CAPÍTULO UNO - DEMONIOS EN EL CLOSET

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Afuera, el viento y la lluvia continuaban golpeando las ventanas de la sala de estar, de forma inclemente y sistemática. A Maxwell, aquello era algo que le agradaba. No solo le gustaba, sino que le encantaba, adoraba esas tormentas porque eran de sus climas favoritos. Las luces de la araña que colgaba del techo, conformada enteramente en cristal y adornos en forma de pendientes, eran la única fuente lumínica en aquella noche de enero. Además de la estufa a leña, claro está, que encendida dibujaba tenues sombras en las paredes, gracias al bailoteo de las llamas encima de los leños secos.

Rodeó los sillones, acariciando su tapete de cuero, hasta dirigirse a su escritorio donde la computadora encendida con el procesador de textos mostraba una página en blanco. Sin sentarse en la silla, apoyó las yemas de los dedos encima del teclado mecánico pero no hizo ningún movimiento. Sencillamente no se le ocurría nada, aquello era como estar sentado en el inodoro en pleno estreñimiento: por más que empujara y apretara los dientes, nada saldría por el trasero de su mente, se dijo. Se giró sobre sus talones y miró la pared a su espalda, donde enmarcados en cristal estaban cada uno de sus títulos, premios, menciones, diplomas y portadas de libros ganadores.

—No se queden allí mirándome, hijos de puta —habló, hacia los cuadros—. ¿Es demasiado pedir que me den una mínima idea, por muy miserable que fuese?

Sin embargo, no le respondieron. En su lugar lo hizo la lluvia, arreciando con una nueva ráfaga de aguanieve y viento contra el alfeizar del ventanal. Con un suspiro de resignación, tomó el mouse y cerrando la página en blanco, apagó la computadora. Ya intentaría al día siguiente, pensó con resignación. Tal vez lo único que necesitaba era salir a caminar un poco, si la alerta meteorológica de color naranja cedía aunque sea unas horas, o quizá podría servirse una generosa medida de Glen Alba treinta y cuatro años, su whisky favorito por excelencia. Había gente que consideraba a Jhonnie Walker como lo mejor, otros quizás pensaban que no había nada como el Chivas Regal. Sin embargo, para Maxwell no había discusión posible: todos ellos eran unos novatos de mierda sin un mínimo de paladar. Lo mejor era un Glen de treinta y cuatro años, y punto.

Rodeó el escritorio nuevamente, se acercó a su minibar y tomando un vaso de boca ancha, se sirvió una generosa medida, del botellón de cinco litros encastrado en su soporte. Caminó luego hacia la estufa, metió un leño más encima de las llamas, provocando una leve elevación de chispas volátiles. Entonces retrocedió hasta uno de los sillones, sentándose a sus anchas y bebiendo un sorbito de su whisky, saboreando el crepitar de la madera quemándose. En aquel momento, el teléfono sonó.

—¡Ah, mierda, siempre lo mismo! —refunfuñó, poniéndose de pie. —¡Siempre tienen que llamarme o tocar el timbre cuando estoy escribiendo, o acabo de sentarme!

Avanzó hasta el teléfono inalámbrico colgado en su soporte, lo tomó rápidamente tocando la tecla verde de llamada y se giró sobre sus pies para volver al sillón.

—Hola —dijo, con pocos ánimos.

—Max, buenas noches. Soy Daniel. Siento llamarte a esta hora, ¿estabas escribiendo?

Maxwell suspiró antes de responder, al mismo tiempo que se sentaba de nuevo. Entonces se cruzó de piernas, mientras mecía su bebida en el vaso.

—No, hoy no ha fluído nada. ¿Ya tienes los resultados de los análisis?

—Bueno, los he retirado del laboratorio esta tarde, así es —dijo Daniel, del otro lado. Su tono de voz era pausado y metódico, como si estuviera acostumbrado a dar malas noticias o planificara muy bien todo lo que iba a decir, segundos antes de abrir la boca. Al fin y al cabo, ese debía ser el trabajo de un médico de cabecera, pensó.

—¿Y qué tal? —preguntó, ansioso.

—Bueno, a niveles generales todo está bien. Diabetes, colesterol, hipertensión, todo normal, índice de masa corporal en orden...

