reloj en la pantalla modificada del vehículo, que mostraba todos los indicadores necesarios en formato digital.

—¿Ahora sí nos puedes decir a dónde demonios vamos? —la tensa calma en la voz de Cartwright no inmutó, siquiera, a Patricio, quien se limitó a hacer una seña con el índice y el pulgar pidiendo un poco de tiempo, a la vez que tecleaba tan rápido en la tablet, que apenas se le veían los dedos.

—A la izquierda en el siguiente cruce.

—¡Más te vale que...!

—¡Sh, sh, sh! —la silenció el hombre levantando un dedo, ante una mirada de ira absoluta de Cartwright —¿Hola, TecnoGandalf1985?

—¿Hablas alemán? —preguntó Cartwright asombrada.

—Diez idiomas, de hecho —respondió Dalel, ahora sosteniendo con fervor la fría mano de Dolores —claro, eso si cuentas el sindarin y el klingon como idiomas de verdad.

—¿Qué? ¿Quién eres? ¿Quién habla? —respondió en alemán una voz asustada a través del altavoz del teléfono, mientras los dedos de Pato golpeteaban sobre la tablet con la velocidad de una ametralladora.

—Soy yo, BigDickPato25.

—¿Ya había otros veinticuatro BigDickPatos antes que tú? —preguntó Roger, sin despegar los ojos del reloj —siete minutos cinco segundos, cuatro...

—¿Quién más está ahí? No conozco a ningún BigDickloquesea deje de molestar —exclamó la voz en un susurro irritado y la llamada se cortó de pronto.

—Sé como matar a un hombre con un palillo de dientes, así que me dices quién es ese y qué hacemos aquí o... —le advirtió Cartwright sin siquiera voltear a verlo.

—Quizá sea una de las únicas cinco o seis personas en todo el planeta que pueden ayudar a Dolores en este momento, así que... ahí, adelante, en esa casa anaranjada con el Toyota a un lado —respondió Pato, señalando una encantadora casa de madera de dos pisos y un ático, con techo en dos aguas, chimenea, jardincito al frente, una pequeña arbolada atrás y un poco más allá, un gran descampado cubierto de pasto.

Juguetes rotosWhere stories live. Discover now