—¿Y entonces? Por algo estás llamándome a las nueve de la noche, Dan. Ya di lo que tengas que decir —Le respondió, comenzando a impacientarse.

—Bueno, digamos que tu hígado no está muy bien que digamos. Déjame que te pregunte, ¿cuántas copas realmente —hizo énfasis en esta palabra levantando la voz a través del teléfono— te tomas al día, Max? Creo que no fuiste muy sincero conmigo la última vez.

—Es lógico que no las suficientes, o sino estaría escribiendo como un primor ahora mismo. ¿Por qué?

—Pues te lo diré tal cual, amigo. Padeces de cirrosis en fase inicial, lo que clínicamente se le llama como una cirrosis compensada.

Maxwell se quedó un momento en silencio, los ojos fijos encima de las llamas en los leños, sopesando aquellas palabras. Y entonces parpadeó un par de veces, como si acabara de despertarse de un largo y profundo sueño.

—¿Qué mierda estás diciéndome, Dan?

—Escúchame, la cirrosis compensada o inicial no implica necesariamente que sea algo grave, puedes llevar una vida completamente normal, pero debes dejar el alcohol ahora mismo. Te aprecio, Max. Y como tu médico de cabecera, además de amigo, entiendo que ustedes los escritores son excéntricos. Los hay quienes se meten cocaína hasta el culo, otros simplemente se fuman un porrito, o fuman una pipa de tabaco mientras escriben, lo entiendo. Pero intenta buscar otra alternativa de inspiración, mastica chicles, qué sé yo.

—¿Chicles? ¿Te creés que tengo trece años para andar comiendo chicles como un niño? —bromeó, medio riéndose. Esperaba que Daniel riera del otro lado, pero no lo hizo. Su tono de voz era serio, inmutable.

—No llegarás a los próximos quince años si sigues bebiendo, Max.

—Carajo...

—Mira, pásate por mi consultorio luego de la tormenta, ¿de acuerdo? Crearemos juntos un cronograma de adicciones y alternativas, y como último remedio en caso de que sea más fuerte que tú, conozco un lugar donde pueden ayudarte.

—No me vengas con la doble a, Dan. Ni siquiera se te ocurra nombrarla.

—Alcohólicos anónimos no es ninguna deshonra, Max. Y tengo un colega que es un excelente terapeuta, no deberías descartar esa opción. Peor son los de narcóticos, esa mierda sí que es jodida. Promete que vendrás a mi consultorio, ¿de acuerdo? Al menos inténtalo.

Maxwell suspiró antes de contestar, y entonces asintió con la cabeza, aunque Daniel no pudiera verlo.

—Como prefieras, pues —dijo.

—Gracias hombre. Piensa en lo que te dije, y que tengas una buena noche.

"Ya, seguro que tendré una buena noche luego de que me hayas tratado como un puto alcohólico, imbécil de mierda" pensó. Sin embargo, no dijo nada de eso.

—Igual tú Dan, adiós.

En cuanto colgó, dejó el teléfono a un lado encima del sillón, y miró su vaso de Glen Alba como si fuera la primera vez que veía aquella sustancia infernal. Sus colores ámbar, que cambiaban de matiz si ponía el vaso a contraluz con respecto a las llamas de la estufa, todo era nuevo para él. Era injusto, se dijo. Había actores que se drogaban hasta las trancas, cantantes, jugadores de futbol, escritores como él, y a ninguno parecía afectarle nada. Pero él se tomaba dos o tres vasos de whisky al día y bum, cirrosis en proceso, anda y jódete. No tenía ningún sentido.

—¿En verdad vas a matarme, maldito? —Le preguntó, y meció el vaso en su mano. —Pues vas a tener que quedarte con el gusto.

Sin embargo, aquel no iba a ser el momento en que comenzaría a dejar de beber como un maldito rabino puritano, pensó. Tal vez mañana, cuando luego de una gratificante noche de canal para adultos e insomnio, se replantease su propia existencia. Y si encontraba un solo motivo para continuar con vida, entonces dejaría de beber.

Solo así, y bajo esa premisa. Su vicio, sus condiciones, se dijo.

Y bebió un sorbo a su salud.

La criatura malditaWhere stories live. Discover now